El cantante Dean Martin y el cómico Jerry Lewis, durante su etapa de juventud / CG

El cantante Dean Martin y el cómico Jerry Lewis, durante su etapa de juventud / CG

Letras

Dean Martin y Jerry Lewis: una historia de amor

El romance entre el cantante y el cómico en Hollywood, hasta que decidieron separarse

9 agosto, 2020 00:00

Han colgado (publicado en la red) el libro Dean and Me: a Love Story, de Jerry Lewis (1926-2017), testimonio apasionante de su relación con Dean Martin (1917-1995) que aquel publicó diez años después de la muerte de éste y que puede leerse saltándose párrafos y páginas: es uno de esos libros nada literarios, pero tan llenos de hechos, de triunfos y altibajos, que para los lectores que llevamos una vida más bien pasiva resultan tan irresistibles como un carrusel para los niños.

Nunca ha estado del todo claro si era Dean Martin o más bien Steve McQueen el rey del cool. El cool: una apariencia naturalmente elegante y distendida como si siempre estuvieses recién salido de la sauna, revitalizado, refrescado con abundante agua de colonia y perfumado con la loción Woodhue de Fabergé; una actitud relajada, risueña en cualquier circunstancia, una deportividad indiferente a los reveses como si nada de lo que pasa sea grave o te importe demasiado.

La mayoría se inclina más bien por el primero, por Dean Martin, gracias a aquella especie de soberana indiferencia que parecía innata y que le mostraba au-dessus de la mêlée en toda circunstancia; mientras que la desenvoltura del protagonista de Bullit es ciertamente impactante pero de ella emana un aura de violencia latente o de peligrosidad que le aleja un poco del ideal cool. Bien, la lectura de Dean and Me: A Love Story confirma que Steve ocupa solo el segundo escalón del podio, él es para siempre de Dean Martin.

Tenía 29 años y era un italiano sin estudios que cantaba bastante bien, aunque se le reprochaba que imitase a Bing Crosby, cuando se lo presentaron a Jerry Lewis, que era diez años más joven, y, como él, intentaba abrirse camino como fuese y sin saber muy bien cómo, en el negocio del espectáculo. Jerry, un cómico judío que hacía muecas e imitaciones, quedó impresionado inmediatamente por el carisma de aquel hombre “increíblemente guapo”, dueño de “una voz totalmente despreocupada”, con una cicatriz en la nariz que delataba una operación de cirugía estética y un anillo en el dedo meñique.

Impresionado es poco: quedó fascinado, y poco menos que enamorado, pues Dean Martin era el tipo de hombre que gusta no solo a las mujeres, sino también a los hombres, que desean frecuentarlo a ver si así se les pega algo de su aura de dios en la tierra. Eso es, por lo menos, lo que explica Jerry, que a la primera oportunidad que se le presentó lo recomendó para que formase con él pareja sobre el escenario de una tiñosa sala de fiestas de Atlantic City, la ciudad de las vacaciones y del juego que prefiguró Las Vegas.

Conformaban una pareja arquetípica de the straight man and the monkey o sea el tío serio y el mono. El Pierrot y el Augusto, el payaso carablanca y el payaso de las bofetadas.

El serio (Dean) le daba la vez al mono (Jerry) para que éste se luciese haciendo sus animaladas. La primera noche que actuaron juntos el público consistía en seis personas. Pero el circuito del entretenimiento en Atlantic City tenía la particularidad de ser muy pequeño y la información boca a boca circulaba muy rápidamente. La segunda noche, doscientas personas acudieron a la sala de fiestas a ver sus gansadas. Y de ahí pasaron a los mejores escenarios de costa a costa de los Estados Unidos, con un éxito ininterrumpido, fabuloso, en un éxtasis permanente. Los únicos excesos que cometían en su vida privada eran los de carácter sexual (la dipsomanía de Dean Martin era impostada), y ya desde jovencitos tenían familias que alimentar, y estas circunstancias ayudaron a que se mantuvieran en el candelero, actuando continuamente en teatros, salas de fiestas, programas de televisión y películas de Hollywood, y amasando verdaderas fortunas, durante diez años (1945-1955).  

La diferencia que los hacía superiores a otras parejas parecidas, además de la superioridad hiperactiva de Jerry como cómico histrión, y el innato, magnífico sentido del tempo de Dean --el ritmo es el secreto del éxito del espectáculo, sostiene Jerry, el ritmo, el tempo y no otra cosa, y Dean lo tenía-- era una compenetración feliz que les permitía comportarse en el escenario con una espontaneidad nunca hasta entonces vista. No se ceñían a guiones previos, improvisaban temerariamente. Jerry cuenta que se percató de que tenía en su socio a un diamante, dotado con un innato sentido del humor que a muchos les pasaba desapercibido y se lo atribuían a él, a Jerry, ya en una de sus primeras actuaciones, cuando, sin previo aviso, le dijo en el escenario: “Veo que tienes una cicatriz. ¿Te has operado la nariz?”. E inmediatamente el otro, clavándose el índice en mitad de la mejilla, respondió lacónico: “Sí, antes la tenía aquí”.

