
Xavier Rodríguez Fuera
Xavier Rodríguez Ruera: poesía de piedras, cristales y maderas puras
Con su cuarto libro, Las consecuencias, publicado por La Fea Burguesía, el poeta barcelonés alcanza la plena posesión de sus poderes líricos y entrega una obra de alta concentración semántica que es, al mismo tiempo, local y universal
Dice el lugar común que hay poetas de juventud y poetas de madurez. Los primeros, puro talento natural --ungidos por el hálito de algún dios menor-- serían los capaces de entregar sus obras desde una feroz ingenuidad, sin atender demasiado a la tradición o al trabajo previo. Su figura tutelar suele ser representada por Arthur Rimbaud, el niño tibio de ajenjo, que –asqueado y precoz-- abandonó la poesía antes de cumplir los veinte para convertirse en traficante de armas y --tal vez— de personas. El tópico agrega a la estampita genial también otros dones: la vida siempre arriesgada y en la herida, la obra escasa y el cadáver fotogénico. Pareciera que no existe otro género literario como la poesía donde la velocidad sea tan valorada, así lo atestiguan los premios y la atención pública a los jóvenes talentos. Tanto que, en ocasiones, toda carrera poética parece convertirse en un sprint para ver quién se arruina antes.
La segunda categoría está conformada por los que esperan a sentirse intelectualmente maduros para publicar sus poemas, los que no tienen –tanta-- prisa y beben de la tradición a manos llenas. Entienden los versos como el único destino posible, sí, pero solo después de adquirir una buena dosis de experiencia vital y lectora. Decantan el alambique de su destilación lírica en poemas bien construidos que obedecen a una decisión consciente. Descreen de la velocidad y saben que estar sometido a la fulgurante luz de los flashes desde la casi infancia puede acabar provocando una quemadura. Pensamos en Gil de Biedma o en Gabriel Ferrater.
El poeta Xavier Rodríguez Ruera (Barcelona, 1975) parecía pertenecer al club los primeros, pero resultó –para el bien de todos— ser del de los segundos. O, precisando, podría ser el resultado de la hibridación entre ambas categorías. Acaso como todos los grandes poetas: no en vano Rimbaud también sabía latín y ritmos clásicos y Gil de Biedma escribió excelsa poesía antes de los treinta.

'Las consecuencias' de Xavier Rodríguez Ruera
Cómo si no entender su aseveración: “Escribo un poema en diez minutos”. Solo sabiendo que para esos diez minutos hacen falta años y años de vocación, lectura y trabajo. La flecha del poema se lanza con los ojos cerrados, pero el entrenamiento necesario precisa tenerlos bien abiertos. Rodríguez Ruera entiende la labor poética como una forma de vida, como un trabajo cotidiano que linda tanto con la artesanía como con el llamado gran arte. Así, antes de amanecer dispone de sus utensilios encima de la mesa de madera y escribe de manera libre, dejándose llevar por el duermevela reciente, en una prosa intracraneal y psíquica. En esos diarios –todavía con restos de ensoñaciones y memoria—es donde, en ocasiones, nace el poema.
El poema, en su caso, significa dar con un texto que atienda a la vez a lo moral y a lo estético, con un pie en el clasicismo y otro en la más absoluta contemporaneidad. Atento a la dramaturgia –las luces, las sombras, el decorado--, al tono y al ritmo, pero también a la verdad íntima. Abiertos a la poesía clásica y a la contemporánea, sus versos –como casi todos los buenos— están preñados de otros. Voces intertextuales que acompañan y dan profundidad sin menoscabo para la voz inconfundible de Rodríguez Ruera. Como en aquellos cassettes que regrabábamos en los 90 y al escucharlos con atención, al fondo de la antigua grabación resonaban las canciones antiguas. En la textura de fantasmagoría fértil de su poesía aparecen centenares de referencias elegantes y pertinentes: Laforgue, Ausiàs March, Fonollosa, Gil de Biedma, Lucrecio, Wallace Stevens, Baudelaire…
Su primer libro, el casi secreto y muy recomendable Suburbio y lejanía (Oblicuas. 2012) es un canto joven y afrancesado que, en sus mejores páginas, ya presagia las maravillas que están por venir. Con la publicación de La vida enorme (Témenos Edicions, 2017) Rodríguez Ruera ejecuta un paso de gigante. En él se incluyen poemas con hechuras de futuros clásicos. No se nos va de la memoria su pieza inaugural, Poema, Niño, Árbol y su declaración de intenciones: poemas que logran crecer hasta alcanzar la estatura de un árbol, que soportan la tormenta y en cuyas ramas anidan los pájaros. Sorprenden también la parte final, donde la voz toma –de manera natural y prodigiosa— la voz fantasmal de otros poetas como Emily Dickinson o Heine.

