Elvis (Costello) vive
Más de cuarenta discos, versatilidad estilística, sentido del humor, riqueza literaria y recreaciones de clásicos equiparan a 'Elvis II de Londres' con los grandes del rock
23 julio, 2018 00:00Pocas expresiones artísticas –por no decir ni una sola– pueden competir con la capacidad exhibida por el pop de la segunda mitad del siglo XX (y, como siempre aquí, estamos asumiendo el concepto pop en un sentido muy amplio, mucho más puramente sociológico que estrictamente taxonómico) para elevar el malestar, la rabia, la frustración y otras miserias personales a la categoría de género nobilísimo y específico. Ejemplos hay muchos, pero pocos –por no decir, tentados estamos de nuevo, ni uno solo– tan elocuentes como el de Elvis Costello, Elvis II, rey de la Nueva Ola.
En fechas recientes, a comienzos del mes de julio, el artista británico tuvo que cancelar parte de la gira europea en la que estaba inmerso para someterse a una intervención tras serle detectado un cáncer “muy agresivo”. Cundió inmediatamente la consternación entre su nada ruidosa pero fidelísima legión de admiradores. No pocos de ellos sostienen, con fundamento, que si bien Costello no goza de la reputación masiva, legendaria e institucional de un Dylan, tal cosa –significativa, pero en última instancia arbitraria– no excluye el hecho –también subjetivo, pero argumentable– de que, en cuanto a versatilidad y finura compositivas y riqueza literaria, Costello es, probablemente, el mayor compositor popular nacido en la era postótem de Duluth. El gran clásico tapado, si se prefiere.
De nombre real Declan Patrick MacManus, nacido en Londres en 1954, el artista anduvo en los años 70 montando y disolviendo grupos más o menos adolescentes, sin mayor relevancia, entretenimientos de fin de semana, pero con los que se fogueó como cantante y guitarrista en las inglesísimas arenas del pub-rock. Algo más que descaro y estribillos hechos para corear con movimiento de puños al aire había ahí, no obstante, y donde antes atinaron a verlo, después de incontables rechazos discográficos –no ayudaron demasiado los modos insolentes que gastaba el muchacho–, fue en Stiff Records, un sello inglés emergente que le tenía simpatía a la clase de extravagancias que Elvis Costello representaba en aquel entonces.
Instalado en lo que podría considerarse una vida convencional, casado, con hijos y empleado como administrador del sistema informático del emporio cosmético Elizabeth Arden –de aquella etapa habla una de sus canciones más vibrantes y adictivas, (I don't want to go to) Chelsea–, a mediados de los 70 le llegó la primera oportunidad seria en forma de single para Stiff Records. Decir que la aprovechó sería quedarse corto. En esa grabación incluyó Less than zero, un tratado urgente de sociopolítica con colmillo a propósito de los intentos del viejo fascista británico Oswald Mosley de reescribir la Historia negando su (verificable) pasado de afinidad con el credo nazi de la pureza racial; canción cuyo título tomó prestado, por cierto, Bret Easton Ellis para su famosa primera novela. La otra era Alison, la historia de una decepción personal, primera de una extensa y magistral colección de ensayos en píldoras ultracomprimidas sobre torpezas, flirteos al borde del ridículo, anhelos irresueltos, despechos y malos entendidos con las mujeres.
Estas dos canciones, incluidas después en su primer LP, My aim is true (1977), fijaron la estética de la primera etapa de Costello. La de un chico nerd (pero tremendamente ingenioso y, por tanto, también sexy), furioso (pero lo bastante inteligente como para saber explicar con la distancia adecuada de los motivos de su enfado), una especie de híbrido de Buddy Holly y Johnny Rotten que supo encauzar, con un equilibrio prodigioso, la energía y la crudeza del punk en unas composiciones de sensibilidad pop, mucho más coloridas e imaginativas, con una manifiesta querencia por el rock & roll de los años 50 y una escritura afilada, precisa y de gran riqueza lingüística, tocada por el sentido del humor cáustico y la self-deprecation, la facilidad para rematar el verso de manera perfecta o inesperada y la pluma siempre dispuesta a un sarcasmo a veces en la frontera de la crueldad, y en todo caso digna (no sólo por el tono, también por su destreza expresiva) de los Angry Young Men.
Si ese debut en largo fue un excepcional trabajo en cuyo sonido primaba la guitarra, el segundo, This year's model (1978), primero con The Attractions, una banda tan espectacularmente dotada y tan fundamental en la evolución del sonido del jefe que sería imperdonable llamarla de acompañamiento, incluso lo superó, por los nuevos matices de un sonido ya más total y la estratosférica sección rítmica. A esta obra maestra inapelable le siguió Armed forces (1979), un álbum de arreglos más elaborados y sonido menos inmediato que a punto estuvo de titularse Emotional Fascism, en consonancia con el peso que tenía en él la confrontación de sus implacables miradas a sí mismo con el contexto de la no menos implacable Inglaterra thatcheriana recién estrenada aquel año. Get Happy! (1980), el disco en el que dio rienda suelta a la honda huella que dejó en su formación sentimental la música negra de los años 60, y Trust (1981), en el que siguió abriendo aún más el abanico de referencias, cerraron esta primera e impresionante etapa new wave de un compositor que estaba ya a punto de romper con cualquier corsé estilístico que quisieran adjudicarle, pese a que en realidad jamás había llevado ninguno.
