Letra Clásica
Shakespeare frente a la adversidad
Un viaje por la obra del escritor inglés, que muestra cómo la naturaleza humana, despojada de cualquier clase de amparo, en los momentos difíciles, descubre su verdad
31 marzo, 2020 00:00“Simply the thing I am / Shall make me live” (“Simplemente lo que soy / me hará vivir”), con estos versos en boca de Parolles, el fanfarrón de Bien está lo que bien acaba, una de sus dark comedies, Shakespeare parecer resumir el espíritu afirmativo que atraviesa toda su obra, desde las primeras e inocentes comedias pasando por los dramas históricos y las tragedias más oscuras hasta la extraña alegoría de los romances tardíos. Cuando pronuncia esos dos versos, que por cierto fascinaban a Borges, Parolles acaba de ser desenmascarado y despojado de sus galones de capitán, perdiéndolo todo:
“Captain I’ll be no more / but I will eat and drink / and sleep as soft / As captain shall: / simply the thing I am / shall make me live” (“Ya no seré capitán / pero comeré y beberé / y dormiré tan bien / como le corresponde a un capitán: / simplemente lo que soy / me hará vivir”).
Educado en la prosodia de la Biblia de Ginebra, aquí Shakespeare, como observó Borges, quizás se está haciendo eco del “I am that I am” (“soy el que soy”), la respuesta que el Señor le da a Moisés a la pregunta de cuál es su nombre. El ser siendo teológico se convierte en manos de Shakespeare en la expresión de una naturaleza humana despojada de cualquier amparo que, en los momentos más difíciles, descubre su verdad. Se trata de una experiencia común a todos sus personajes, que al principio viven en un orden arcaico y religioso, aún regido por la autoridad y la superstición, para al final, después de sufrir una serie de trances, surgir a un mundo nuevo y sin dioses en el que el hombre se redescubre a sí mismo.
El propio Shakespeare vivió una época de transición e incertidumbre, cuando Inglaterra aún estaba saliendo de la bruma medieval, con los restos del viejo catolicismo aún frescos en los murales mal borrados de muchas iglesias, recién instaurado el protestantismo que hizo posible la divulgación de la Biblia inglesa de William Tyndale y cuya restitución, por parte de Isabel I, tanta sangre había derramado. El gobierno de la reina virgen vivía en un perpetuo estado de guerra contra la España de Felipe II y su imperio católico. La falta de un heredero legítimo –Isabel no se había casado ni había tenido hijos, de ahí su apelativo, porque de virgen no tenía nada– hacía que la población viviera en un constante ambiente de ansiedad –sobre todo en la última década del siglo XVI, cuando la soberana envejecía–, temiendo el inminente estallido de una guerra de sucesión, cosa que finalmente no ocurrió, gracias a la astucia política de Jacobo I, el rey escocés que sucedió a Isabel, iniciando la unión de las dos coronas.
Londres, por otra parte, era en tiempos de Shakespeare una ciudad fascinante y espantosa. Ocupaba lo que hoy es el distrito financiero de la City y en las calles a menudo se veían cabezas cortadas y empaladas por orden judicial, devoradas por cuervos. El país sufría recurrentes brotes de peste bubónica –una enfermedad con síntomas de gripe que inflamaba ojos y genitales y que a veces provocaba neumonía–, como el que diezmó a la población en 1564, el año en que nació Shakespeare, dejándola apenas en cinco millones. Como actor que fue, Shakespeare se pasó la vida en las afueras de la ciudad, en los descampados donde estaban los teatros de la época, como el Red Lion, el Theatre de James Burbage o el Fortune de Philip Henslowe, también en los locales de la orilla izquierda del Támesis, como el Rose, el Swan y sobre todo, el Globe, that wooden O, esa O de madera, como lo describen varias veces sus personajes, aludiendo a su arquitectura redonda y de cielo abierto.