Aunque desease la fama y la fortuna, Dean Martin carecía por completo de ego y solo tenía la convicción de haber tenido suerte. Le interesaban las mujeres mucho más que el whisky, el golf más que las mujeres, y casi cualquier cosa más que su arte como cantante. En los espectáculos con Jerry cantaba tres o cuatro canciones sin que le importase en absoluto que éste las interrumpiese con sus gracias.

¿Eran de verdad tan graciosos? La gracia, el humor, depende de la sintonía con la época y con la psique de los espectadores del momento. Los celebrados espectáculos de Tip y Coll, de Gila, de Cantinflas, de Chaplin, de los Hermanos Marx y de otros ases del humor, a muchos nos ponen más bien nerviosos...

Así abrían Dean y Jerry un espectáculo ante un público de cuatro mil personas en el local más distinguido de Nueva York:

Aparece Jerry en el escenario y dice:

“Damas y caballeros, soy la mitad que ustedes ven esta noche de la pareja de Dean y Jerry, y antes que nada tengo que aclarar una cosa: Yo soy Jerry”.

Risas. Jerry mira alrededor con cara de ofendido y agrega:

“Porque hay mucha gente que me confunde con Dean”. Entonces suelta lo que él mismo llama su "risa idiota" y el público estalla en la primera carcajada de la noche.

Naturalmente, por escrito se pierde la gracia que pudiera tener este chiste, basado en la colosal diferencia entre el atractivo apolíneo de uno y la dentona fealdad del otro, multiplicada por las muecas; el público se encontraba ante la freudiana y desdramatizada representación bufa de sí mismo, de la diferencia que hay entre la imagen que cada uno tiene o quisiera tener de si mismo y la cruda verdad de su presencia real de animal feo; el público se veía en ese espejo deformado, se perdonaba a sí mismo y, aliviado, se partía de risa.

Hay pasajes enternecedores en esta “historia de amor”. Por ejemplo, como su querido compañero no se tomaba en serio su don de cantante, Jerry, que le adoraba, contrató en secreto a dos celebrados autores de hits, que compusieron para él That’s amore, canción que Dean Martin vendió en millones de discos. Tenía una bonita voz, tenía swing y presencia, y tiene algo de extraño, de indiferencia excesiva que incluso cuando cantaba en su propio show televisivo, después de que el dúo rompiese, Gentle in my mind, que es el monólogo melancólico y sentimental de un vagabundo del ferrocarril incapaz de quedarse junto a una mujer que le ama y que es encantadora porque lo suyo es poner distancia, tuviera que hacerlo vestido de smoking, con un vaso tubo con zumo de manzana (simulando whisky) y fingiéndose un alcohólico chistoso.

El final de aquella exitosa relación de “diez años estupendos, con la excepción de los últimos diez meses, que fueron horribles. Diez meses de dolor, rabia, incertidumbre y pena” llegó, como siempre en estos casos, por la competencia de egos. Jerry se metió a fondo en Holllywood, como productor y guionista, y en las películas que ambos protagonizaban el papel de Dean era cada vez más pequeño. Jerry intentó convencer a su socio de seguir juntos.

“--Lo que hacemos no es muy importante --le dije--. Cualquier pareja de tíos hubieran podido hacerlo. Pero ni los mejores hubieran tenido lo que nos ha hecho tan grandes.

--¿Sí? ¿Y qué es? –preguntó.

--Bueno, creo que el amor que teníamos, que aún tenemos, el uno por el otro.

Entornó los ojos un momento y luego me miró directo a la cara.

-- Puedes hablar de amor todo lo que quieras --dijo--. Para mí, tú solo eres un jodido signo de dólar.”

Hay que entender este diálogo en su contexto: ambos estaban doloridos y asustados por lo que iba a ser de ellos tras su ruptura, ya inevitable. Fue para ambos tan traumática que pasaron veinte años sin volver a saludarse. Jerry se metió a fondo en Hollywood y Dean, tras un bache de un par de años, se reinventó como cantante, showman televisivo y actor, haciéndolo todo bien. Un día, su amigo Frank Sinatra le llevó al show televisivo caritativo que Jerry pilotaba cada año para recoger fondos contra la distrofia muscular, y los dos viejos compinches volvieron a abrazarse y declararse su amor. “Amo a este tío”, dijo Dean, “y lo digo en serio”.

--Han pasado veinte años --dijo Jerry-- y sigo sin comprender por qué rompimos.

--Teníamos que crecer… --respondió Dean--.  

