Viviendas de Ciudad Meridiana (2012) / VICENS

Viviendas de Ciudad Meridiana (2012) / VICENS

Letra Clásica

Pastoral de Ciudad Meridiana

Albert Lladó reconstruye, a través de una novela de adolescencia, los sueños de la Barcelona periférica en ‘La travesía de las anguilas’

4 junio, 2020 00:00

Todos, incluso quienes creen lo contrario, somos hijos de algún barrio. En un tiempo en el que los nacionalismos de cualquier signo exacerban –para manipularlos en su propio provecho– los sentimientos de pertenencia a un lugar, a un tiempo o a un espacio sentimental, el hecho primordial de la identidad cultural, que antes que un atributo colectivo es un rasgo individual, continúa siendo el mismo: una colección de dígitos censales, una ubicación domiciliaria. Un punto exacto en un mapa. Unas coordenadas topográficas. Quizás, una calle con un bloque de pisos. También una casa situada delante de una avenida. El nombre de un distrito y sus rotundas connotaciones sociológicas, que unas veces nos conducen hacia la deslumbrante poesía del suburbio y, otras, nos muestran la dudosa grandeur de los tejados a dos aguas. Es mentira que la patria habite en las banderas. Antes es consecuencia de la azarosa lotería del callejero. 

La tradición de la literatura urbana, que en España comienza con La Celestina, donde por primera vez la vulgaridad se convierte en un rasgo literario sobresaliente, y se evidencian los vínculos secretos que siempre han existido –y siempre existirán– entre los palacios y los bajos fondos, entre las alfombras y el barro de los callejones, sobre todo en las grandes ciudades donde los extremos se tocan, se caracteriza por el realismo y, en su formulación contemporánea, por su querencia por la memoria. La historia, es cierto, la escriben los vencedores, pero éstos no serían tales si un ejército de vencidos no hubieran descubierto que para sobrevivir al tiempo deben contar su propia historia con su propio lenguaje. A su manera. Contarse es existir. Una manera de vencer a la muerte, cuya primera estación es el olvido.

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Zonas comunes entre los bloques residenciales de Ciudad Meridiana (Nou Barris) / VICENS

Probablemente no exista un poema (con música) que refleje mejor esta sensación de hogar seminal de los barrios que el tango que Aníbal Troilo, el gran bandoneista porteño, dedicó a su predio bajo la forma de un nocturno: “Mi barrio era así, así, así. / Es decir, ¿qué se yo si era así? / Pero yo me lo acuerdo así!,/ Con giacumin, el carbuña de la esquina, / Que tenía las hornallas llenas de hollín,/ Y que jugó siempre de jas izquierdo al lado mío, / Siempre, siempre, / Tal vez pa’estar más cerca de mi corazón!/ Alguien dijo una vez / Que yo me fui de mi barrio, /¿Cuándo? Pero ¿cuándo? / Si siempre estoy llegando! / Y si una vez me olvidé,/ Las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja / Titilando como si fueran manos amigas, / Me dijeron: “Gordo, gordo, quedáte aquí, / quedáte aquí”.

De esta estirpe, que reivindica la identidad que nace en las periferias de la historia, es La travesía de las anguilas (Galaxia Gutenberg), la primera novela de Albert Lladó (Barcelona, 1980), una suerte de pastoral sobre Ciudad Meridiana, el barrio con más desahucios de España. Un libro que cuenta en veinte miniaturas sobrias, precedidas de una obertura y una coda con idéntica melodía, el paisanaje asilvestrado y emocional de una Barcelona periférica y de aluvión, allá por comienzos de los años noventa, cuando el universo oficial celebraba las vísperas de unas Olimpiadas que en la horizontalidad extrema del suburbio eran poco menos que pura música de fondo. Lladó, hijo de La Meri –nombre coloquial del escenario del relato–, ha escrito una estupenda bildungsroman, una novela clásica de iniciación a la vida. Su versión del Lazarillo. Su variante de El tambor de hojalata. Una historia de adolescentes salvajes en un barrio marcado por la heroína, la escasez, la desesperanza y, sin embargo, pese a las tragedias que guían su calendario, contenidamente esperanzadora. 

'El juguete rabioso', la primera novela de Roberto Arlt

El juguete rabioso, la primera novela de Roberto Arlt

El relato bebe claramente de una de las obras maestras del género: El juguete rabioso, del periodista argentino Roberto Arlt. Al igual que la nouvelle del escritor porteño, que narra el descubrimiento del mundo de Silvio Astier, líder de una hermandad de diminutos malhechores en un Buenos Aires deslumbrante y cruel de principios del pasado siglo, descoyuntado por la emigración, La travesía de las anguilas es la fábula (verdadera) de unas criaturas que buscan sentido a la existencia desde la ingenuidad de la adolescencia, cuando cada uno comienza a fabricar su estampa.

