Joan-Carles Mèlich: “En internet no existen ni rostros ni caras. Solo hay faz”
El pensador catalán, que acaba de ganar el Premio Nacional de Ensayo, reflexiona sobre sobre la fragilidad del mundo y las enseñanzas y lecciones filosóficas que nos ha dejado la pandemia
5 julio, 2021 00:10En su nuevo y espléndido ensayo, La fragilidad del mundo (Tusquets), Joan-Carles Mèlich, doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona, donde ejerce la docencia como profesor titular, retoma reflexiones y propuestas filosóficas de libros como La sabiduría de lo incierto o Ética de la compasión, donde ya planteaba la necesidad asumir la ambivalencia del mundo, la fragilidad del individuo y su inevitable término sin confiarnos a la existencia de un sentido, un absoluto o un infinito.
–“A diferencia de lo que ha pensado la metafísica durante siglos, descubro que no poseo una esencia. Mi naturaleza es artificiosidad”. Veo que sigue su cruzada en contra el pensamiento metafísico y, en especial, contra el concepto de absoluto.
–En efecto. Para mí la metafísica tiene un componente moral, político y pedagógico que la convierte en un modo de pensar y de vivir peligroso. Si alguien dice que ha contemplado el rostro de Dios y que sabe a ciencia cierta qué es el Bien, la Verdad o la Justicia ya está en disposición de imponerlo a los demás unilateralmente. Mi punto de partida es considerar que todos los seres humanos somos seres en y del mundo. Esto significa que no podemos eludir la finitud, los trayectos, las historias, las situaciones, las relaciones, las transformaciones. Lo importante, desde esta perspectiva, no es el verbo sino el adverbio. Ser finito es ser dependientes, herederos, de ahí que no tengamos acceso a ningún absoluto, sea del tipo que sea.
–¿La pandemia nos ha hecho más conscientes de nuestra propia finitud?
–Ciertamente, la pandemia nos ha hecho más conscientes de esta cuestión y de la necesidad que tenemos de establecer relaciones de cordialidad con el resto del mundo. Aunque mi filosofía no trata de la actualidad, sino del presente, diría que lo que hemos descubierto es la importancia de algunos gestos éticos. La ética no habla el lenguaje del mito ni del logos, sino del eros. Y este lenguaje es gestual: el abrazo, la caricia, la escucha, el beso, el ritual, el silencio, etcétera.
–¿El pensamiento metafísico tiene, como diría Marx, algo de opiáceo?
–Cualquier forma de metafísica provoca una sensación de tranquilidad porque elimina las disonancias con el mundo, las sombras, los claroscuros, las ambigüedades, las ambivalencias. Por eso la metafísica, como pensó Nietzsche, es un atentado contra la vida. Es la negación del tiempo. En mi libro cito una conversación que aparece en La montaña mágica de Thomas Mann. Durante la primera cena en el sanatorio de Davos, Hans Castorp le pregunta a su primo Joachim si el tiempo pasa allí lento o rápido. La respuesta de Joachim es que en aquel lugar no hay tiempo porque no hay vida. Para mí esta es una ideas fundamental que no tendíamos que olvidar nunca.
–“Para existir hay que exponerse al mundo, a su misterio y a sus peligros”, escribe. ¿Por qué la incertidumbre nos da tanto miedo?
–Porque no hemos sido educados para vivir en ella. En mi libro establezco una distinción entre vulnerabilidad, precariedad y fragilidad. La primera forma parte de la condición humana. Ser humano es ser herido por los acontecimientos que no podemos controlar y a los que no sabemos cómo hacerles frente, como le sucede a Gregor Samsa en La metamorfosis de Kafka.
–Los conceptos “fragilidad” e “incerteza” tienen una connotación negativa desde algunas posiciones ideológicas, pero usted los reivindica en sus ensayos.
–Los reivindico desde una perspectiva ética. Lo que hace que una acción sea ética no es que se realice por deber ni que sea buena. Es algo distinto: la incertidumbre. Las relaciones con el mundo (con los otros, sean humanos, animales u objetos) son frágiles y es necesario cuidarlas. ¿En qué consiste cuidar? En mantener viva la incertidumbre, asumir las transformaciones y las disonancias.
–¿Repensar el progreso desde una posición crítica implica repensar el tiempo?
–Significa situarlo en la existencia humana. Uno de los aspectos que los actuales sistemas sociales usan para colonizar el mundo es el mito del progreso. La razón desvalida es una razón corpórea: nace, sufre, ama, goza, enferma y muere. Sabemos que el progreso técnico no equivale a un progreso moral, político, ético o pedagógico. La razón de los seres que se saben mortales sabe que la ambigüedad humana es ineludible y que no hay existencia sin memoria, una de las facultades antropológicas fundamentales. ¿Por qué? Porque, para bien o para mal, en todo presente permanece el pasado.