Y a partir de entonces, las pocas veces que volvieron a coincidir en un escenario, se repetía el diálogo:

--Han pasado veinticinco años, y sigo sin saber por qué rompimos, Dean.

--Bueno, Jerry, teníamos que crecer…

Cuando nosotros también teníamos que crecer, cuando íbamos al cine del colegio los sábados por la tarde, después de que pasase el Ciscu con su cesta, pregonando “¡Bocadillus, caramelos, bananas… ¡Atmetllas d’Alcalà!”, se apagaban las luces y en la pantalla plateada veíamos a Dean Martin con John Wayne en Río Bravo y a Jerry Lewis en El profesor chiflado y otras películas que nos encantaban… Supongo que ahora las detestaría.

Salvo una, que vimos mucho más tarde, tres o cuatro veces. En El rey de la comedia, obra maestra de Scorsese (1982), Lewis tiene una presencia casi muda, pero de una áspera humanidad monumental. Representa y es un humorista famoso, enigmáticamente distante y como ulcerado, que devuelve con un vago ademán, con la cortesía justa y sin sonreír, los piropos de los admiradores que le saludan cuando pisa la calle, en el breve trayecto desde su estudio hasta su coche.

Esa presencia de triunfador amargo y secretamente dolorido queda explicada en el libro: a mediados los años sesenta, a consecuencia de una caída en el escenario, se rompió varias vértebras que le mantuvieron durante quince años en un estado de dolor permanente para el que solo encontraba el alivio de un medicamento para elefantes llamado Percodan, en dosis cada vez mayores, hasta alcanzar niveles potencialmente letales. Cuando por fin en 1978 se liberó del dolor y del Percodan, su humor ya había pasado de moda y su visión del mundo había perdido mucha alegría.

Nunca dejó de idolatrar, a distancia, a su exsocio. En aquellos diez, ya lejanos años juntos, había aprendido a conocerle mejor que cualquier otra persona en el mundo y sabía que tras su presencia cool tras su aparente extroversión y sociabilidad había un núcleo de introversión y seriedad, cristalizado como un frío diamante en una infancia sin amor, con un padre duro del que escapó --igual que hizo Jerry de su hogar paterno-- a la primera ocasión.

En 1983 éste llevó a su nueva esposa a un restaurante italiano y allí estaba el otro, “cenando solo cuando podía estar con Frank o con cualquiera que le apeteciese. Entonces Dean tenía 66 años. Hay jóvenes de sesenta y seis, y viejos de sesenta y seis. Él era de estos últimos.”

En este encuentro casual religaron su vieja amistad. Pero lo que más agradeció Dean, lo que resucitó su vieja admiración por su antiguo socio e hizo que menudearan entre ellos las conversaciones telefónicas, que fue la vía de manifestación de su amistad, fue que fuese discreto: alguien le dijo que Jerry había asistido al funeral de su querido hijo Dean Paul Martin, piloto muerto en accidente de aviación, y después de la ceremonia se había ido sin saludarle. Valoraba esa discreción, tan impropia del mundo del espectáculo.

Esto fue en 1987; no pudo superar la pérdida de su hijo favorito y dos años después falleció.

Y después de contar todo esto me pregunto: ¿por qué me ha impresionado este libro y por qué hablo tan prolijamente de él? ¿Será por el recuerdo de aquellas tardes y de la voz del Ciscu, anunciando sus bucadillus y sus atmellas d’Alcalà, recuerdo del que no siento nostalgia alguna, pero del que, como en ristras de cerezas, vienen colgados otros, tantos que es mejor soltar ya la pluma y pensar en otra cosa, más actual?

No es eso, es que es interesante lo que esta historia dice sobre el amor y sobre la vida.

Lo que hizo tan fuertes los lazos entre Jerry y Dean, y tan dolorosa la ruptura, es que las experiencias compartidas, primero de miseria y desamparo, y luego de éxito fabuloso, de teatros llenos hasta la bandera, de aplausos ensordecedores y celebridad, son de una intensidad de vida acelerada… sea que esos chorros de adrenalina, dopamina y otros neurotransmisores placenteros, terroríficos o estimulantes, el pavor antes de salir al escenario, donde los cómicos se exponen al público o sea la humanidad que les matará o les adorará y que les hace sacar de sí mismos recursos que no sabían ni que tenían, esa montaña rusa de emociones, la afluencia mágica de ríos de dinero, el acceso súbito a todos los caprichos que el mundo puede ofrecer, mujeres, coches, casas… sea realmente la vida o solo un sucedáneo, una prolongada tormenta neurológica, compartida.

Vida o mero sucedáneo, da igual: ahí se traba como un nudo gordiano algo más profundo que una amistad corriente, más parecido a una simbiosis, que seguramente hace la ruptura más dolorosa: una verdadera amputación espiritual que es preciso superar. Al final todo se supera, claro.