Los brotes de peste provocaban a menudo la clausura de los teatros, como ocurrió durante la plaga de 1592, que duró más de dos años y que fue especialmente virulenta. Shakespeare y sus colegas aprovechaban la pausa del confinamiento –la propia reina tuvo que refugiarse con su corte en el castillo de Windsor– para dedicarse a la lírica, que entonces era el género en el que se cifraba el prestigio literario. El teatro era un oficio de maleantes, un espectáculo muy popular que se combinaba con otras atracciones menos edificantes, como el suplicio del oso o del toro, que consistía en poner al animal en medio del escenario, atado con cadenas, para arrojarle perros rabiosos y divertirse viendo cómo se defendía. Era un entretenimiento al que eran muy aficionados los embajadores, por ejemplo, ninguno de los cuales hablaba inglés, entonces una lengua demótica y con poca tradición.
Durante el confinamiento de 1592, Shakespeare escribió los dos únicos libros que publicó por iniciativa propia y que le dieron en vida cierta celebridad, ya que sus obras teatrales pertenecían a las compañías y él nunca se preocupó por recopilarlas ni publicarlas, otro de los enigmas de su biografía. El primero, Venus y Adonis (1593), tuvo un éxito formidable, aunque ahí Shakespeare escribía aún bajo el influjo de Hero y Leandro, el maravilloso poema de amor de Christopher Marlowe, su colega y maestro, asesinado aquel mismo año en la reyerta de Deptford. El segundo, La violación de Lucrecia (1594), fue ya un poema más maduro y genuino, también más duro y sórdido y tal vez por ello no tan exitoso. Y aunque se publicaron en 1609 y quizá sin su autorización, Shakespeare escribió la mayoría de sus sonetos en aquella época de peste y clausura, seguramente como ejercicio, como quien hace escalas musicales para practicar un instrumento.
Todo el pensamiento de Shakespeare llega sin mediación, encarnado, por lo que resulta imposible sacar una conclusión rotunda sobre su juicio del mundo y la humanidad. Buen lector de las Metamorfosis de Ovidio, en la traducción de Arthur Golding que resuena en muchos de sus versos –en especial el libro XV, donde se encuentra la disertación pitagórica sobre las transformaciones que tanto gustaba a Canetti–, Shakespeare siempre opera con una visión doble y simultánea de felicidad y horror, de esperanza y condena. Su obra demuestra más que ninguna otra que la poesía salva el movimiento de la vida.
Irreductibles y genuinas, las voces de sus personajes contienen los gestos, el calor y la caducidad de sus cuerpos. En su baile de palabras se oye una música que sigue el ritmo de la existencia, con sus despertares, apogeos, decadencias y extinciones. Por eso su lectura, incluso en las tragedias, siempre contagia una inmediata alegría de vivir. En Antonio y Cleopatra, por ejemplo, su obra más sexual, Cleopatra le dedica a su amante muerto unas palabras que uno quisiera como epitafio y que resumen la intensidad de lo que ha sido su amour fou:
“his delights were dolphine like / they showed their back / above the element they lived in” (“sus goces eran como delfines / mostraban el lomo / por encima del elemento en el que vivían”).
Se siente ahí la combustión de la naturaleza y casi se ve “la bestia de dos espaldas”, según la imagen enferma utilizada por Otelo.
La obra entera de Shakespeare puede explicarse a través de una idea de la duplicidad que se le fue complicando desde las primeras y tentativas comedias, casi versiones libres de Plauto y caracterizadas por el juego de la identidad suplantada, hasta la radicalidad de las tragedias, que parecen tener una coda luminosa en los romances tardíos. Shakespeare tenía un genio natural para la comedia, pero, a diferencia de lo que le ocurrió a Marlowe, el género trágico se le resistió al principio y no llegó a dominarlo hasta finales del siglo XVI, a través del experimento de dramas históricos como Julio César o Enrique IV, que ya anticipan muchas cosas de Hamlet. En esa época, además, Shakespeare perdió a uno de sus hijos, uno de los gemelos que tuvo con Anne Hathaway. Se llamaba Hamnet y murió con once años, en 1596, probablemente a causa de la peste.
