El dilema de Hamlet, resuelto por Vilallonga
Vilallonga optó por reaccionar ante las ofensas del mundo, las que él entendía, aunque pudo haberlas silenciado
12 julio, 2020 00:00… De manera que, ya a la salida del restaurante, mientras Vilallonga encendía un Robusto de Partagás, le pregunté: “Oiga, Don José Luis, tengo una duda: con lo señorial y refinado que es usted, ¿por qué escribió ese artículo tan insultante contra Umbral? En mi vida he leído una página tan brutal.” Y él respondió: “¡Cómo! ¡Ese malnacido!... Imagínese, hace un par de años estaba yo enfermo de cáncer, no sabía si saldría vivo de aquello y lo comenté deportivamente en alguno de mis artículos… ¿Y no va él y escribe en su asquerosa columna que me ha visto en no sé qué fiesta, que estoy sano como una pera y que mi cáncer es una invención, para hacerme el interesante? Y todo porque yo seguía fumando habanos. Sí, seguía fumando porque el tabaco no tenía nada que ver con mi enfermedad. ¡Yo me estaba debatiendo entre la vida y la muerte, y aquel desgraciado diciendo a los cuatro vientos que hago comedia! ¿Se hace cargo?”
Sí, me hago cargo. Así pues, se trataba de una revancha, de una venganza, lo cual me dejó absorto mientras a él y a su Robusto se los llevaba un automóvil hacia no sé dónde y yo bajaba a pie a la redacción, absorto.
Estas meditaciones tenían que ver con el periodismo. Uno, a veces, se levantaba, se tomaba un par de optalidones para desinhibirse, y efectivamente escribía fluida y alegremente, como hacía Umbral (hasta que retiraron ese medicamento del mercado), y ni sospechaba que está haciendo daño a un tercero, en este caso el agonizante Vilallonga, luego felizmente resucitado. También me sorprendió que un hombre hecho y derecho, cosmopolita, con tanta experiencia a la espalda, y gravemente enfermo, alimentase tanto rencor contra el otro, aun considerándolo poco más que un majadero provincial, como para vengarse por escrito con tanta virulencia. ¿No era esto un signo de infantilismo, pueril y elemental? Pero desde luego, pueril o no, aquella voluntad de no dejar pasar el insulto, ni aunque lo profiriese un plebeyo, demostraba vitalidad, cierta alegre rabia y gallardía.
Así Vilallonga, con aires efectivamente aristocráticos, es decir sin pararse mucho a pensarlo, resolvía el dilema de Hamlet: si ante las ofensas del mundo hay que alzarse en un mar de agitaciones y luchando con ellas, acabarlas, o si es mejor sufrir en silencio los dardos de la insultante fortuna. El que venga una ofensa se rebaja al nivel del ofensor y se queda sucio, pero aliviado; mientras que el que pasa olímpicamente queda más elegante pero la ofensa se le queda clavada y royéndole por dentro. En fin, en esto --como en todo-- hagas lo que hagas te arrepentirás.
Abrir las puertas de los figones
Como se está viendo, aquel artículo de Vilallonga dio pie a cavilaciones interminables, a las que deportivamente vuelvo, tantos años después. Por cierto que esa palabra que acabo de escribir, “cavilaciones”, él no la hubiera usado. Tenía una conciencia aguda del léxico de su tiempo y sabía perfectamente qué palabras usar, a pesar del aire ligeramente trasnochado de su sistema de valores, elitista o snob, para que el lector no se sintiera nunca repelido sino gentilmente invitado a disfrutar de su página, de su compañía. (Un poco lo de Gregor von Rezzori, que como él usaba el título nobiliario para que le abrieran las puertas no de los palacios sino de los figones donde los tahúres celebran sus timbas, aunque éste alardease de los resplandores de una prosa más aterciopelada y suntuosa, de un mundo más sofisticado y exótico.)
