Pau Riba, amado padre elíptico
El artista, escritor y músico, inventor de palabras y sensaciones, autor del histórico ‘Dioptría (I-II)’, deja tras su muerte una obra con vocación contemporánea
6 marzo, 2022 21:20Es difícil hacer memoria cuando la memoria lo abarca todo. Desaparece Pau Riba, el nieto de Carles Riba, cumbre de la poesía noucentista, y de Clementina Arderiu. Se va después de publicar libros como Ena y Sa, mi madre, a los que siguieron Història de l’univers y la obra póstuma Historia de la música del siglo XX, con el sello Males Herbes. Pau Riba escribía muy bien, como recordarán mis camaradas del extinguido Noticiero Universal, cuando Pau añadía una columna portentosa en las noches de recital en el Sant Jordi o el Palau. El músico, amado padre elíptico de su camada (tuvo cinco hijos), ejercitaba su lenta muñeca para dejar perlas en las páginas del vespertino sobre las actuaciones de sus amigos David Bowie o Joe Cocker, grandes entre los grandes.
Aparecía por el periódico de madrugada, para desesperación de Bru Rovira –un periodista africanista con el tiento narrativo de Javier Reverte- acompañado de su esposa, la bellísima Mercè Pastor y de los dos hijos de ambos, Pau y Caïm, subiéndose sobre las mesas de la redacción, vestidos de supermán o de dimoni esquat. Los niños concebidos en la Menorca del mejor hippismo, siguieron la carrera musical del padre y crearon de mayores el grupo Pasturet –el nombre homenajea a Mercè– poniendo en el mercado a Lola, aquel exitazo de No me llames Dolores, llámame Lola, con Dolo Beltrán de vocalista y animal escénico.
Los Riba despiertan una ternura difícil de definir. Pau ha sorbido el fruto líquido de los desamparados; ha sido de los que parecen incapaces de realizar su tarea si no están en contacto con la naturaleza de los jardines salvajes; podía permanecer horas sentado con elegancia en maderas carcomidas y frente a mesas de mármol llenas de cuartillas y portadas discográficas; poseía la cosmovisión de los muy arbitrarios. Nunca se dejó llevar; siempre condujo su trayectoria, a menudo en los valles nemorosos del ácido lisérgico, donde nacen criaturas de cristal y fuego. Ha sido valiente; temerario en la experimentación sobre sí mismo.
Tras conocerse su muerte, la casa de los Riba en Tiana (Barcelona), se ha convertido en un altar elegíaco. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos…Ilion fue….pero Ilión perdura en el hexámetro… escribió Borges aludiendo a Virgilio. Es bien conocido que Riba deslumbró con Dioptría I y II, editados separadamente y reeditados como doble disco después. En el primero, de sonoridad rock, grabado con el grupo de jazz-rock OM, militaba Toti Soler, genio de la guitarra, uno de los pocos que conocieron al Pau inventor de palabras y sensaciones.
Ambos abordaron juntos las tensiones acumuladas en canciones aparentemente tristes del primer Pau –piezas como L’home estàtic o Noia de porcelana sirven de ejemplos si tomamos, no sus ideas originales, sino los añadidos y arreglos musicales– pero dotados de la alegría del vivir. Desde el punto de vista del estado de ánimo que provoca la música, Pau y Toti Soler se familiarizan con los cuarteros de cuerda y piano de Haydn y Mozart, en el aire, lejos naturalmente de las partituras.
Riba flota. Su música tiene vocación contemporánea; no se dirige al hombre común con sus rasantes nacionales o locales; él piensa siempre en viajar hacia una era de libertad infinita. Ha sido un artista desacralizador; hoy se habla del ambiente puritano y culto de su familia, pero casi nadie tiene en cuenta que, en los años de aprendizaje de Pau, la contracultura del músico le iba como anillo al dedo a un entorno marcado ya por la resistencia anti-autoritaria de los Riba y Romeva (su segundo apellido).
Su obra tiene un marcado carácter transgresor, pero la lucha aparente con su sangre, el trato frente a sus raíces, no tiene nada de descastado. Es una respuesta amorosa a los suyos, dotada del acento que martillea a un pueblo de plañideras. Y lo hace en catalán, la lengua universal de su abuelo, el helenista Carles Riba. En sus orígenes, el Riba musicalmente tierno derivó en el Grup de Folk, el núcleo nacido con el afán de desbordar a la Nova Cançó, especialmente a Els Setze Jutges, del que quisieron desmarcarse la tribu folk-rockera de los años sesenta. Riba y sus amigos, como Jaume Arnella, María del Mar y Jaume Vallcorba, el editor del sello Acantilado, germinado en el Patio de Letras y formado en París, que acabaría publicando los primeros libros del músico fallecido.
