Un virus contra la utopía
El Estado en el que todos parecían confiar, aunque sólo fuera para quejarse, ha demostrado con la pandemia del coronavirus que no lo puede todo
22 marzo, 2020 00:10En 1967, Herbert Marcuse pronunció en Berlín una conferencia editada luego en un libro al que dio como título El final de la utopía. En aquel tiempo, derecha e izquierda coincidían en que el progreso era posible y estaba a la vuelta de la esquina. El propio Marcuse sostenía que la utopía se había convertido en una realidad perfectamente posible. Llegaría de la mano del desarrollo de la técnica y permitiría la revolución igualitaria, según unos, o la redistribución de la riqueza y la disminución de los sufrimientos asociados a la pobreza, en una interpretación socialdemócrata menos osada.
Pese a que las utopías han decaído en este siglo, hace poco un historiador israelí y optimista, Yuval Harari, volvía sobre el asunto en dos volúmenes: Homo sapiens y Homo Deus. Afirmaba que hoy el hombre había conseguido vencer a sus grandes enemigos: el hambre, la guerra y las epidemias. Si alguna de estas plagas se produce, escribía, los humanos actuales no lo atribuyen ya al destino o a una maldición divina sino que lo achacan a la acción o inacción de los propios hombres y, específicamente, de los gobiernos. Y de repente el coronavirus aboca a todos, incluidos los países que se consideran civilizados y que acumulan más recursos, a la evidencia de que no todo es posible. Aunque sí son posibles cosas que se había dicho que no lo eran: por ejemplo, la reducción del tráfico y de la contaminación en las grandes ciudades. No es posible, en cambio, frenar la epidemia. Por lo menos, no con la rapidez con la que se desearía y sin pagar un alto peaje de muertes.
Frenar al virus no sólo no resulta fácil sino que pone sobre el tapete algo muy serio: el Estado en el que todos parecían confiar, aunque sólo fuera para quejarse cuando la satisfacción no era completa, ha demostrado que no lo puede todo. Sin embargo, nadie, ni los ultraliberales, busca soluciones al margen de los poderes públicos. Y eso que en las dos últimas décadas han sido muchos los que han colaborado en adelgazar a esos Estados cuya debilidad ahora lamentan. A ello se añade que las soluciones parciales propuestas suponen, además, sacrificios materiales y políticos de toda la población, hasta llegar al aislamiento.
Y es que hace ya tiempo que la utopía no es lo que era. Por qué tengo razón en todo, uno de los últimos títulos de Leszek Kolakowski (Polonia, 1927-Reino Unido, 2007), incluye un capítulo titulado “Reconsiderando la muerte de la utopía”. Allí se puede leer: “Las fantasías utópicas han perdido casi por completo el apoyo intelectual” y cuando aparecen en la historia “los intentos de llevarlas a la práctica originan una sociedad despótica”. Son las llamadas distopías. Casi todo el cine de catástrofes pertenece a esta categoría. Sólo que el coronavirus no es una película.
Las soluciones que adoptadas por diversos gobiernos para frenar la epidemia no son despóticas, en la medida en que no tienen como objetivo principal el sometimiento de la ciudadanía, pero incluyen evidentes restricciones a las libertades individuales, llegando, como Israel, a geocontrolar vía móvil los movimientos de los infectados. No deja de ser llamativo oír a algunos liberales elogiando el autoritarismo chino que ha sido, de momento, de los más eficaces en controlar la epidemia. Lo que no quita que se oigan también voces de quienes viven estas restricciones con reticencia. Voces que reclaman el derecho a vivir peligrosamente, pasando por alto que una cosa es arriesgarse uno y otra poner en peligro a los demás, sin su consentimiento.
La imposición de vivir en soledad choca con las tendencias a la masificación que propugna la sociedad de consumo. Reflexiona sobre ello Byung-Chul Han (La desaparición de los rituales), pensador coreano afincado en Berlín. Partiendo de la crítica a la sociedad de consumo, ironiza sobre las propuestas consumistas asociadas a la idea de que el consumo ayuda a transformar el mundo: “Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución”. El aislamiento frente al virus comporta el freno al consumo (se cierran bares, restaurantes y locales de ocio) y el cese del trabajo en su forma tradicional. Pero el trabajo es el eje central de la organización social capitalista. Y al capitalismo, recuerda Han “no le gusta la calma. La calma sería el nivel cero de la producción”.
La reclusión aísla al hombre del consumo y del trabajo rutinario, y también de la masa. No es lo mismo ser miembro de la masa, lo que sólo exige cierto aturdimiento alienado (propiciado por algunos gobiernos), que ser miembro de la comunidad, lo que implica necesariamente conciencia de uno mismo y conciencia del otro como igual, con el que se mantienen relaciones democráticas, de diálogo (Habermas).
Jürgen Habermas / WOLFRAM HUKE
La crisis vírica ha puesto también de relieve que la sociedad contemporánea no sólo gira entorno a la producción y al consumo, también lo hace alrededor de la idea del crecimiento continuo, algo que ya se sabía. Como se sabía que ese crecimiento peligraba por el agotamiento de las materias primas. Pero como eran asuntos lejanos en el tiempo (treinta años vista), se podía prometer la solución a largo plazo a cambio de mantener las cosas como están. Ahora, el peligro de una economía que no crece se ha hecho presente.
