El México nostálgico de López Velarde
La obra del poeta nacional mexicano, último modernista, umbral de las vanguardias en español y heredero del barroco americano, cumple su primer siglo
10 julio, 2021 00:10México celebra este 2021 varias efemérides, todas importantes. Los quinientos años de la caída de Tenochtitlán, los doscientos de la independencia y, en lo que toca a lo poético, pero confundido con lo nacional, el siglo de un poema muy citado y reproducido, “La suave Patria”, junto con el centenario luctuoso, también, de su autor: Ramón López Velarde. López Velarde nació en Jerez (Zacatecas) en 1888, el mismo año que otro seguidor del simbolista francés nacido en Uruguay Jules Laforgue (aunque con resultados bien distintos): el angloamericano T. S. Eliot. De esa añada formidable son también el portugués Fernando Pessoa, el italiano Giuseppe Ungaretti y otro Ramón: nuestro Gómez de la Serna. Es también el año en el que el nicaragüense Rubén Darío publica Azul, estallido de color del modernismo. La crítica ha reconocido en López Velarde al último modernista, gozne de la poesía de vanguardia, que él avizora pero no tiene tiempo, ni acaso temperamento, para cultivar.
Sus dos primeros críticos (José Juan Tablada y Julio Torri) señalaron en sus versos un aire a lo Francis Jammes, poeta francés católico, cantor de lo rural y la vida lenta, más de las calles empedradas que de los amplios bulevares abiertos a lo monumental cosmopolita. No menos cierto es que guarda afinidades con el urbano Baudelaire (a quien leyó en los originales o probablemente en la antología de poesía francesa de Enrique Díaz-Canedo y Fernando Fortún, de 1913). También se ha señalado la influencia en él de un poeta español, Andrés González-Blanco, cuyos Poemas de provincia (1910) comparten eso que en poesía es tan importante: la atmósfera. En este caso, el retraimiento al terruño, la patria chica, la ciudad levítica, el pueblo de antaño, porque la palabra pueblo se conjuga en moroso pasado como esa otra, ciudad, acepta sobre todo las ajetreadas desinencias de futuro.
Sello dedicado a López Velarde
El poema “Del suelo nativo” de López Velarde va dedicado a los hijos de su Jerez “con su música de acentos virgilianos”, pero también gongorinos con la sintaxis retorcida (“y refleja del puente en las columnas”) y leopardianos (leyera o no al de Recanati) en el sentimiento de “El sábado en la aldea”. En “A una viajera” ensalza lo provinciano, y en otros poemas canta la paz de los campos natales, los domingos pueblerinos, el quiosco de música que no falta en ninguna localidad de su país. Otros poemas en esta línea son “A la gracia primitiva de las aldeanas”, “Del pueblo natal” o “En la plaza de armas”.
Pero en su obra lo telúrico se une a lo sensual, tocado por cierto tono sacrílego, como cuando invoca a la amada como “hostia ingrata” que se resiste a ser tomada por el peregrino, o cuando en un soneto dirigido a doña Inés de Ulloa (la prometida de Don Juan en el Tenorio) termina así: “De tus monjiles hábitos, contritos / absolución demandan mis delitos; / darles la luz de tu inviolada toca / a las tinieblas de mi noche oscura / y haz llover en mi erótica locura / los besos conventuales de tu boca”. ¡Los besos conventuales! Esa mezcla de los sensual y lo religioso se halla también en “Elogio a Fuensanta”, su primer gran amor (ocho años mayor que él, que quedó prendado de ella teniendo quince). Fuensanta es un nombre ideado: cuando las relaciones son problemáticas, si el poeta firma con su propio nombre puede endosarle un, digamos, seudónimo a su amada.
