Entender y no entenderse
Dice Mercè Vilarrubias que quienes criticamos la Ley de Lenguas Oficiales (para ella Ldl) no entendemos su propuesta: "A algunos les cuesta entender", insiste en su último artículo. Con "algunos" se refiere expresamente a Antonio Robles y a mí, a quienes no solo parece negarnos la capacidad mental para entenderla (a ella y a la Ley), sino que nos considera promotores de "disputas estériles". Acude a la interrogación retórica ("¿polémica o disputa?") para distinguir entre los que "disputamos" y los que contribuyen a "un debate vivo, donde muchas personas válidas, tanto a favor como en contra de la Ldl, han hecho aportaciones constructivas sobre la diversidad lingüística de España y han permitido reflexiones muy interesantes sobre el conflicto lingüístico y sus soluciones". Coloca en este grupo de personas "válidas" a Victoria Camps, Carles Martí y otros "lingüistas y académicos de las demás comunidades bilingües" que acudieron a un seminario organizado por la Fundación Ortega-Marañón y con las que ella pudo debatir con total independencia, la misma que no le impedirá "dialogar y seguir reuniéndose con académicos del resto de España para hablar de plurilingüismo".
El planteamiento básico de esta ley usa la lengua como instrumento emocional y político. Visibilizar oficialmente una lengua es un modo de ganarse la simpatía de los hablantes de esa lengua
Afirmar a partir de una antítesis, implica, a la vez, negar. Si hay personas válidas, que debaten constructivamente y son lingüistas y académicos, eso supone que existen otras personas que no son válidas, ni saben debatir, ni son académicos. Frente a los "disputantes" estériles, las personas intelectualmente valiosas. Rodearse de referencias de autoridad y prestigio es una artimaña muy socorrida cuando se carece de argumentos. Enfocar la polémica en lo personal y subjetivo es, además, un recurso que han usado hasta la náusea los nacionalistas. Siempre se trata de lo mismo: separar a los buenos de los malos. Una vez establecidas las categorías basta dejar que funcione la cadena de sobreentendidos: si no sabes discutir eres un intransigente, lo que acaba significando que eres un facha españolista. No hace falta decirlo, claro. Si argumentas que el tetraoficialismo es un despropósito, eso significa que no aceptas la diversidad lingüística de España, etc.
Siguiendo esta estrategia, Vilarrubias trata torpemente de personalizar y subjetivizar el debate: "¿Qué le pasa al Sr. Trancón? ¿Por qué no puede argumentar en contra de la Ldl refiriéndose a la Ldl y se ve impulsado a fantasear un caballo de Troya para humillar al resto de España?". Sorprende el tono retador de ese "qué le pasa al señor...", viniendo de una persona tan válida y tolerante. No entraré al trapo. Antonio Robles y yo hemos dado ya sobrados argumentos para rechazar esta estrafalaria ley presentada como el non plus ultra federal y democrático. Me fijaré sólo en eso de "humillar al resto de España". Me interesa porque sitúa de nuevo el problema en los sentimientos, los agravios y humillaciones, allí donde los nacionalistas han sabido moverse siempre como ranas en el agua. Del "no entienden" hemos pasado al "no nos entienden".
¿Cuántas veces hemos oído, para justificar el independentismo, aquello de "no nos quieren", "nos insultan", "nos humillan", "no toleraremos más agravios", etc.? Vilarrubias hace aquí una proyección paranoide atribuyendo un sentimiento de humillación "al resto de España" causado por intentar oficializar el catalán fuera de Cataluña. Se lo repetiré: una cosa son las lenguas y otra los derechos lingüísticos de los hablantes. A mí me importa un pimiento de piquillo el estado de las lenguas y su futuro destino en lo universal. Las lenguas pervivirán o morirán en función de la utilidad comunicativa que presten a sus hablantes. La ideologización, politización y sentimentalización exacerbada de las lenguas durará lo que dure la presión y los intereses de los que las han convertido en arma ideológica y política. Nada tienen esto que ver con el derecho a usar la propia lengua con total libertad. Ni siquiera estoy de acuerdo con ese artículo de la Constitución que habla del "deber de conocer el castellano". Pero esa es otra discusión. Lo que le aclaro es que no somos españolistas humillados preocupados por el predominio del español los que nos oponemos a esta ley. La fuerza del español reside en sus hablantes y en su capacidad comunicativa. Los desprecios y la exclusión actual en Cataluña no los sufre el idioma español, sino sus hablantes.
