Hume y Smith, dialéctica e inteligencia
Un ensayo de Dennis C. Rasmussen relata la amistad entre los dos grandes filósofos, cuyas vidas explican cómo superar las discordias sociales y mejorar el espíritu
12 julio, 2020 00:10El tiempo de la amistad parece cosa del pasado, de algo muy lejano, que sólo se podría conseguir al calor de un fuego vigoroso. En el mundo de las ideas, los intelectuales suelen mostrar sus desavenencias, con reproches y odios, y siempre pendientes de los puestos que la administración ha previsto para ellos. La generosidad no impera, a pesar de que sería justo ahora cuando se deberían dejar de lado los desencuentros y las miserias humanas, con las tareas ingentes que exige y reclamará la pandemia del Covid. En el terreno político se piden consensos y encuentros, pero se trata de una retórica vacía, porque no se transforma en nada tangible.
Pero hay antecedentes de lo contrario, de amistades profundas, basadas en la racionalidad, en la admiración mutua, y desde una perspectiva muy real, sin imaginaciones. Eso se produjo en una relación muy especial, entre David Hume y Adam Smith, y en lugar muy concreto, en la Escocia de mediados del siglo XVIII. Fue algo tan importante que en 1776, Edvard Gibbon, el inglés más ilustrado en aquel instante, llegaría a señalar con verdadera pasión: "Siempre he mirado con respeto a la región norte de nuestra isla, donde el refinamiento y la filosofía parecen haberse refugiado huyendo del humo y las prisas de esta inmensa capital", que no era otra que Londres.
El centro del mundo estaba entonces en Edimburgo, y en Glasgow, y en St. Andrews, y en Aberdeen, en sus universidades. Lo explica Dennis C. Rasmussen, profesor de Filosofía Política en la Universidad Tufts (Massachusetts, EEUU) en su prodigiosa obra El infiel y el profesor, David Hume y Adam Smith, la amistad que forjó el pensamiento moderno, que editó en 2018 en español la editorial Arpa. Las cosas nunca surgen por casualidad, porque las luces brillan cuando se ponen las condiciones para que se enciendan.
La voluntad de pensar por uno mismo, con la obsesión por la realidad, sin dejarse llevar por el ilusionismo, debería ser ahora una fuente de inspiración. Porque aquella Escocia, en su mejor momento intelectual, estaba anclada a la monarquía inglesa, y liberó muchas energías para que sus mejores mentes se dedicaran a lo que sabían hacer. Esa fue la paradoja, que los mismos protagonistas de la obra de Rasmussen identificaron. Pero antes de entender aquellas condiciones espirituales y materiales, habría que retomar los escritos más importantes de Smith, que siempre recogió, interpretó y trató de mejorar, lo que había aprendido, dialogado y profundizado con David Hume, doce años mayor que él. Economistas liberales, de los que piden reformas y se sienten fascinados por el mundo anglosajón suelen nombrar una obra distinta a la que todos identificamos con Smith. No es La Riqueza de las naciones, no es ese supuesto adalid que el liberalismo hace suyo, como si fuera un descarnado llamamiento a la pureza del capitalismo. Es La teoría de los sentimientos morales la que destacan las mentes más sensibles, y es, precisamente, la obra de la que más orgulloso se sentía el propio Smith.
Leerla sigue siendo una experiencia muy estimulante: “Así sucede que el ser humano, que sólo puede subsistir en sociedad, fue preparado por la naturaleza para el contexto al que estaba destinado. Todos los miembros de la sociedad humana necesitan de la asistencia de los demás y de igual forma se hallan expuestos a menoscabos recíprocos. Cuando la ayuda necesaria es mutuamente proporcionada por el amor, la gratitud, la amistad y la estima, la sociedad florece y es feliz. Todos sus integrantes están unidos por los gratos lazos del amor y el afecto, y son por así decirlo impulsados hacia un centro común de buenos oficios mutuos”.
Retrato anónimo de Adam Smith (1800)
No es Smith, por tanto, el precedente de la apuesta de Thatcher por los individuos y por la inexistencia, a su juicio, de la sociedad. Smith, en todo caso, admite que una sociedad puede existir sin esos lazos de afecto, aunque serían preferibles: “La sociedad de personas distintas puede subsistir, como la de comerciantes distintos, en razón de su utilidad, sin ningún amor o afecto mutuo; y aunque en ella ninguna persona debe favor alguno o está en deuda de gratitud con nadie, la sociedad podría sostenerse a través de un intercambio de buenos oficios de acuerdo con una evaluación consensuada”.
