Mendigos en la puerta (s.XVII), una obra del Maestro de Béguins

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Filosofía

La pócima de la igualdad

Las sociedades nórdicas y japonesas cuentan con recetas culturales para combatir la desigualdad que pueden ayudarnos tras la pandemia del coronavirus

9 agosto, 2020 00:10

Un problema de salud pública. Es lo que tiene ahora el planeta con una pandemia que afecta, en mayor o menor grado, a la mayoría de Estados. Pero es también la mejor aproximación para resolver cuestiones que atañen a la desigualdad económica y social. Porque, ¿es la salud pública una cuestión política? De forma contundente, hay autores que no dudan en realizar esa identificación. Desde la construcción del alcantarillado y las leyes de aire limpio a batallas sobre las emisiones contaminantes de los tubos de escape. Todo ello se debe identificar como una apuesta por la política. Y es lo que proponen Richard Wilkinson y Kate Pickett en su obra Igualdad, cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo (Capitán Swing), que continúan sus trabajos ya apuntados en una obra anterior, Desigualdad, publicada en 2009.

Se trata de un desafío. El patólogo alemán del siglo XIX, Rudolf Virchow, lo plasmó sin titubeos: “La medicina es una ciencia social, y la política no es otra cosa que medicina a gran escala”. Wilkinson y Pickett, que recuerdan al científico alemán, asumen ese mismo principio y van a por ello con abundante material empírico. Sin embargo, no parece que esta haya sido la elección de gran parte de los dirigentes mundiales. Menos todavía en el ámbito anglosajón. La política como medicina a gran escala, para intentar paliar en lo posible los desajustes sociales e individuales, no se ha practicado o únicamente se ha abordado en un puñado de países que sí han creído en ello, como las sociedades nórdicas europeas o Japón, con una cultura particular en la que no han dejado de creer tras la Segunda Guerra Mundial

Norbert Bilbeny

El filósofo Norbert Bilbeny

¿Pero, qué es lo que está en juego? En un libro sobre su experiencia en Estados Unidos, el filósofo Norbert Bilbeny, (El somni americà, un dietari a Berkeley, 2001), se asombraba por su propia comprensión del fenómeno. Los estadounidenses habían interiorizado que si alguien acababa en una esquina pidiendo dinero, tras dormir en ese mismo emplazamiento, era porque lo había elegido, porque era su forma de vivir, con toda la plenitud de su conocimiento. Si formas parte de un escalafón social determinado, es debido a tus méritos y a tus deméritos. La política poco puede hacer en esos casos. Cada uno debe asumir sus responsabilidades. 

Estados Unidos, modelo para todo

Estas elecciones, si así fueran, deberían preocuparnos a todos. Porque lo que Wilkinson y Pickett abordan es que las desigualdades no afectan únicamente a quienes directamente las sufren, sino al conjunto de una sociedad. Provocan más enfermedades mentales, mayor ansiedad en todo el cuerpo social, con peligros latentes, con una mayor inseguridad, y afectan a los propios hijos de las clases sociales más favorecidas. 

Estados Unidos es el modelo para las grandes democracias occidentales. Es el referente, el patrón de la cultura de masas. Nadie lo pone en duda, aunque las actuaciones del presidente Donald Trump en los últimos cuatro años han hecho tambalear muchos principios que se consideraban intocables. ¿Qué ocurre, en todo caso, desde el punto de vista fáctico? Es el país con mayor diferencia ente rentas altas y bajas. Con mayor índice de homicidios; el mayor porcentaje de población reclusa; presenta los mayores índices de enfermedad mental y también lidera las estadísticas de embarazos adolescentes. La esperanza de vida se encuentra entre las más bajas del mundo; el nivel de bienestar infantil es inferior y el rendimiento escolar en lengua y matemáticas es bajo. ¿Es una casualidad o una causalidad?

American Flag

Bandera de Estados Unidos

En los trabajos de los dos autores de Igualdad se muestra que otros estados, como Reino Unido y Portugal, seguían a Estados Unidos en esa lista. En el lado opuesto, países más igualitarios, como Japón y los países escandinavos, tenían mejores resultados en todos esos ámbitos. España se situaba en una situación intermedia, cercana a Países Bajos, y mejor que Francia, Irlanda, Grecia e Italia

Una de las consecuencias de la desigualdad es la consideración que cada uno tiene de sí mismo, con repercusiones sociales de envergadura, porque se libra una competencia por el estatus. ¿Nos examinan en cada momento por lo que hacemos, por cómo vestimos o qué bebemos? Es la interiorización de que se está bajo vigilancia lo que lleva a muchos ciudadanos a refugiarse en el alcohol, a tener enfermedades mentales por un problema de inseguridad, a ser retraídos socialmente por el miedo a manifestar esa misma timidez patológica. 

¿Qué grado de igualdad?

