David Bowie
Tras una juventud tan brillante como disparatada y peligrosa, la muerte lo pilló cuando había alcanzado la fortuna, la serenidad y la estabilidad sentimental
5 julio, 2021 00:00El día que murió David Bowie a los 69 años (10 de enero de 2016), yo estaba en Palma de Mallorca cubriendo la primera sesión del juicio al marido de la infanta Cristina, Iñaki Urdangarín, para un semanario muy popular durante la Transición que ya no existe. No es que el juicio en cuestión me interesara gran cosa, pero la muerte de Bowie lo propulsó muy hacia abajo en mi lista de prioridades. No es de extrañar si tenemos en cuenta que no conozco de nada a la infanta ni al advenedizo de su marido, mientras que Bowie había sido una presencia constante en mi vida desde que escuché por la radio en 1972 su canción Starman y me enganché a él para siempre. Mientras asistía a la tediosa sesión inicial del proceso, solo pensaba en volver a Barcelona para escuchar de manera obsesiva el último disco de Bowie, Blackstar, brillante compendio de toda su carrera, testamento tenebroso donde los haya y una clara muestra de que nuestro hombre valoraba mucho el cumplimiento del deber. No todo el mundo es capaz de fabricar su último disco (en el sentido literal del término) cuando sabe que se está muriendo (Blackstar salió a la venta dos días antes del fallecimiento del artista a causa de un cáncer).
Recuerdo que me tiré varias semanas revisando toda la discografía del difunto, aunque solo me sirvió para reafirmar conceptos que ya tenía muy claros: que los años 70 habían sido suyos, de Space oddity a Scary monsters, pasando por Station to station, Low y Heroes; que siempre había ido varios pasos por delante de sus oyentes (recordé mi estupor al escuchar en 1975 Young americans, ese álbum que, según su autor, pertenecía a un género inventado por él y llamado plastic funk, ya que como blanco e inglés no se veía capaz de ser más fiel al sonido original ni falta que le hacía); que el disco que le hizo famoso y rico en Estados Unidos, Let´s dance era en general mediocre, pero contenía una obra maestra como Modern love; que Outside, fabricado a medias con Brian Eno, como la trilogía berlinesa, era una joya incomprendida que solo entendió David Lynch cuando colocó en los créditos de Carretera perdida ese himno a la locura que es I´m deranged (Bowie estuvo loco una época por culpa de la cocaína, cuando su ayudante le colocaba un espejo delante de la boca cada mañana para comprobar que seguía respirando y a él le dio por querer convertirse en el dictador de Gran Bretaña); que el siglo XXI le pilló bajo de forma y que solo la recuperó con su último disco, el esfuerzo postrero de un moribundo por irse de este mundo por la puerta grande.
David Bowie me alegró la adolescencia y, con mayor o menor intensidad, me hizo compañía durante toda su vida. Si alguien se ha tomado la música pop como una faceta más del arte contemporáneo, ése ha sido el señor David Robert Jones, que cambió su vulgar apellido por el del diseñador de un célebre cuchillo. Tras una juventud tan brillante como disparatada y peligrosa, la muerte lo pilló cuando había alcanzado la fortuna, la serenidad y la estabilidad sentimental (junto a la ex modelo Imán, nada que ver con la desfachatada Angie Barnett, con la que estuvo casado durante toda su década prodigiosa). De acuerdo, le dijo Bowie a la parca, me voy, pero a mi manera y con una despedida triunfal en forma de disco. El pop está trufado de músicos, pero escasean los artistas con ansias de totalidad: Bowie es el primero que me viene siempre a la mente cuando pienso en éstos.