De acuerdo, no hay ingenuidad en Smith. Pero tiene claro lo que es bueno para esa sociedad, lo que debería mantenerse, y lo que está ahora en peligro en las sociedades occidentales. Porque, tras señalar esa posibilidad, el autor de La teoría de los sentimientos morales, constata que “la sociedad nunca puede subsistir entre quienes están constantemente prestos a herir y dañar a los otros. Al punto en que empiece el menoscabo, el rencor y la animadversión recíprocos aparecerán, todos los lazos de unión saltarán en pedazos y los diferentes miembros de la sociedad serán por así decirlo disipados y esparcidos por la violencia y oposición de sus afectos discordantes”.
Edición de la
Esas sabias palabras que se plasmaron en esa notable obra fueron el producto de muchos encuentros e intercambios de ideas y de experiencias con Hume, que más desapegado al qué dirán, mantuvo siempre una sonrisa y una distancia para que esa misma sociedad que le reprochaba su falta de compromiso con la iglesia no le perjudicara su buen humor. Fue un infiel, un adelantado a su tiempo, pero fiel, precisamente, a sí mismo hasta el final de sus días, siempre acompañado por Smith.
Rasmussen escribe sobre aquella Escocia, sobre la Ilustración escocesa que hoy se considera una edad de oro intelectual no menor a la del siglo de Pericles en Antenas, la pax romana de Augusto o el Renacimiento en Italia. Porque hubo muchos otros, humanistas como Hugh Blair, Adam Ferguson, Henry Home, Francis Hutcheson o Thomas Reid. Científicos como el químico Joseph Black o James Watt, el inventor de la máquina de vapor, o artistas como Allan Ramsay, el dramaturgo John Home o el arquitecto Robert Adam.
Retrato de David Hume (1754), inmortalizado por Allan Ramsay
Hay factores que explican ese surgimiento: un sistema innovador de escuelas parroquiales, que había llevado a Escocia a ser una de las naciones más alfabetizadas del mundo; (piensen en España); la potencia de las universidades de Edimburgo, Glasgow, St. Andrews y Aberdeen; la aparición de clubs y grupos de debate; un sector editorial en auge, y –tal vez lo más decisivo si se piensa en la experiencia de España y de su Iglesia—los pastores moderados más progresistas que tomaron el timón de la Iglesia presbiteriana de Escocia. Pero quedaba otra cuestión, y es que en aquel momento ya se había producido la unión en 1707 con la monarquía inglesa que formó la Gran Bretaña. Aunque Escocia no tenía un monarca propio desde la Unión de las Coronas en 1603, la fusión de su parlamento con el de Inglaterra, a principios del siglo XVIII, ofreció a la nación más seguridad y estabilidad. Y accedió a los mercados de Inglaterra y sus colonias.
Escocia perdió poder político, pero mantuvo soberanía en justicia, religión y educación. Y lo aprovechó. Hubo descontentos, y ello se evidenció con los levantamientos jacobitas de 1715 y 1745. Sin embargo, el crecimiento económico fue evidente. Los dos protagonistas, Hume y Smith abrazaron la nueva situación, aunque, eso sí, siempre lamentaron los prejuicios de los ingleses ante todo lo escocés. Y precisamente lo que Rasmussen plantea es que se destierren los prejuicios sobre dos figuras intelectuales que han marcado el mundo moderno occidental. Ni Hume fue un filósofo meramente interesado en cuestiones metafísicas y epistemológicas abstractas, ni Smith es el prototipo del liberal descarnado que defiende la mano invisible que se identifica con el mercado capitalista. Los dos amigos tenían personalidades diferentes. De Hume se puede decir que era un tory conservador, y que Smith podía ser un whig liberal. Respecto a la religión, el primero era un escéptico, o más bien un ateo, mientras que Smith era un fervoroso creyente. Pero todo era bastante más matizable.
Edición de los Ensayos y tratados de David Hume
Hume, autor del Tratado de la naturaleza humana, que Smith perfeccionó, planteó debates pragmáticos sobre psicología y moralidad. Y escribió sobre política, la poligamia o sobre economía y oratoria, además de su exitosa Historia de Inglaterra. En el ambiente anglosajón, a Hume se le ha reconocido durante mucho tiempo como un historiador, casi más que como un filósofo. En el caso de Smith, que fue catedrático de Filosofía Moral, abordó la economía política como una cuestión de interés intelectual y advirtió, ante la sorpresa del público contemporáneo, de los peligros de una sociedad comercial.
En realidad, se trató de dos amigos a los que les interesaba todo, todo lo que afectaba a una sociedad en plena transformación, y que había posibilitado que las mentes despertaran, con una iglesia más abierta que en otras naciones en esos mismos momentos. Es una historia de amistad, que reivindica cómo se pueden enriquecer los espíritus y, lo más importante, cómo se puede servir a la sociedad en la que se vive, aportando lo mejor de cada uno. Rasmussen nos lleva a la Escocia de 1740-1780, –Hume y Smith se conocieron en 1749– para aparecer en la Europa de 2020. Y las lecciones de los dos amigos todavía no se han interiorizado lo suficiente.