Es la desigualdad social, con lo que conlleva al compararse continuamente, lo que genera fenómenos como el consumismo impulsivo o provoca enfermedades mentales. ¿Una exageración? Los datos que reúne la OMS con el objetivo de sentar las bases para una comparación a escala internacional apuntan, como explican Wilkinson y Pickett, que los países más ricos presentan unos índices de enfermedad mental más altos que los países más pobres. La prevalencia de algún trastorno mental a lo largo de la vida era del 55% en Estados Unidos --datos recogidos en la primera década de este siglo--, del 49% en Nueva Zelanda, el 33% en Alemania; el 43% en los Países Bajos, y sólo del 20% en Nigeria y el 18% en China. 

El problema, se podría decir, es interno. Porque los males se sitúan a partir de cómo nos vemos en esa escala social y cómo nos ven en ella. Por eso, la situación se podría agravar si algunos países salen de la pandemia del Covid con mayores diferencias sociales, con dos partes de la sociedad diferenciadas. No por casualidad, Wilkinson y Pickett son epidemiólogos y trabajan en estrecho contacto con las políticas sociales de salud. La idea es que hay una pócima para mantenernos cuerdos y esa es la apuesta por una mayor igualdad. ¿Hasta qué punto? Esa es una incógnita que no resuelven los dos autores y que, de hecho, es la gran asignatura pendiente de las diferentes corrientes ideológicas. 

Mendigo

Un mendigo en una ciudad de Estados Unidos

El liberalismo ha entendido siempre que no es nocivo que exista una dosis de desigualdad, para incentivar la propia lucha individual por mejorar en la escala social. ¿Quién ha encontrado el equilibrio? Por cuestiones también culturales, por la forma de entender el mundo, han sido los nórdicos los que han elegido que es mejor ofrecer una buena parte de la renta individual al colectivo porque ese individuo puede, en cualquier momento, formar parte de los que necesitan una mayor ayuda en el futuro. Esa cuestión es crucial. En la medida en la que el individuo cree que no tendrá esa ayuda, o que será condenado a permanecer en el cajón que le ha tocado, la ansiedad aumenta, con desequilibrios mentales que son cada vez más numerosos. Wilkinson y Pickett lo señalan con claridad: 

“En lugar de preocuparnos principalmente por encontrar un equilibrio físico y mental, la balanza se ha inclinado. Ahora que hemos alcanzado mayoritariamente un nivel de vida impensable hace un par de siglos, nos preocupa mucho más conservar ese nivel en relación con los demás: qué puesto ocupamos con respecto a las normas de nuestra sociedad y qué lugar dentro de ella. Nuestra preocupación por el nivel de vida está íntimamente relacionada con la ansiedad por la valía personal y las comparaciones sociales a las que antes nos referíamos. Numerosas investigaciones acreditan que el bienestar y la satisfacción con nuestros ingresos dependen esencialmente de su comparación con los ingresos de los demás, y no de si nos proporcionan lo que necesitamos”.

Un fracaso personal

¿Esto no ha sido siempre así? ¿No se han hecho comparaciones? En el libro no se rechaza esa idea, pero se añade que el cambio es que ahora “son más importantes que antes en la percepción que tenemos de nosotros mismos”. El escollo insalvable, sin embargo, es la mirada que apuntó Bilbeny, cuando vivió en Estados Unidos y anotaba cada una de las cuestiones que le sorprendía. El sueño americano, venía a decir, no era tal, porque la realidad era muy distinta y rompía el gran mito de la sociedad basada en la meritocracia. Porque esa es la mentira, la ilusión que el liberalismo político no acaba de asumir: ¿De verdad se han alcanzado las sociedades meritocráticas? 

Igualdad, Wilkinson y Pickett

Hay grados de meritocracia. Lo que señalan Wilkinson y Pickett es que hay una actitud severa con quien está en la escala social más baja. Es culpa de ellos, es el mensaje implícito. Por ello, sostienen que “la idea de que las modernas democracias de mercado se basan en la meritocracia y de que la posición de clase es un indicador de capacidad implica que estas sociedades son en cierto modo justas, ya que las diferencias de estatus estarían justificadas. El resultado es que un estatus social inferior se percibe todavía más como una señal de inferioridad personal y fracaso. Esto a su vez refuerza la tendencia generalizada a valorar la capacidad y la inteligencia de la gente sobre la base de su posición social, y hace que ocupar un estatus social bajo resulte aún más degradante. Estas tendencias no se limitan a cómo juzgamos a los demás. También aumentan o disminuyen la confianza de la gente en su propia inteligencia y capacidad”. 

¿Hay soluciones? De nuevo, como en otros ámbitos, existe una raíz cultural, una idea, una cosmovisión, sobre cómo queremos manejarnos en el mundo. La igualdad es un vector poderoso y con fuerza que aflora en aquellas sociedades que creen que es lo mejor para los individuos y para el colectivo. Los países nórdicos se acercarían a ese ideal. Pero lo que se analiza en estos momentos de pandemia es cómo nos salvamos de la ansiedad, de las enfermedades mentales, de los equilibrios emocionales. Y la evidencia empírica, –se apueste o no por ello– es que las sociedades más igualitarias nos llevan a la cordura, siempre que nos interese, claro, ese estado mental, y pensemos que la política es una medicina a gran escala.