'La vida enorme'
Después de unos años de trabajo de fondo –aquí profundiza su labor como crítico en diferentes revistas literarias, sus lecturas públicas se suceden en Barcelona y Granada, sus poemas son cada vez más leídos y comentados, emprende la traducción de otros poetas-- Ruera entrega El ocio nocturno de los pájaros (Témenos Edicions, 2022) donde –como bien explica el también excelente poeta Toni Quero en el prólogo— se narra, entre otras cosas, la pérdida y la recuperación de la voz poética. La pérdida es simbolizada por poemas casi rotos, fulgurantes, con significantes alucinados. La voz recuperada –más sabia-- supone una nueva expansión del yo lírico hacia la profundidad: "Un verso/debería ser como un espejo/y el lector,/con sus ojos nocturnos,/quien hallara/al fondo/el rumor encantado de sus propias/entrañas".
Nos llega ahora Las consecuencias (La Fea Burguesía, 2024), la prueba definitiva de que estamos ante un poeta importante, un paso más –firme, de una convicción casi heroica— que lo sitúa entre lo más sugestivo de la escena española contemporánea. La voz que enuncia ha madurado y se hace cargo de la soledad universal de la ciudad moderna –en este caso: Barcelona-- con mirada lúcida, doliente y bondadosa. El libro se convierte en una suerte de antología de sus virtudes anteriores, aparecen algunos de los elementos que sus fieles lectores conocen bien: los pájaros y sus vuelos nocturnos que pueden ser heraldos sin dejar su condición de gorrión, la lluvia que lame vidrios, las memorias ferales de un niño feliz, la montaña del Tibidabo como una aguja acupuntora en el spleen de la noche y las luces verdes de las piedras nocturnas y rojas de los semáforos.
Pero a esos elementos se les añade una nueva panoplia de recursos de nuevo cuño: algunas imágenes alucinadas parecen sacadas de un libro de santos y demonios ultraortodoxos, otras de un Novalis urbano, y aún otras de un Génesis amable y encantado. Hay poemas cortos que se clavan en la memoria –como esa ciudad nocturna convertida en murciélago que se nos esconde en el pecho con las alas plegadas cuando llega el amanecer-- y algunos, testimoniales, incluido uno sobre los atentados terroristas en Las Ramblas que dejan sin aliento. Hay dos poemas largos --'Retablo' y el innombrado que forma la parte segunda del libro-- que consiguen algunas de las más altas cotas de imaginación y profundidad poética que últimamente hallamos leído.

'El ocio nocturno de los pájaros'
Las consecuencias consigue aunar aspectos que parecen dispares o contradictorios. No contiene excesos románticos ni pide perdón por su hipersensibilidad y sin embargo no escabulle abordar la herida del corazón desde una honestidad apabullante. Sus versos no resultan pedantes ni grandilocuentes y, sin embargo, son herederos de la mejor tradición artística –pintura, música, literatura—occidental. Igual que es sabido que la buena prosa no se entiende sin el pellizco eléctrico de la poesía, la buena poesía –y esto no resulta tan popular—crece si su carne magra tiene infiltraciones de grasa ensayística o narrativa. Queremos decir que estos son poemas que no rehúyen la tradición poética pero abrazan –sin separarse un ápice del género-- la prosa y el ensayo.
No es baladí que el libro prescinda de dedicatorias al uso. Las consecuencias está dedicado: “Al niño y al muchacho que fui, que soy” y en esa oración se concentra el vértice central de su sentido. La poesía para Rodríguez Ruera no es un hobby, o un capricho, sino la estructura que da forma a la vida, la forma, por utilizar las palabras que el propio poeta que sirven como prólogo, “de hallar un lugar donde alzar refugio, mansión, cabaña o casa desde la libertad”. Lo explica bien en el fabuloso 'Los bosques de enero' donde un poeta adulto consuela y entiende al niño asustado que fue: “Hoy quiero decirte/que puedes descansar./Traigo piedras, cristales,/maderas puras que he recogido/para ti en los bosques de enero”. Rodríguez Ruera quiere escribir un refugio para siempre. Cabemos todos en él. Su obra tiene un afán por trascender que resulta irresistible.