Talleres Tejada
En Talleres Tejada se tomaban copas, en la plaza Letamendi, pero todos los que lo frecuentaban en la transición no recuerdan apenas nada
23 marzo, 2020 00:00Si hablas con cualquiera que sobreviviese a los años 70 y 80 en Barcelona, siempre acaba saliendo, en un momento u otro de la conversación, aquel extraño local que atendía por Talleres Tejada. Nadie lo recuerda muy bien ni es capaz de explicar grandes anécdotas al respecto, y yo tampoco. Probablemente porque a Talleres Tejada llegabas en un estado deplorable, cuando había chapado hasta el Bikini, y salías prácticamente comatoso.
Creo recordar que estaba en la plaza Letamendi, a un tiro de piedra de casa de mis padres, donde yo vivía aún por aquellos tiempos, no sé si porque los sueldos del underground no daban ni para compartir un piso con otros pelagatos o porque tenía un punto apoltronado que no casaba muy bien con mi papel de periodista alternativo. En cualquier caso, la cercanía de los Talleres Tejada a la piltra permitía recorrer a rastras el camino, y el único peligro, aparte de que te atropellara un coche al cruzar la calle Aragón, era quedarse frito en un rellano que no era el tuyo, sin haber conseguido llegar al domicilio paterno.
Talleres Tejada abría cuando cerraba el último garito para moderniquis, así que podías seguir pimplando en la barra en compañía de piltrafas como tú mientras, en las mesas, unos fornidos camioneros se zampaban un desayuno de cuchillo y tenedor y te lanzaban unas miradas asesinas cargadas de odio de clase. Afortunadamente, solo visitaba Talleres Tejada cuando me arrastraban bebedores más encallecidos que yo o cuando había decidido que ésa era la noche ideal para reventar al estilo de Dylan Thomas.
Una historia con cubanos
La única conversación que recuerdo de mi paso por tan selecto establecimiento tuvo lugar con el bongosero Ramoncito, cubano de raza negra y ciudadano ejemplar que controlaba a un par de putas del barrio chino y solía llevar una navaja metida en el calcetín por si pintaban bastos. La conversación fue un disparate y un malentendido: se me ocurrió hablar bien de Héctor Lavoe y los salseros neoyorquinos de origen boricua y Ramoncito, henchido de orgullo cubano, me espetó que los niuyoricans de mis entretelas eran unos comemieldas que habían traicionado el son de su querida isla y que, más o menos, merecían la muerte.
Como yo si seguía defendiéndolos, pues eso deduje tras una breve advertencia de Carlos Pazos, que era su jefe en el Salón Cibeles y cuya presencia esa noche en Talleres Tejada siempre creeré que contribuyó poderosamente a evitarme el navajazo que me estaba ganando a pulso por ciscarme en Cuba, cosa que no era mi intención, aunque el bongosero enajenado así lo considerara.
Igual nunca existió
Dejando aparte los problemas cognitivos de Ramoncito, Talleres Tejada se prestaba a la bronca, pero no recuerdo que pasara nunca nada. Me extraña que ningún camionero, reforzado a base de vinazo matutino su rencor social, se levantara jamás de la mesa para apuñalar a Enrique Vila Matas, a Jorge Herralde o a mí mismo, pero en Talleres Tejada el único daño que podías sufrir era el que tú mismo le hacías a tu propio hígado.
Juraría que no se comía mal, pues me baila por la cabeza haber ingerido algo alguna vez. Y como decía siempre mi padre en la carretera, había que parar a comer siempre en figones frecuentados por camioneros, una gente que, según él, no se equivocaba jamás a la hora de elegir el decorado de su condumio.
No sé cuándo cerró Talleres Tejada. No recuerdo con exactitud el punto de la plaza Letamendi en que se encontraba. No recuerdo prácticamente nada de mis visitas al establecimiento. Y todos mis esfuerzos por reconstruir la historia de ese extraño abrevadero con amigos que también lo frecuentaron durante la Transición no han dado fruto alguno. Nadie recuerda nada. Señal de que estuvieron allí o de que Talleres Tejada nunca existió y fue tan solo una alucinación colectiva.