La discografía de Elvis Costello, incluso sin contar sus álbumes en directo y sus numerosísimas colaboraciones, es vastísima además de enormemente ecléctica. Se comprende que dijera una vez Diego Manrique que, casi más que escucharlo, hacía de vez en cuando catas en su obra. Al artista la pasión por la música –no solamente por el rock– le venía de familia: su abuelo paterno fue trompetista de cruceros; su madre, empleada en varias tiendas de discos; su padre, arreglista y músico en la Joe Loss Orchestra, una formación de enorme popularidad en la Inglaterra de los años 40 y 50. No es de extrañar, en fin, que mucho antes que un rockero al uso Costello haya sido un aficionado de saberes enciclopédicos y erudición multirreferencial, lo cual invita a contemplarlo –al fin y al cabo al igual que Dylan-– como uno de esos compositores que muchas veces, en rigor, más que crear, recrean (mejorando prácticamente siempre el modelo inspirador). Sólo alguien como él podía haber descrito un tema suyo, el estupendo Everyday I write the book, en el que quiso reflexionar sobre las relaciones de pareja sirviéndose de una fórmula sonora amable, radiable, familiar para cualquier oyente, como “una mala canción de Smokey Robinson”.
Costello, en fin, le ha dado a todos los palos, como suele decirse. Del power-pop al lounge jazz, del rhythm & blues al ska, del pop con aires Tim Pan Alley y Brill Building a la síncopa reggae, de la música de cámara al easy listening, pasando por el country, el baladismo crooner (llevado a su más elocuente expresión en Painted from memory, el disco que grabó junto a Burt Bacharach en 1998), la reinterpretación de sus propias composiciones en clave orquestal o, en la que es hasta la fecha su última entrega discográfica, Wise up ghost and other songs (2013), la colaboración con el gran grupo de rap (de amplísimo espectro) The Roots...
La mutación hacia lo que a algunos les gusta llamar el Elvis Costello refinado, entiéndase como presunto sinónimo de adulto, sereno o intimista, empezó a ser clara en un gran disco, Imperial Bedroom (1982), y se hizo aún más patente en King of America (1986), su particular exploración de la música tradicional estadounidense (que había tenido ya un interesante prólogo unos años antes, en 1981, cuando publicó Almost blue, una colección de versiones de gigantes del country como Merle Haggard o Gram Parsons). Siendo un disco magnífico, King of America significó también, para muchos seguidores, el comienzo del declive, o si se prefiere del típico descenso hacia la gloria autorial, al cabo del cual acabaría investido como Gran Señor de la Canción, reverenciado por la crítica, impulsado siempre por grandes ambiciones artísticas y publicando discos como North (2003) en sellos tan señalados para los amantes de las aristocracias del gusto –preparen la genuflexión– como Deutsche Grammophon... que se cuentan sin embargo entre los menos inspirados, con mucho, de su camaleónica y brillantísima carrera.
Para ser justos, también es cierto que justo un año antes de ese malicioso ejemplo traído a colación publicó When I was cruel, un atrevido, irregular pero a ratos dignísimo, convincente y vigoroso intento de insuflar aires contemporáneos a sus ya más que conocidas señas de identidad. En cuarenta discos, o sea, cualquiera echa un borrón. Quien firma no ocultará –de todos modos seguramente se haya notado– que los discos que le siguen cosquilleando la cabeza y acelerando el pulso son los de la primera y lejana etapa. Pero lo cierto es que Elvis Costello ha echado pocos borrones. Y las cimas han sido inigualables. Y además ha hecho siempre lo que le ha dado la gana, actitud que cualquier hijo sensato de vecino debería admirar y envidiar. Ante un tipo así, en fin, sólo cabe hincar la rodilla.
No querríamos terminar este –inevitablemente– parcialísimo repaso a la carrera de Elvis II de Londres sin recomendar las memorias del músico que publicó en español la editorial Malpaso hace un par de años, Música infiel y tinta invisible. Es un libro formidable, tan bien escrito, incisivo e inteligente como cabía esperar, y permite al lector asomarse tras la máscara de laconismo y hosquedad que el artista suele ponerse ante los medios de comunicación. Por el mismo precio, ofrece también un enjundioso retrato de primera mano de otro mundo: el de la vieja industria musical cuando el rock, y la música, a secas, eran artes que importaban.