El planteamiento básico de esta ley parte del polo opuesto. Usa la lengua como instrumento emocional y político. Visibilizar oficialmente una lengua es un modo de ganarse la simpatía de los hablantes de esa lengua. Si lo hace el Estado, eso provocará automáticamente un efecto simbólico-emocional que legitime y le dé autoridad al Estado para imponer el bilingüismo allí donde está desterrado, o sea, en Cataluña. Como si no tuviera ya suficiente legitimidad para hacerlo. Es una ley hecha ad hoc para el catalanismo. La propuesta debería titularse Ley de Oficialidad del Catalán en el Resto de España. Ni a vascos ni gallegos parece interesarles el tetraoficialismo. Estas lenguas van de acompañantes, de comparsa: parece más difícil exigir la enseñanza del vasco en Cádiz que el catalán.
Así que, ya ve, Sra. Vilarrubias, el problema no está en que no la entendamos o no entendamos su propuesta, sino en que no podemos entendernos. No podemos entendernos porque partimos de supuestos irreconciliables. No se escandalice, el tener principios irreconciliables no es señal inequívoca de intolerancia y actitud antidemocrática (facha o franquista, traduzco). Le pongo algunos ejemplos de esa "irreconciliabilidad":
-Para usted(es) el Estado es el Estado central-centralista, del que desaparecen los Ayuntamientos, las Diputaciones y las Autonomías. Las leyes que obligan al Estado no son aplicables al resto (lo que sea).
-Para usted(es) la lengua es una esencia sagrada, símbolo de un pueblo, instrumento emocional. La oficialidad es un asunto de estrategia política, no de derechos ni de necesidades comunicativas.
-Usted(es) dan por supuesta la bondad democrática de su propuesta y el hecho de que quienes nos oponemos a ella necesariamente debemos padecer algún "déficit" democrático. Su legitimidad democrática es indiscutible, mientras que la nuestra es "sospechosa". Como dice Antonio Robles, ustedes están dentro del campo de la "hegemonía moral"; nosotros, fuera. Incluso estamos fuera de la hegemonía académica...
-Usted(es) se niegan a concretar la propuesta y a discutir el modo como se aplicaría y los efectos previsibles que provocaría. Un ejemplo: ¿Habría que introducir en el currículo del "resto de España" la enseñanza del catalán, el vasco y el gallego, junto al español y el inglés? ¿Cuántas horas? ¿Qué materias eliminamos para que quepan las nuevas? ¿Quién daría esas clases? Etc. Y la tetraoficialidad en las instituciones del "Estado", ¿cómo se concretaría? ¿Alguna memoria económica "estimativa"? ¿Y cuál sería la reacción de los ciudadanos? Bueno, si se enfadan demostrarían que son unos fachas o que "no nos quieren"... ¿Se acuerdan de la teoría montillana de la "desafección"?
-Usted(es) tienden a situar el debate en el terreno de las identificaciones personales y emocionales. Insisten en que no son nacionalistas, no se han vendido ni están al servicio de nadie (ni siquiera del PSC), no le hacen el juego a los independentistas. Pero no se trata de eso. Lo subjetivo nunca es una prueba de verdad y objetividad. El pensamiento lo que intenta, precisamente, es dejar de lado lo subjetivo para aproximarse a la verdad y la objetividad. No tiene otra función. Buscar el acuerdo en el terreno emocional y subjetivo es un error. Ese es el terreno de la individualidad. Nada tiene que ver con los derechos y las leyes, un asunto relacionado con la verdad, la organización social y los intereses colectivos.
Hemos llegado así, quizás, al meollo del debate, lo que Rafael Argullol llama "la demolición de los vínculos entre palabra y verdad". Es la demolición más peligrosa y sistemática llevada a cabo por el nacionalismo desde hace cuarenta años. La palabra no se usa para alcanzar la verdad, para estrechar sus vínculos con ella, sino para apuntalar el engaño, el error y la mentira. Pero la verdad existe, aunque nunca sea absoluta. El acuerdo, incluso partiendo de supuestos irreconciliables, sólo es posible estableciendo vínculos entre palabra y verdad, no inventando trampas lingüísticas y jugando con identificaciones, chantajes e intimidaciones emocionales. La democracia empieza a resquebrajarse cuando se desprecia la verdad y no se usa la palabra para descubrirla y respetarla. En esto el nacionalismo independentista se parece mucho al actual partido del gobierno, instalado en la mentira sistemática para encubrir la corrupción y el desmoronamiento del Estado.