La democratización de la angustia
Xavier Roca-Ferrer reflexiona en ‘El mono ansioso’ sobre el concepto cultural de la angustia, un sentimiento que la sociedad contemporánea se resiste a aceptar
21 marzo, 2020 00:10“Todos los hombres de genio son melancólicos, sobre todo los que se dedican a lo cómico”, escribió Hartley Coleridge (1796-1849), ensayista inglés e hijo del poeta Samuel Taylor Coleridge. Es cierto. Basta recordar las imágenes del trompetista Louis Amstrong solo en su camerino antes de salir a tocar. Un mundo secreto, en blanco y negro, lleno de melancolía, antítesis del espectáculo y su máscara. La tristeza, que a lo largo de la historia ha recibido distintos nombres y se ha encarnado en diferentes cuerpos, desde el miedo a la depresión, no goza en estos tiempos de buena prensa. En la sociedad contemporánea quien que se aparta de la tribu para recluirse es considerado un personaje inquietante, herético, anómalo.
El pesimismo parece un pecado; el realismo, una anomalía. Todos debemos ser felices por obligación marcial, tal como establecía la Declaración de Derechos del Estado de Virginia, que en 1776 declaró como ineludible objetivo patriótico “la búsqueda y la obtención de la felicidad”. Una fórmula replicada en 1812 por la Constitución liberal de Cádiz, que justificaba la existencia del Gobierno con el argumento de procurar “la felicidad de la Nación”, aunque ya sabemos que para ser felices –e ineficaces– no basta uno, sino diecisiete.
A pesar de estos deseos, tan llenos de ingenuidad, la historia demuestra que en materia de sufrimiento cada uno es un mundo y cada hombre, un universo. Lo que no ha hecho nadie hasta ahora es proclamar la soledad como uno de los derechos básicos del individuo. Hacerlo parece una impertinencia. El reverso de la alegría, sin embargo, es una de las constantes históricas de la condición humana. Lo descubrimos estos días de encierro y epidemia, cuando el coronavirus destruye el mundo real en el que creíamos habitar, que nunca ha dejado de ser imaginario, y hay quien considera purificador atenuar la incertidumbre con optimismo. La angustia sigue considerándose una nube negra, un sentimiento inquietante, algo a evitar a toda costa, aunque probablemente sea el único camino cierto hacia la verdad.
De todo esto habla El mono ansioso, un ensayo escrito por Xavier Roca-Ferrer (Barcelona, 1949), escritor y notario, publicado por Arpa, donde se viaja en el tiempo y en el espacio por libros, épocas e instantes para desentrañar, con maestría, los significados del concepto cultural de la angustia, clave de bóveda de nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. El estudio se remonta a las culturas de la Antigüedad –el fascinante recorrido comienza con Gilgamesh–, recorre la melancolía de los clásicos –basada en la célebre teoría de los humores–, busca las fuentes antiguas del tedio, se demora en el descubrimiento renacentista del dolor como un hecho individual y persigue el rastro (infinito) del mal de vivir en distintas épocas, desde el Barroco a la Ilustración, pasando por el Romanticismo, el Psicoanálisis y el Existencialismo, hasta llegar a nuestros días. Desde Aristóteles a Houellebecq.
El mono ansioso es, en este sentido, una extraordinaria panorámica cuya gran virtud consiste en sacar la cabeza del agua para descubrir el mar de la angustia que nos rodea desde el origen de los tiempos, si bien es verdad que en grado dispar y con nombres diferentes en función de la sensibilidad intelectual de cada momento. La abundancia terminológica para referirse a la misma cosa es, quizás, la muestra de la importancia de la desesperanza, que no es exactamente lo mismo que el miedo, en nuestra larga herencia cultural. El segundo es una sensación pasajera y extrema causada por una hipotética y sobrevenida amenaza exterior. La primera, en cambio, es la pandemia de nuestro tiempo: una dolencia ecuménica que la sociedad actual se resiste a considerar normal. Incluso a reconocer.
El recorrido de Roca-Ferrer por el océano del desconsuelo es fecundísimo: reúne las miradas del arte, la literatura, la psicología, la filosofía y la ciencia. De su suma surge la tesis básica del ensayo: la angustia, pese a sus peligros, es una forma de inteligencia. Una extraña mística que muchos no saben reconocer a pesar de que su remedio –o quizás su causa– fuera uno de los lemas del oráculo de Delfos: conócete a ti mismo. Si es que te atreves, deberíamos añadir. El descubrimiento es equiparable al paso en barca de la Laguna Estigia porque está estrechamente vinculado a la certeza de la muerte, pero también a sus anticipaciones, bien sea el desengaño o cualquier otra forma de dolor existencial.