Todos los elementos que en la novela de Arlt explican el ritual de iniciación de Astier también están –trasladados de tiempo y lugar– en la Ciudad Meridiana de Lladó. El zapatero andaluz, aquel inmigrante miserable y nostálgico que vendía al protagonista de El juguete rabioso los seriales de Rocambole, el héroe de folletín, es aquí el dealer del Revilux. La humilde papelería del suburbio donde la tropilla de niños sucios, réplica de la hermandad de malhechores del antihéroe arltiano, acude a conseguir los libros de la Colección de los Jóvenes Castores, donde los rebeldes sin causa –todavía no han identificado ninguna, aunque se sienten víctimas de todas– encuentran el guión maestro de sus primeras decisiones, entre ellas la construcción de una guarida en un cerro, donde las autoridades alzarán un cartel que reza: Bienvenidos a Barcelona. Una metáfora de que la Ciudad Suburbio no es (todavía) ni lo será (nunca) la ciudad oficial. Apenas un atrio para un ensueño interesado que no los incluye.

Sobre La travesia de las anguilas dilve

La pandilla de La Meri –personajes con su correspondiente alias, que los identifica para toda la eternidad– se encuentra con un guía: Gabriel, un vagabundo ácrata con un perro, (Bakunin) que, sin seducirles con falsas expectativas, de alguna forma les sirve de referente moral. Un padre en mitad de la ciénaga. De fondo, el neorrealismo de extrarradio y la eterna lucha de clases, aunque enunciada a través de gestas minúsculas, como lograr que el Chupa, el autobús público, circule por sus calles y los conecte, salvando la barrera de unas autopistas “con nombre de vitaminas”, con la ciudad a la que pertenecen por derecho propio, pero de la que se sienten orillados.

La novela de Lladó no es tanto un libro sobre la pobreza suburbial, habitualmente tremendista, sino una crónica sobre la infancia que sin embargo –y éste es su mayor mérito– elude a conciencia la nostalgia sin renunciar a la emoción, que logra mediante la identificación con lugares concretos –como el bar Sport, donde la cofradía de adolescentes descubre que opera una organización criminal– y la historia, siempre ambivalente, de un lugar como otros de la Gran Barcelona, construida –como cientos de barrios de la España del desarrollismo– sin servicios ni equipamientos, por los intereses fenicios de unos próceres –Juan Antonio Samaranch, en este caso– que reciben el aplauso social, entierro catedralicio incluido, aunque en el reverso de su trayectoria se oculten infinitas sombras.

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Un pequeño comercio de Ciudad Meridiana

La historia de La travesía de las anguilas –esas criaturas que nacen en el fango– describe ese pretérito de los años noventa y lo proyecta, mediante un encuentro ficcional que no llega a producirse –la hermandad de adolescentes se malogra– salvo en la memoria del narrador, hasta 2017, justo antes del referéndum ilegal en Cataluña. El espacio temporal contiene el mensaje íntimo del relato: ni las Olimpiadas ni el 1-O, fechas históricas, cambian la sordidez alegre, a lo Pasolini, de Ciudad Meridiana. La Historia en mayúsculas desmiente en la carne de los olvidados el idílico mundo de la propaganda. Ni la épica olímpica ni la ensoñación independentista alterarán el fondo yermo, con tragedias de rellano, desde el que los personajes de la novela intentan imaginar sus vidas. Las esteladas y las rojigualdas colgadas en los balcones no reemplazan al símbolo del desconsuelo: las sábanas blancas que anuncian que todas las viviendas están venta porque nadie, si puede impedirlo, quiere vivir en este barrio. 

 

Revilux1 19.23.21 cAlbert Lladó en Ciudad Meridiana. Al fondo, la antigua papelería Revilux / MERITXELL GUTIÉRREZ

Albert Lladó en Ciudad Meridiana. Al fondo, la antigua papelería Revilux / MERITXELL GUTIÉRREZ

A las criaturas de Lladó la vida –que juega en serio– les atropella. El destino las conduce hacia senderos divergentes, no tanto trágicos como amargos. Si el Astier de Arlt se redime a sí mismo mediante una traición –al no encontrar otro medio para reivindicar una identidad desdibujada– Jordi, el Catalán, antihéroe con foulard que busca lo sublime en los pecios de la filosofía de Wittgenstein, encontrará la salvación gracias a una gramática simbólica. La Rueda de la Fortuna sustituirá a los antiguos emigrantes andaluces y extremeños por africanos y sudamericanos. El tiempo se repite. El barrio cambia, pero su ocaso perdura. “Incluso entre los pobres, siempre hay alguien más pobre”, explica el narrador. El desenlace es tan eterno como irremediable. Gabriel, trasunto de Guillermo Ockham, morirá de Alzheimer. La aluminosis, igual que un cáncer, roerá eternamente el hogar, construido con los materiales de la degradación moral. Y las anguilas cambiarán de color para viajar al Mar de los Sargazos, donde unas perecerán y otras se transformarán en leontinas de plata. “Entrar en el barrio es fácil; no lo es salir”. La única vía de escape es metafísica. Se llama Estación Esperanza, ese patrimonio –tan escaso– del alma.