–¿Antes que aprender a mirar el mundo debemos repensar el tiempo?
–Debemos asumir el transcurrir del tiempo, como las olas del mar de la novela de Virginia Woolf. Si aceptamos esto, la relación con el mundo se vuelve disonante. A veces creemos que es algo negativo, pero se trata de lo contrario: la disonancia es lo que da sentido a mis relaciones con el mundo. La metafísica nos dice que debemos ignorar el tiempo. La consecuencia es la pobreza (y tal vez la muerte) del mundo. Sin tiempo, el mundo se vuelve un desierto de sentido.
–¿Qué es la razón desvalida?
–Es un concepto que tomo de la obra de María Zambrano. No se trata de una razón autónoma ni omnipotente. Es desvalida porque reconoce la necesidad de las herencias, de los lazos, de las dependencias; es una razón que se compadece y que necesita de los otros para sobrevivir. En estos momentos, con la epidemia, se ha puesto de moda hablar de la ética de los cuidados, que es algo que han reivindicado Kant, las teorías neokantianas de la justicia (Habermas y Rawls) y la ética del desarrollo moral de Kohlberg. El cuidado y la compasión son prácticas llenas de sentido. Lo celebro. Pero la ética de la compasión tiene que hacerse extensiva a la razón. Si tenemos una sentido compasivo de la razón pensaremos de otra forma nuestra relación con el mundo.
–Usted marca distancias con Heidegger.
–De la filosofía de Heidegger me interesa la relación con los objetos del mundo y sus reflexiones acerca del habitar, muy fecundas para pensar el tiempo precario en el que vivimos. Habitar el mundo significa cuidarlo y, al mismo tiempo, ser consciente de que nunca sabremos cómo hacerlo. La pedagogía de las competencias, que es el resultado de la colonización tecnológica del mundo, y en la que somos educados, cae entonces por su propio peso. En nuestro mundo se impuesto la utilidad y la prisa y se están eliminando la memoria, la lectura, la escritura y el estudio. Hoy nadie estudia, solamente se investiga...
–¿Este último año nos ha hecho más conscientes de la muerte o los fallecidos por la pandemia se han convertido en mera estadística, en lugar de en personas?
–Probablemente. ambas cosas. Está claro que la epidemia ha puesto de manifiesto la importancia de la compasión. Por otro lado, es verdad que una de las formas que tenemos de conjurar la presencia de la muerte es convertirla en un dato.
–Usted hace hincapié en la importancia de la “ceremonia del adiós”. Durante meses mucha gente no ha podido ni asistir a los entierros de sus familiares.
–Los seres humanos no sabemos habitar el mundo sin rituales, incluidas las despedidas. Son situaciones terribles que, cuando suceden, convierten la existencia en vacío. El mundo tecnológico exige la permanente exposición en las redes sociales para vivir con plenitud. Si no estás en ellas parece que tu vida deja de ser interesante. En internet no existen ni rostros ni caras. Solo hay faz. Los rituales clásicos están sufriendo un proceso de degeneración. No desaparecerán del todo, porque eso supondría el fin de la existencia humana, pero sí pueden transformarse en costumbres y ser parte de un sistema simbólico basado en la lógica del intercambio y la mercancía. Un ritual siempre tiene una dimensión existencial (o vital). Es un vínculo con el mundo. Marcan el tiempo, nos sitúan en un espacio, generan relaciones con los demás. La colonización tecnológica empobrece esta ritualidad, y, como consecuencia, el mundo se rompe.
–¿Los rituales tienen que ver sólo con lo simbólico o son una herencia cultural?
–Ambas cosas. Un símbolo es ambiguo, porque es capaz de consuelo y de cordialidad, pero también de violencia y crueldad. Al nacer recibimos una herencia que consiste, entre otras cosas, en una biblioteca: un conjunto de relatos que dan respuestas a los interrogantes de la existencia. En ocasiones esta herencia puede estar envenenada ye reabrir viejas heridas. Nunca se sabe.
–¿La tecnología impide que habitemos el mundo real?
–La tecnología es un cuarto sistema simbólico (junto al teológico, político y económico) y probablemente sea el más peligroso de todos. Los sistemas simbólicos dan una perspectiva de mundo que anula la ambigüedad. Sus lógicas (binarias) nos tranquilizan porque ofrecen respuestas claras. Una de las muestras más evidentes de la presente colonización tecnológica podemos observarla en la educación, que desprecia la memoria.
–Usted es docente. Hay quien cree que el futuro de la educación está en las pantallas.
–La presencialidad no es negociable. Lo que ocurre es que se parte de una idea errónea: se considera que una clase presencial es aquella en la que los estudiantes y los profesores comparten un espacio. La presencialidad no tiene nada que ver con esto. Es una atmósfera. A diferencia del clima, una atmósfera no se puede crear a voluntad ni se puede programar. Es algo imprevisible. Y en las clases on line no existe.