Varias décadas después de aquella ola reivindicativa, el dúo Pau y Jordi Pau (Pau Riba y el director de teatro estético, Jordi Pujol) rememoró su peculiar folk en L’Espai, un montaje escénico hecho a base de juegos de niños de época y cajas de cerillas, obra de Jordi Batista, el Roki Muntanyola de la música bailable en fiestas populares. Riba mezcló el rock ácido, la psicodelia y la canción popular. Se forjó en la Isla de Wight, resumen de muchas otras islas, situada frente al golfo británico de Salem y escenario de ceremonias de jolgorio en los veranos pegajosos de la década prodigiosa.
Más tarde se consagró como maestro de ceremonias en el Canet Rock. Riba había vivido algo así como el viaje iniciático al rock, al principio de los setenta con discos como Jo, la Dona i El Gripau (1971) –producto típico y tópico de su etapa en Formentera– Licors o Astarot, que le vincularon a la discográfica Nuevos Medios. Su salto a la cultura pop se concretó en 1977 de la mano de David Allen (Soft Machine), durante el último verano psicodélico de Canet. Siguieron otras citas muy descafeinadas. Sus fans aprendieron admirando lejanamente a Woody Guthrie, aquel que fue, en la cultura musical del siglo XX, el origen de todo y que creó la inolvidable canción emblema This Land Is your Land. En su despedida, Bob Dylan le dedicó a Guthrie la conocida pieza Song to Woody.
Más tarde se consagró como maestro de ceremonias en el
Aprender de Pau exigía también dedicar mañanas de domingo en el Palau de la Música, rematadas a menudo en los martinis del Mundial, en la entraña de Ciutat Vella, o con las banderillas de anchoa en Platería. Resultaba impagable ver a los maestros del blues, de amplia risa blanca sobre el betún brillante bajo camisas de blonda fina, atravesando el pórtico de Domènech y Montaner para detenerse en la escalera marmórea que conduce a la platea, donde Pau, sentado en un escalón, recibía a los grandes del género.
El pasado fin de año, Riba anunció –a través de las redes sociales– que padecía un cáncer de páncreas del que finalmente ha fallecido; poco después llegó a su entorno un diagnóstico fallido. Fue su último escaqueo. Pau jugó y casi siempre ganó; y si jugó una vez más antes del fin no fue por mor del vencedor, sino por el simple afán de parapetar al artificio contra las tristezas del alma. La andrómina es el mejor mecanismo defensivo contra la inminencia de lo inevitable.
En sus últimos años, la afinidad de Riba se dirigió hacia compañeros como Pascal Comelade o Albert Pla; forjó un acuerdo amistoso con la Orchesta Fireluche, un conjunto con instrumentos de juguete con el que el músico y escritor acabó publicando dos discos. Lo de Comelade tiene fondo. El pianista rosellonés descubrió Dioptria en 1972 y después, El gat blanc, de Toti Soler, y el álbum de Veneno, que era protopunk total. Flipó. En los ojos de Riba no había amargura, pero miraba a menudo por el retrovisor para reivindicar a su generación, por aquello de que “ahora, los grupos catalanes hacen canciones como La tieta de Serrat”.
En sus últimos años, la afinidad de Riba se dirigió hacia compañeros como
Riba y Comelade decidieron hacer Mosques de colors, a base de nuevas canciones, pero repitiendo una versión del Taxista, revisada por el pianista y tocada con aportaciones del inmortal Dioptría. Se habían cruzado antes con el disco Jisàs de Netzerit, con una versión de tres horas de Sex machine, de James Brown, en las fiestas de Gràcia y en una colaboración para la Foundation Boris Vian. La vida continuó, como suele decir Comelade, desde una oblicuidad impostada, pero muy lograda. Riba esboza un mohín y se nos va. Uno se lo imagina dirigiéndose al chofer estratosférico con su clásica voz dubitativa, con tono entre ronco y barítono: Taxista portem al cel, su primera canción.