El amor a la tierra que lo vio nacer es parejo al amor por la mujer en la que nace al amor (luego hubo otros amores, el último por una maestra ahora diez años mayor que él). El amor sublimado, espiritual, contrasta con el mercenario de las mujeres de la vida: “Fuensanta: al amor aventurero / de cálidas mujeres, azafatas /súbditas de la carne, te prefiero”. Hay algo en López Velarde que se repliega a lo conocido en una época en la que todo eran descubrimientos tecnológicos y científicos. Él prefiere el terreno firme de lo sabido, volver “a la casa vetusta / de los nobles abuelos”, canonizar a la amada en lo que él mismo llama “endecasílabos sentimentales” que no desdeñan sin embargo lo lúbrico, en unión entre lo religioso y lo voluptuoso, un veneno contradictorio para el hombre pero vitamínico para su poesía “la devoción católica y la brasa de Eros”. En nuestro poeta lo baudelaireano no tiene tanto que ver con el trotacalles y el Spleen de París como con el desgarro íntimo de un malditismo de placeres carnales que en su caso, lejos de atemperarse por sus creencias religiosas, se potencia.
La poesía es tensión y conflicto, y el poeta, que fue seminarista antes que abogado, asume con naturalidad o como destino las dicotomías provincia/capital y catolicismo/erotismo hasta sentir la mordedura de la enfermedad venérea, que parece haber sido la causa de su temprana muerte a una edad nimbada por el mito: los treinta y tres años de Cristo. En el último capítulo de la segunda edición de su vida de López Velarde, Guillermo Sheridan, el gran estudioso de los contemporáneos y de Octavio Paz, indaga en este velo de silencio que, por respeto a la memoria del fallecido, cayó sobre el historial médico y el deceso del poeta.
Aunque venía escribiendo desde hacía años antes, López Velarde concentra su obra publicada en un lustro, como Keats. La sangre devota (1916) es el libro que más tiene que ver con esa vida provinciana y católica, muy Ancien Régime aunque con los sacudidos de la Revolución (por ejemplo, el sacerdote que lo bautizó, tío suyo, fue ejecutado por los secuaces de Pancho Villa). Zozobra es su segundo libro de versos (1919), ya en el título la declaración de esa dualidad que lo embargaba y que es el contrapunto de un libro de su admirado, y superado, Amado Nervo: Serenidad (1914).
Estos fueron los dos únicos libros que publicó en vida, aunque siguió escribiendo los de un tercero que apareció póstumamente en 1932: El son del corazón. También póstumos serán los breves ensayos de El minutero (1923) y El don de febrero y otras prosas (1952), más las recopilaciones de poemas juveniles, piezas críticas, cartas y tres cuentos que hoy figuran en Obras, compilación de José Luis Martínez. Muy poco antes de morir, la revista El Maestro que dirigía José Vasconcelos tiraba 60.000 ejemplares de su tercer número, donde se incluía el poema de López Velarde “La suave Patria”. El óbito fue el 19 de junio de 1921, y conmovido por los versos aunque seguramente sin entenderlos (como el Mussolini que al ver los Cantos de Pound comentó: Ma questo é divertente!) el presidente Obregón decretó tres días de luto y dispuso que el Estado corriera con los gastos del funeral. Desde entonces la consideración de poeta patrio no ha hecho sino crecer, y en 1963, 75 aniversario del nacimiento de López Velarde, los restos de este (que no pudo ser incinerado, pues la Iglesia aún no admitía la cremación) fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres (hoy Personas Ilustres) en la Ciudad de México.
Estos fueron los dos únicos libros que publicó en vida, aunque siguió escribiendo los de un tercero que apareció
La revista México Moderno le dedicó su número de noviembre de 1921, donde colaboraron, entre muchos otros, Tablada, Vasconcelos, Porfirio Barba Jacob y José Gorostiza. Enrique Díaz –Canedo publicó la primera nota sobre López Velarde en España en la revista Índice. Fue traducido al inglés por Samuel Beckett en Anthology of Mexican Poetry (1955), con selección de once poemas a cargo de Octavio Paz.
