Democracias

Europa ya no nos quiere

13 julio, 2020 00:00

El signo de estos tiempos está marcado por las rebeliones (virtuales o reales, da lo mismo, porque las cosas no son lo que son, sino como nos parecen) de determinadas minorías frente a las mayorías y a ciertos símbolos tradicionales. Las causas, por supuesto, son instrumentales. Lo que palpita bajo este fenómeno, como siempre, es una pugna por el poder y la relevancia cultural. Una guerra formulada en términos antagónicos, donde hasta el interés general –ese patrimonio compartido por todos, incluidos los contendientes– es sacrificado si es necesario para conseguir la victoria. Persuadir, según este paradigma, es cosa de tibios. Se trata de vencer, incluso de aniquilar. Volver a escribir a capricho la Historia, derribar estatuas e instaurar una nueva moralidad, no precisamente benéfica. 

A su manera, el virus de esta rebelión contra el sistema –que pretende la ocupación de su cúspide, más que su sustitución– ha colocado a la Unión Europea en una situación de crisis de identidad que puede frustrar un hermoso proyecto fundado sobre la concordia. Hace mucho tiempo que las instituciones europeas reaccionan tarde, mal o se inhiben ante problemas capitales. En política los espacios vacíos se ocupan. La incomparecencia nunca es neutra. Tiene costes. El primero ya lo tenemos sobre la mesa: el riesgo cierto de una fractura de la propia idea de Europa, que conceptualmente surgió al amparo del interés comercial para federalizar las relaciones, no siempre pacíficas, entre sus naciones. El peligro real es regresar al origen, pero sin esperanza: consolidar una Unión Europea asimétrica donde, en vez de relaciones políticas, los vínculos sean de rentabilidad. Una Europa de todos frente a otra divergente. 

Para España, cuyo modelo político y cultural, desde la Transición, está ligado a la influencia civilizatoria de Europa, a pesar incluso de las recurrentes resistencias internas, sería una catástrofe. La negociación del fondo de reconstrucción ante el coronavirus, que tiene su cita trascendente en Bruselas en unos días, llega en este contexto. Y después de meses de tanteos, resistencias, presiones e incertidumbres que evidencian la honda división entre los socios continentales. Lo que se dirime es si el modelo de una Europa convergente y de inspiración federal tendrá continuación o, por el contrario, será sustituido por otra correlación de fuerzas que atenúe o transforme la UE tal y como hasta ahora la hemos conocido. 

El episodio para elegir al nuevo presidente del Eurogrupo –el cónclave de los ministros de finanzas–, más allá de los elementos coyunturales, supone un mal augurio ante la encrucijada continental. España, con el supuesto respaldo de los grandes –Alemania, Italia y Francia; los británicos están fuera del tablero tras el Brexit– ha perdido la batalla ante una coalición de carácter rigorista liderada por Holanda y sus socios intermedios, nada partidarios de una mayor unificación fiscal en la eurozona y temerosos de que la factura de la integración implique mayores costes económicos y políticos. 

Los halcones frugales, denominación que en la terminología comunitaria designa a una parte de las naciones de cultura nórdica, han logrado imponer un candidato alternativo. Es una mala noticia que hace presagiar que los 750.000 millones de euros del plan de apoyo a los países meridionales frente a la pandemia –el 66% de su importe se pretende distribuir vía subvenciones– pueden estar en peligro, ser recortados, transformarse en créditos o implicar condiciones de devolución más duras. De fondo aparece una discusión todavía más compleja: el presupuesto de la UE de los próximos siete años y el porvenir del euro, la moneda común. 

Todos estos elementos colocan a Europa ante el fantasma de la división entre un Norte interesado en el mercado interior, pero alérgico a un mayor compromiso financiero, y un Sur que intenta sustituir con cesiones de soberanía las tensiones provocadas por la dura disciplina presupuestaria aplicada en la crisis de 2008. La disyuntiva plantea una batalla cultural entre los populismos y los nacionalismos –más o menos expresos– y el modelo liberal-social. Dos universos antagónicos. El proyecto europeo se ha articulado a partir de la conciliación de las divergencias. Hasta ahora. Porque el desafío de las minorías nórdicas, que ya no son tales, va a cambiar las reglas del juego incluso si al final se pacta –en la cumbre de jefes de Estado es necesaria la unanimidad– una solución intermedia en la cuestión fiscal.

España, desde los tiempos de Felipe González –cada vez más lejanos–, ha sido una de las más vehementes defensoras de una Europa cohesionada. Este tiempo, sin embargo, ha pasado a la historia. No sólo porque los planteamientos políticos sean diferentes a entonces. También porque la eficacia de los números ha sustituido a la retórica de las ideas. No cabe pensar, tras una década con dos crisis de larga duración, que en el Norte nos vayan a comprar el producto. Al menos, no al precio que le demandamos. En primer lugar, porque otros países aspiran a jugar el papel del que España se ha beneficiado en la UE. En segundo término, porque determinadas economías, Irlanda sin ir más lejos, no quieren pactar unas cartas fiscales comunes. 

And last, but not least, porque para recibir asistencia ajena –y someterse a las exigencias correspondientes– es obligatorio contar con garantías presupuestarias y una eficacia que no hemos demostrado nunca por los condicionantes de la política doméstica. España necesita la asistencia europea, pero para conseguirla debe acometer reformas que obligan a reorientar el gasto público e, indefectiblemente, igual que en un laberinto mitológico griego, nos conducen de nuevo a la eterna discusión territorial, el capítulo que la Constitución dejó abierto, contamina nuestra democracia desde hace decenios y fagocita los presupuestos. Tenemos que elegir entre el federalismo europeo y el indígena. Ambos no son compatibles.