Rivalidades personales, consecuencias políticas
Joseph Cummins aborda las relaciones tempestuosas de dirigentes históricos, desde Stalin con Trosky a Hitler con Röhm o Disraeli con Gladstone
9 febrero, 2022 00:10Lucha persona, una rivalidad innata, que forma parte de la naturaleza de los hombres. Pugnas que cambian la vida de quienes las sufren, pero que en el caso de dirigentes políticos implican también un cambio en el transcurso de la historia. ¿Son evitables? El poder no se comparte, se alcanza y se intenta conservar. Y se barre todo aquello que estorbe a ese propósito. El mundo anglosajón tiende a la pedagogía y en la disciplina de la Historia destaca de forma especial. Joseph Cummins consigue que el lector se acerque a aunténticos monstruos del poder, desde Alejandro Magno y Darío III a John F. Kennedy y su relación con Nixon. Desde Stalin con Trosky a Hitler con Röhm o Disraeli –el favorito de la reina Victoria— con Gladstone.
Esas parejas luchan por el poder, y siempre hay un vencedor, aunque los perdedores son cientos de miles o millones de personas que han quedado como los actores secundarios de la narración histórica. Cummins, en su obra Grandes rivales de la Historia (Arpa), desarrolla una técnica implacable y no menos efectiva: las biografías de esos grandes personajes se cruzan a partir de elementos históricos que deciden la suerte de sus pueblos, y lo hacen sin pestañear, con una lección desagradable para todos los que tienen un buen ánimo con la humanidad: es el terror y el asesinato lo que mueve el curso de la historia, es la violencia y el rencor la palanca que provoca los cambios, aunque haya algunos ideales y un poco de amor en todas las historias.
¿Se querían Hitler y Röhm –el impulsor de los escuadrones de las SA– que acabó asesinado junto a otros ‘revolucionarios’ hitlerianos a la orden del propio Führer?
Cummins advierte al inicio de la gran película que se inicia con las páginas del libro que ha editado Arpa: “La firmeza con que algunos de los personajes de estas historias intentan erradicar a sus oponentes es sobrecogedora. Alejandro y Darío lucharon con hordas de hombres enfrascados en un combate cuerpo a cuerpo en un intento de matarse el uno al otro; Alexander Hamilton y Aaron Burr terminaron batiéndose en duelo en un acantilado de Nueva Jersey, y Adolf Hitler acabó con Röhm en la celda de una prisión”.
Ahora bien, el lector espera algo de compasión. Los grandes personajes históricos han sido objeto de enormes retrospectivas, de películas y obras de teatro que desarrollan aquellos rasgos más humanos, con sus correspondientes pasiones. Si dos personajes quieren exactamente lo mismo, ¿podrían colaborar? Cummins señala que ese objetivo compartido puede llegar a mostrar que la naturaleza de esas parejas no es tan distinta. “Un ejemplo es el de Isabel I y María Estuardo. Tenían mucho en común y ambas expresaban un deseo desgarrador no de gobernar sus reinos, sino de ser buenas amigas. Tomás Becket y el rey Enrique II se amaban el uno al otro –no cabe la menor duda– pero ambos deseaban llevar las riendas, y llegados a este punto jamás llegaron a reconciliarse”.
Guerreros revolucionarios
Esas rivalidades, las que han llegado al hombre contemporáneo, fruto de áridas investigaciones –aquí, de nuevo, se debe destacar que la tradición anglosajona ha sabido llegar más al lector, al utilizar un lenguaje más didáctico y narrativo– han llegado a cambiar la Historia. La competición entre Julio César y Cneo Pompeyo, entre Guillermo el Conquistador y el rey Haroldo, entre Benedict Arnold y Horatio Gates, por nombrar a algunos –como apunta Cummins– llegó a cambiar la vida de millones de personas. “La rivalidad entre Carlos XII y Pedro el Grande hundió a Suecia y puso a Rusia en el mapa. La fiera pugna entre el rey Felipe IV de Francia y el papa Bonifacio puso las bases de la separación Iglesia-Estado. Chiang Kai-shek y Mao Zedong lucharon y decidieron el futuro de la nación más poblada de la historia”.
Pero, ¿cómo se llega a matar a los propios, a los que han estado a tu lado, a los que te han ensalzado y promovido?
Uno de los episodios con mayor tensión narrativa es el que Cummins destina a la rivalidad entre Hitler y Röhm. Los dos tenían muchas cosas en común, como el desencanto militar tras la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial, aunque el origen social fuera muy distinto. Röhm, hijo de una familia aristocrática, sería el impulsor de los escuadrones de la SA. Tachado de practicar orgías –era homosexual– y de obedecer a partir de sus propios impulsos, Hitler lo acaba asesinando en la noche de los cuchillos largos. Röhm se mostraba orgulloso de su obra, no tenía ninguna percepción negativa sobre la posible reacción de Hitler. Y llegó a afirmar públicamente que la revolución alemana no la habían hecho “los filisteos, los fanáticos ni los predicadores, sino los guerreros revolucionarios”, es decir, sus SA. Y señaló a un conocido: “Hitler ya no puede pasar por encima de mí como hizo un año. Me he asegurado de ello. No olvides que tengo a tres millones de hombres, todos los puestos están en manos de mi gente”, en una demostración de cómo los dirigentes utilizan todos sus peones para asegurar sus posiciones personales.
El hecho es que Röhm, tras ser previamente encarcelado, fue fusilado por otras tropas no menos feroces, las SS. Entre noventa y doscientas personas fueron asesinadas en aquella noche conocida como la noche de los cuchillos largos. ¿El motivo de las matanzas? “El sentido de la decencia”, sentencia textual del propio Hitler en un acto público.
Las relaciones entre Stalin y Trosky también se abordan con un gran pulso narrativo. Trosky no llegó al entierro de Lenin, porque Stalin le había engañado sobre el día en el que se iba a celebrar. No era un sábado, sino un domingo. Y Trosky no llegaba a tiempo, por lo que Stalin le dijo que no se preocupara, que descansara en un balnerario. El entierro fue un domingo, –Trosky pudo haber llegado a tiempo si se le hubiera informado– y el aparato comunista de Stalin dejó claro que el revolucionario, el gran jefe del ejército rojo, se había distanciado de las esencias. Trosky cayó en desgracia. Hasta el asesinato en México en manos de Ramón Mercader y su piolet.
No podía faltar en ese gran relato histórico la figura de Napoleón y su gran adversario, Arthur Wellesley, el duque de Wellington, quien le derrotó en la batalla de Waterloo. Lo que sentían el uno por el otro mostraba un total desprecio, pero, en realidad, era también una mutua admiración, más en el caso del inglés. “Toda la vida civil, política y militar de Bonaparte fue un fraude”, señala el Duque de Wellington, que en eso podía estar de acuerdo con Talleyrand, gran crítico de Napoleón. Para el militar corso, Wellington era “un cobarte”, que “actuó amenazado por el miedo”. A su juicio, “tuvo un golpe de suerte y sabe que la fortuna nunca sonríe dos veces”.
Didáctico, ameno, pero con todos los datos correspondientes, la obra de Cummins se lee como una novela, aunque con esa sensación agridulce, que nos lleva a la eterna pregunta: ¿qué es lo que mueve la Historia?