Cumplidos los cuarenta, Shakespeare se dispuso a enfrentarse a la seriedad de la vida y, a partir de 1601, escribió, en apenas cinco años, la impresionante serie trágica que culmina en El rey Lear. Más aún que en sus comedias, es en sus tragedias donde mejor se aprecia su capacidad de resistencia y afirmación, aprovechando la derrota, el desgarro y la pérdida para apuntar a una reformulación de la naturaleza humana. En Timón de Atenas, una obra extrañísima, escrita en colaboración con Thomas Middleton y que prefigura King Lear, Shakespeare cuenta la historia de un rico ateniense pródigo y manirroto que, al arruinarse, descubre la falsedad de todos sus amigos, huyendo a una cueva de la costa, donde desarrolla una misantropía feroz. Durante su proceso de despojamiento y renuncia, sin embargo, Timón encuentra al mismo tiempo una especie de plenitud, sintetizada en el epitafio que al final pronuncia para sí mismo:
“My long sickness / of health and living now begins to mend, / and nothing brings me all things” (“Mi larga enfermedad / de salud y vida empieza ya a mejorar / y la nada me lo da todo”).
La historia de Timón de Atenas fue un ensayo preparatorio para el descenso del rey Lear, que al principio de la obra es un dios que poco a poco, en virtud de su renuncia al poder, se va convirtiendo en un mendigo, enfrentado a Cordelia y desterrado en el páramo con unos cuantos fieles, después de haber sido repudiado por sus hijas mayores. Cuando el anciano, en la última escena, sale con el cadáver de su hija en brazos, aullando como un animal herido, ya sabemos que en el acto anterior padre e hija se han reconciliado, en un reencuentro que nos da la dimensión de todo lo que el viejo está perdiendo al gritar. Lear ha estado durmiendo y se despierta con Cordelia al lado, entonces ella se arrodilla y el padre trata de hacer lo mismo, pero la hija se lo impide. Y Lear habla:
“Os ruego no os burléis de mí / Soy un viejo muy tonto y chocho, / ochenta y pico / ni una hora más ni menos; / y para hablar en plata / temo no estar en mis cabales. / Creo que debería conoceros / y conocer a este hombre / pero no estoy seguro, pues no sé muy bien / qué sitio es este y toda mi cabeza / no recuerda estas ropas ni sé / dónde me alojé anoche. No os riáis, / pero, tal como soy un hombre, / creo esta dama sea mi niña Cordelia”.
Y Cordelia, llorando, contesta:
“Y lo soy, lo soy” (“And so I am, I am”). Al ver su llanto, el padre sigue hablando: “¿Son tus lágrimas húmedas. / Sí, por dios. Ruego no lloréis. / Si tenéis veneno para mí, me lo bebo. / Sé que no me queréis, pues vuestras hermanas, / según recuerdo, me han hecho daño. / Buena causa teníais, ellas no”. Y Cordelia dice: “No hay causa, no hay causa”. (“No cause, no cause”).
La primera como la segunda repetición (“And so I am, I am” y “No cause, no cause”), que tanto conmovían a Juan Benet, suponen a la vez la impugnación de las sentencias del destino y el descubrimiento de una nueva forma de amor. Repetidas en la memoria, suenan como unas notas de Schubert y preludian la despedida, triunfante y luminosa, entre Próspero y Miranda en La tempestad, cuando el padre, después de haber escuchado a la niña admirar fascinada a la humanidad con las palabras “Oh brave new world / that has such people in it” (“Oh maravilloso mundo nuevo, que alberga personas así”), contesta, casi para sus adentros: “’Tis new to thee”, (“Es nuevo para ti”), entrelazando su propia muerte con el amanecer de la hija. Parolles, Timón de Atenas, Lear o Próspero descubren algo que persiste más allá de sí mismos y en lo que se cifra, a despecho de las circunstancias, la maravilla de la existencia.