En 1963, este publica en la Revista Mexicana de Literatura “El camino de la pasión: Ramón López Velarde”, posteriormente recogido en Cuadrivio (1965). Pero también han escrito sobre él intelectuales mexicanos como Gabriel Zaid, Vicente Quirarte o el citado Sheridan. Como señaló Juan Villoro, ha sido el poeta que ha tenido más y mejores comentaristas. Incluso ha sido eje de una de sus novelas, El testigo (2004), ganadora del Premio Herralde. Aquí se juega con el tema del regreso (caro a López Velarde) y se exprime su condición de católico hasta el punto de que un cura descacharrado lo quiere elevar a los altares atribuyéndole dos milagros y esperando que el protagonista, un profesor universitario, acredite un tercero para compulsar así la santidad, el desvarío.
Gonzalo Celorio escribe que ‘La suave Patria’ es “nuestro mayor poema civil, el que guardamos con gran delicadeza en la memoria del corazón, el que aflora entre la lengua y el paladar cada vez que pensamos en la patria, y cuya suavidad acaso nos conmueve más que las aguerridas estrofas, fraseadas en decasílabos heroicos, de nuestro himno nacional”. Es también, o es verosímil que lo sea, un poema que tenía en mente José Emilio Pacheco cuando declaró su tan circulado “Alta traición”, que es como el contrahimno de México de las últimas décadas, como en las anteriores lo fueron los endecasílabos lopezvelardeanos. Aquí no resuena la provincia sino el paisaje sufrido por un habitante de la capital, pero hallamos el mismo tono menor de López Velarde, lejos de ampulosidades y clarines y más amigo de una guitarra o un piano íntimo.
Pacheco le dedicó páginas magníficas en la que fantaseaba con qué habría sucedido si el poeta hubiera seguido vivo: ¿Participaría, siento tan católico, en la Guerra Cristera? ¿Se convertiría en un poeta oficial y funcionario, virando del tono “de sulfato de cobre” de los ojos de la amada al gris de la propia existencia? Más allá de estudios y ediciones, al poeta se le recuerda con un Premio de Poesía con su nombre, que también es el de un centro cultural que existe en la casa en que habitó los tres últimos años de vida en México DF. La que fue su residencia en San Luis Potosí es otro centro cultural en su honor, al que se suma un museo en su memoria en su casa de Jerez.
En España sus tres libros de poemas están publicado por Hiperión, con prólogo de Alfonso García Morales, responsable de una página sobre el poeta en el Centro Virtual Cervantes. Lamentablemente, esta edición está hoy agotada. Como escribió Quirarte, “no existe poeta mexicano como Ramón López Velarde alrededor del cual se haya tejido mayor número de mitologías”, bien que lamentándose de que “es un autor ampliamente conocido y estudiado en México, pero no ha logrado el prestigio universal que merece.
De su obra hay tres lecciones permanentes para quien quiera tomarlas: en primer lugar, el uso de la rima sorprendente, del adjetivo exacto y la imagen audaz; igualmente, la vigencia lírica en su tiempo, como ahora, del menosprecio de corte y alabanza de aldea, traducido en el vigor de lo local, del detalle; finalmente, que en el estanque de agua transparente, por más que invite a la contemplación, hay menos poesía que en la turbiedad. Al poeta de Zacatecas lo aquejó una melancolía que, de ser del occidente de la Península Ibérica, gallego o portugués, habría que llamar morriña o saudade. De la tierra, sí, pero, poeta también del tiempo en que habitó en ella, confundida con el barro que –católico, apostólico, romano– constituye también a la mujer amada.
Mucho más que el autor de “La suave Patria”, despojado de lo coyuntural, de lo altisonante a veces de este poema, enseguida rebajado con el agua de una fuente vieja, libre ya de la apropiación que de él han hecho unos y otros (“y una íntima tristeza reaccionaria” es un verso suyo que ha hecho correr tinta), López Velarde permanece no solo como una de las grandes voces poéticas de México, sino de todo el ámbito hispanoamericano. Aunque no ganara el Nobel, César Vallejo dinamitó el modernismo (que él había cultivado) con Trilce, publicado en 1922, año siguiente a la muerte de López Velarde. Este, sin posibilidad de evolucionar, queda como un monumento hermoso, lumínico y cerrado sobre sí mismo, como la gota de ámbar que fue.