De Larry David al conde Kessler
La serie 'Curb your enthusiasm', de Larry David muestra que la mente humana está programada para no quedarse nunca satisfecho
22 marzo, 2020 00:00Hace un par de años Ramón de España publicó aquí un artículo, El irritante Larry David en el que celebraba el ingenio del guionista principal de Seinfeld que veinte años después de acabada la comedia televisiva lanzó otra, protagonizada por él mismo, Curb your enthusiasm, cuya última temporada hasta ahora, la décima, se empezó a emitir hace unas semanas. Que es un gran éxito en Estados Unidos. Y que es para mí lo mejor (a la par de casi todo lo que hacen Reyes y sus colegas de Muchachada Nui) de la abrumadora oferta de las plataformas de cine y televisión on line.
Espero cada nuevo episodio con ansia. Solo traicionaría mi lealtad a Larry David si fuese para ver alguna otra serie cuya trama girase en torno a un baile de graduación en algún instituto norteamericano, o en las peripecias de una “cheerleader” de “baseball”. Como, ciega y torpe, la industria del espectáculo no produce series sobre estos temas fundamentales, sigo fiel a Larry David.
Como suele decirse, envidio al lector que aún no haya visto Curb your enthusiasm pues tiene por delante un festival de risas. El que leyera el artículo de Ramón acaso no se hizo una idea muy cabal de la propuesta de Larry David: no digo que estuviera mal su artículo, el chico hizo todo lo que pudo y a quien hace lo que puede no hay que pedirle más; pero se le quedaron cosas sustanciales en el tintero: la atmosfera, el espíritu, el mensaje. Pues bien, el lector puede respirar tranquilo porque yo voy a sacar esas cosas de ahí, del tintero. Y a explicárselas muy claritas. E incluso repitiendo los conceptos, todas las veces que haga falta, pues ya sé que el lector, a la primera, no siempre pilla las cosas.
Hay que dárselas masticaditas. Cuente conmigo para ello. Soy la persona indicada, porque donde el voluntarioso Ramón no alcanza con su prosa (que algunos consideran efectista y otros un poquito ramplona), yo floreo.
Ay, disculpe, perdónenme todos, la reclusión en casa me está poniendo un poquitito impertinente. No me hagan caso y volvamos a Larry David:
Para todos los manuales y profesores de narratividad cinematográfica y/o televisiva Curb your enthusiasm está lleno de contraindicaciones y anatemas: en el amplio elenco de personajes que acompañan y continuamente entran en irrisorios conflictos con el protagonista --el mismo Larry David, interpretándose a si mismo-- no hay ninguno al que admirar, ni con el que identificarse; nadie a quien respetar, ni siquiera compadecer.
Son una pandilla de acaudalados cineastas (actores, productores, agentes, etc.) egoístas, maniáticos y tiquismiquis, que viven como jubilados en mansiones soleadas de Los Ángeles, unidos por una amistad superficial y entregados a sus neurosis y manías. Tanto ellos como todas las personas con las que se relacionan, que son los empleados de los establecimientos que frecuentan, son extremadamente celosos de sus derechos --definidos por la normativa de la “corrección política”-- y de su “dignidad” continuamente cuestionada, mientras en privado, en la intimidad, abominan de ella y la conculcan sistemáticamente.
Un mundo lejanísimo
Es un mundo de tipos quisquillosos con la vida resuelta; y como no tienen problemas serios en que ocuparse se obsesionan con pequeñeces, con naderías. Efectivamente los engranajes del aparato de la mente humana está programado para nunca quedarse satisfecho, siempre inquietarse, y si no puede inquietarse por algo grave que sea porque se ha puesto a llover y hay que cancelar la partida de golf. Cualquier menudencia vale. Es un humor nihilista.
Esta noche colgarán el décimo episodio de la décima temporada. Se me hace largo, largo, esperar. Aunque últimamente, con esto del confinamiento y las calles espectrales que veo por la ventana y las noticias ominosas y la conciencia de que tanta gente lo está pasando mal, al mirar (¿o debería decir “visionar”?) Curb your enthusiasm recuerdo una frase de, me parece, el conde Kessler.
Después de perder la primera guerra mundial, Harry Kessler regresa a su mansión solariega en Prusia, de la que ha estado ausente mucho tiempo, y encuentra esperándole, entre otros libros, un poemario enviado años atrás por Robert de Montesquiou, el conde de Montesquiou-Fézensac, dandy, coleccionista, poeta en el que se inspiró Proust para su personaje del barón de Charlus. Y Kessler (¿sería Kessler? Recuerdo la anécdota pero no dónde la leí) observa con melancólica extrañeza como si mirara una flor marchita el libro exquisito, el poemario, seguramente relamido, rebuscado, aristocrático y fútil como todo lo que escribía Montesquiou, cubierto por una capa de polvo, como todas las cosas en la casa, y piensa que llega a sus manos como testimonio de un mundo lejanísimo y ya desaparecido, el mundo que señoreaban personas como Montesquiou y él mismo.
Por cierto que el ex-libris de Kessler decía: “und doch”: “y sin embargo”. Lo cual, junto con todo lo demás, me trae a la memoria este haikú, que tampoco recuerdo de quién es: “Este mundo de rocío. / Mundo, sin duda, de rocío… / Pero el rocío…”