Las preocupaciones de los dirigentes políticos giran sobre la salud de los ciudadanos y el colapso económico. El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, ha recordado que, antes de la epidemia, las expectativas de crecimiento de España eran del 1,6% para este año y del 1,5% para el que viene. Unas previsiones ahora cuestionadas y vinculadas a la duración de la crisis económico-sanitaria. Para evitar parte de la contracción de la demanda derivada de la pérdida de empleos que el confinamiento supone, se proyectan sistemas públicos de compensación que se acercan mucho a la renta básica universal. Ahora bien, y volviendo al crecimiento: ¿cabe realmente un crecimiento continuado y sin fin? Hay quien lo afirma. Por ejemplo, Harari. En su opinión, heredera de la idea ilustrada de progreso, los avances están vinculados a tres factores: materias primas, energía y conocimiento. Será, sugiere Harari, el desarrollo de éste último el que facilitará el aumento suficiente de los recursos naturales y energéticos.
Es interesante el atractivo de la idea de progreso, asociada a la de un Estado benefactor que resolvería todos los problemas. En los años sesenta hubo un gran debate sobre el desarrollo de la llamada sociedad de consumo. Fue una década en la que las clases populares se asomaban a ese consumo, saliendo de los años grises de las diferentes posguerras: accedían a un televisor, a un utilitario y a la calefacción en las casas. En 1973 llegó la crisis del petróleo y la evidencia de que los recursos naturales no son infinitos y, por consiguiente, el progreso podía colapsar.
Esto no produjo (más allá de entre algunos sectores de la nueva izquierda ecologista) una reflexión sobre la escasez, pese a que la escasez es el eje vertebrador de la economía, entendida como producción de bienes y su distribución. Parodiando a Dostoievski se podría decir: si la escasez no existiera, todo estaría permitido. La organización política sirve para evitar el enfrentamiento derivado de la escasez de bienes que todos los hombres apetecen, como ya viera Thomas Hobbes. Y eso implica organizar la vida en torno a la producción masiva y con crecimiento constante. Pero en colectividad, no sobre la base de individuos aislados.
Y de pronto: un virus altera el horizonte y obliga a pararse, a dejar de producir y consumir, a la soledad, con la consecuencia de una contracción de la producción. Muchos no habían mirado nunca hacia este futuro, pero ahí estaba. Contra lo que decía Heidegger (el hombre es un ser para la muerte), la organización social actual ve al hombre como un ser para el trabajo: libre, sí, pero obligado a vender el presente para disponer de medios mañana y gozar de esa libertad que lo define. Y siempre hay un mañana que obliga a vender el presente.
“Los valores se convierten en mercancías”, escribe Byung-Chul Han. Incluido el valor de la libertad. También la comunicación. “En la época posindustrial el ruido de las máquinas deja paso al ruido de la comunicación”, una comunicación informativa, que no da noticia de hechos no conectados y arroja al individuo aislado frente a un televisor que le suministra datos descontextualizados impidiéndole una visión global. Resume Han: “El capitalismo no es narrativo. No narra, sólo cuenta”. “Contar”. Una palabra que hay que entender también en su sentido aritmético: el capitalismo cuenta, suma y resta, porque se rige por las pasiones liberales: “codicia, agresividad y afán de poder”, escribió Kolakowski.
Episodio de la fiebre amarilla, óleo del pintor Juan Manuel Blanes / MUSEO NACIONAL DE MONTEVIDEO
Las advertencias al respecto eran claras. En las últimas décadas ha habido cambios en las sociedades posindustriales. Y uno de ellos ha sido el aislamiento progresivo de los individuos, sobre todo en las ciudades. La incorporación masiva de la mujer al trabajo supuso un cambio en la estructura de parentesco. Las redes familiares se atomizaron hasta llegar a la familia monoparental. Otras entidades que habían actuado como mecanismos de socialización (las iglesias) han perdido también su carácter socializador. Entre los creyentes, cuyo número disminuye, el grupo con mayor retroceso es el catolicismo, que pensaba en términos de colectividad (el cuerpo místico de Cristo). Gana terreno la idea protestante, asociada al libre examen: las relaciones entre el hombre y Dios son un asunto individual.
El otro factor de colectivización moderno, la fábrica, hace tiempo ya que, salvo excepciones, fue fragmentada en pequeños centros desconectados entre sí. Y ahora, el teletrabajo: más aislamiento. Si se prefiere: el individualismo, base del capitalismo, triunfando a ultranza: aislando a cada individuo de todos los demás. El virus consolida esas tendencias, las acelera. Habrá que ver si los poderes a los que claramente ha cuestionado son capaces de ponerle coto. Pero, incluso si lo consiguen, algo habrá cambiado para siempre porque habrá quedado demostrada la posibilidad real de muchas cosas que esos mismos poderes habían declarado totalmente imposibles.