El miedo, indudablemente, es un sentimiento íntimo. Incluso cuando se experimenta rodeado de una multitud. También es una señal de clarividencia que durante siglos ha sido patrimonio de las élites –dueñas y señoras de la cultura– pero que, con el correr del tiempo, terminó democratizándose hasta convertirse en un hecho banal, rutinario. Transformándose en una maldición: quien se hace preguntas, quien se interroga a sí mismo sobre las cosas, está condenado –de una u otra manera– a enfrentarse a esta sombra que Baudelaire denominó spleen y que, durante el Romanticismo, hizo del suicidio una tendencia entre los bellos efebos y las lángidas damiselas de alta cuna e ilustre procedencia.
El hastío de vivir, la incapacidad para ser feliz, no es un mal exclusivo de los pobres –que padecen calamidades distintas a los ricos– cuanto un fenómeno existencial, consecuencia de una sensibilidad extrema y del ejercicio libre de la razón suprema. Como cuenta Roca-Ferrer, Gilgamesh, el rey de Uruk, lo tenía todo, pero su existencia estuvo entreverada con la persistente angustia que le provocaba el augurio de su propia muerte. En otras civilizaciones, como la egipcia, que creía que los seres humanos tenemos dos clases distintas de alma, desaparecer fue una rara forma de esperanza. E incluso el motor de la vocación de artistas y creadores, diagnosticada por Aristóteles y celebrada por Séneca, comprensivo con las depresiones de quienes, en Roma, desean acelerar el final de la existencia y despedirse de la vida mundana.
Hasta el cristianismo, la angustia era un sentimiento natural. Es la Iglesia quien la convierte primero en una tentación y, más tarde, en un pecado. Todo lo contrario que el Renacimiento o el Romanticismo, que encuentran en el angst, como se denomina en el mundo germánico al dolor existencial, la expresión más sublime del sujeto, el asunto del poeta; una forma de trascendencia cuyos antecedentes encontramos en la poesía de Petrarca –habitante de la noche del Tártaro–, los grabados de Durero, la vanitas del Barroco o la escena de Shakespeare que inmortaliza a Hamlet, príncipe de Dinamarca, dialogando solo con una calavera.
Hasta el
Las visiones sobre el desconsuelo y la fragilidad de la existencia son infinitas.Probablemente porque la vida, en el fondo, es un ejercicio de demolición, un desengaño, como expresaron Kafka, Munch, Beethoven, Pessoa, Kierkegaard, Cioran o Dostoyevski, que pone en boca de Raskólnikov, el estudiante de Crimen y Castigo, estas palabras: “El sufrimiento y el dolor son inseparables de una gran inteligencia, de un gran corazón. Los hombres auténticos tienen por fuerza que experimentar una inmensa tristeza en la Tierra”.
Angst, grabado expresionista de Edvard Munch
Ante semejante evidencia, caben distintas respuestas: el suicidio tenebroso, que es su variante más inútil, pues acelera la causa de la angustia; el humor y la desacralización , como hicieron a su manera Voltaire y Schopenhauer; o la aceptación, la conducta más sabia. “El espíritu del hombre funciona como un péndulo que oscila entre el miedo a la muerte y el asco a la vida”, escribe Roca-Ferrer, que otorga a la angustia una función vital: revelarnos el verdadero rostro, con frecuencia esquivo, de la felicidad. Algo casi milagroso en el mundo de globalización tecnológica, donde el narcisismo y el consumismo camuflan bajo toneladas de azúcar la infelicidad materialista, ese espejismo colectivo que nos promete todo con independencia de si realmente lo deseamos, lo merecemos o estamos dispuestos a conseguirlo (con sacrificios).
“La sociedad se ha echado en manos de la banalidad entretenida y señala al depresivo, cuando no se burla de él”, escribe Roca-Ferrer. La paradoja es que de quienes se ríen de los sabios angustiados no miran sino su propia imagen, reflejada en un espejo, como demuestran estos días de confinamiento, donde unos van a conocer el dolor de la enfermedad, a otros los visitará la muerte y muchos descubrirán que la felicidad, esa dama pasajera, consiste en salir a la calle, pasear y pensar en lo efímeras que son todas las certezas.