Esto era excelente en Vilallonga, (quiero decir, esto de no escribir “cavilaciones”), esa voluntad de hacer de puente entre el lector llano y democrático y un gran mundo herido de muerte en la primera guerra mundial (o sea, cuando se le empezaron a aplicar impuestos sobre la renta), el mundo de Guermantes, cuyos atractivos proustianos intentaba adjudicar a los nuevos ricos de la segunda mitad del siglo XX, condotieros de la política, la industria y el cine que le aceptaban a sus mesas no sin algún recelo; erigiéndose Vilallonga, por el poder de su talento narrativo y su lenguaje honesto y respetuoso, en jefe de pista para la fantasía de las clases populares que se emboban, eso también es verdad, con cualquier cosa, con el baile de la Rosa monegasca, la imagen de Onassis en la cubierta de su yate hablando de las mujeres y rascándose el trasero, o incluso una velada de los Oscar; y si no hay Oscar, pues los Goya --y no ya para bailar allí el vals con Carlota o ser premiado, ni siquiera para asistir como invitado, sencillamente para ver por la tele cómo disfrutan los señores del mundo, aunque no sean señores de nada ni en realidad se diviertan. Lo cual Vilallonga sabía disimular muy bien.
Saldar las deudas
Tenía ensueños de advenedizo de la alegría; tenía fantasías de lacasitos; tenía la desfachatez de pretender que la famosa proxeneta parisiense “Madame Claude”, preocupada porque sus pupilas tenían que atender a clientes muy encopetados sin saber maneras, pues aunque bellísimas eran “de humilde extracción”, las confiaba su tutela para que aquel moderno Pigmalión las enseñase a usar el cubierto del pescado y el tono exacto con el que tenían que susurrar…
Aseguraba haber vuelto después de muchos años al restaurante del Ritz, palacio de la gastronomía y de la dulzura de vivir regentado por el mítico Maître Monsieur Pierre; excepcionalmente volvía Vilallonga al Ritz con dinero para cenar con unos amigos, y de paso saldar la deuda de unos banquetes antiguos. Hace ademán de sacar la cartera, pregunta cuánto debe por aquella cuenta que dejó por pagar, pero Maître Pierre, en gran señor, le dice: “Déjelo, señor Vilallonga, su deuda ha muerto de vieja”.
Fascinado por el personaje asistí a la presentación de sus memorias, en la sede de Random House en la Travesera de Gracia, apadrinada por Vázquez Montalbán, que estaba políticamente en sus antípodas pero también había sabido reconocer su talento como escritor y su gracia de embustero. Esas memorias ocupan cuatro tomos, los dos primeros estupendos y los otros dos de relleno, escritos autocanibalizando sin disimulo sus trabajos periodísticos de décadas atrás.
Las invenciones de su propia vida
Allí explica cómo siendo muy joven, se casó, no por amor sino por salir de la deprimente España de la posguerra, con una aristócrata inglesa con castillo familiar en el Yorkshire, al que fueron a pasar la luna de miel. La primera mañana de su estancia allí, al bajar a tomar el desayuno, Vilallonga se encontró a su suegro sentado junto a la chimenea en un cómodo y algo ajado sillón Chester, fumando en pipa, leyendo The Times… y vestido con la armadura de un glorioso antepasado, que se endosaba de vez en cuando por no perder la costumbre.
¡Qué trolas! A Vázquez Montalbán le gustaba una de las más turbadoras que contaba Vilallonga y que se remontaba a la guerra civil: su padre el marqués, para ahorrarle los peligros del frente, lo recomendó a un general, naturalmente del bando franquista, quien lo enroló en un pelotón de ejecución. Los fusilamientos eran al alba. De manera que él llevaría en adelante, con aparente desenvoltura mundana y secreta angustia, a tantos muertos en la conciencia del amanecer.
Anécdota que ya había contado en Fiesta o en Allegro barbaro y que sonaba a invención. Lo más probable es que esto se lo inventase, como se lo inventaba todo, para eso precisamente se escribe.
Aunque desde luego alguien tenía que formar en aquellos pelotones de ejecución, ¿por qué no él?... A todo esto me estoy alargando demasiado y veo que necesitaré otro domingo para recordar la anécdota, ésta sí auténtica, que no figura en libro alguno y que es a mi entender la que mejor retrata a este autor ya casi olvidado, allí donde gloriosamente cuaja lo mejor de sí, allí donde quizá todavía se pasea de noche su fantasma, o sea en la brasserie Lipp...