Ilustración de la portada de una edición francesa de 'Don Quijote' (1618) grabada en cobre

Ilustración de la portada de una edición francesa de 'Don Quijote' (1618) grabada en cobre

Democracias

¿Qué se debe a España?

Francisco Uzcanga Meinecke traza una documentada crónica sobre la Ilustración y el ambiente intelectual y político de la España anterior a la Revolución Francesa

20 abril, 2021 00:00

“¿Pero qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace diez, ¿qué ha hecho por Europa? España se parece hoy día a esas colonias débiles y desdichadas que necesitan permanentemente el brazo protector de la metrópoli”. Esta frase de la voz España en la Encyclopédie Méthodique, que continuaba la empresa de Diderot y D’Alembert, provocó en 1782 un conflicto diplomático entre españoles y franceses, como cuenta Francisco Uzcanga Meinecke en ¿Qué se debe a España? La polémica que dividió a la Europa de la Ilustración (Libros del K.O, 2021), una excelente crónica, amena, muy bien documentada y soberbiamente escrita, del ambiente intelectual y político de nuestro país en aquellos años fascinantes, previos a la Revolución francesa, en los que estaba a punto de desaparecer un orden secular. 

Al hilo de todo de ello, Francisco Uzcanga se ocupa también en estas páginas de la historia de El Censor, un semanario con vocación ilustrada, editado por el abogado granadino Luis Cañuelo, que terminó enfrentándose al escritor extremeño Juan Pablo Forner. Forner, a petición del conde de Floridablanca, redactó una Oración apologética por la España y su mérito literario, en respuesta a la entrada de la Encyclopédie, que provocó la burla de los ilustrados más escépticos. El Censor, por ejemplo, contestó con una Oración apologética por el África y su mérito literario, una farsa que indignó al Gobierno de Carlos III y que aceleró el final del semanario que había supuesto un conato de modernización periodística en España, precisamente en el siglo en el que se estaba conformando la esfera pública tal y como se ha entendido hasta hace muy poco.

¿Qué se le debe a España?

El libro de Francisco Uzcanga sirve para hacerse una idea muy detallada de algunas de las inercias que han viciado a nuestra sociedad cainita. España ocupa un lugar oblicuo en la cultura europea, puesto que su aportación ha estado siempre embrutecida y aun cegada por las consecuencias de la Contrarreforma, que nos alejó del mapa moderno cartografiado por el pensamiento protestante. Como observó sagazmente Juan Benet, la literatura española, a diferencia de lo que ocurre en casi todas las demás tradiciones occidentales, siempre ha mantenido una relación escéptica con el discurso nacional, algo todavía latente en el atronador “¡Odio España!” que solía gritar Ferlosio a la primera de cambio. 

Tratando de explicarse la ausencia de un grand style en nuestra literatura –para anunciar de paso, como tantas veces hacen los creadores que son a la vez críticos inteligentes, su propio proyecto de restauración al respecto–, Benet, en un ensayo titulado La entrada en la taberna, al que no dejamos de volver, denunciaba que, a partir del siglo XVI, la literatura española se desentendió de su sociedad y de su aventura colectiva para perderse por el camino de lo popular y lo castizo, que a su vez se convirtió en una crónica aversión hacia lo heroico, encarnado por un Estado que habría decidido abandonar a su pueblo a la buena de Dios. Decía Benet:

Homenot Juan Benet /FARRUQO

Homenot Juan Benet / FARRUQO

“Un día los españoles tendremos que investigar en serio –y línea tras línea– hasta qué punto ese amargo Don Quijote no representa también una parábola de las vicisitudes de un Estado delirante que para llevar a cabo su insensata función redentora necesita seducir, con un señuelo pueril, a un plebeyo remolón para que le acompañe y asista, pero que a la postre termina por conducirle a la vieja humilde casona, para concluir en paz sus días, rodeado de ruinas, una vez pasado el soplo de la locura”.

Como consecuencia de ello, Benet veía en el Quijote un desvío, con respecto al gran estilo, del que nunca nos habíamos recuperado:

“Su actitud respecto a aquel estilo que él solamente podría haber formado fue tan decisiva como la de Velázquez. Para bien o para mal, como consecuencia de sus actitudes, España se quedó sin énfasis; fue una herencia muy complicada: lo que se perdió de grandilocuencia se ganó en sorna, lo que quedó ayuno de entusiasmo se hartó de escepticismo, todo el ímpetu se transformó en resignación, y la épica, como una pecadora arrepentida, decidió vestirse con la arpillera de la prosa y mudarse hacia la novela para cantar las gracias –ya que no las glorias– de las ventas castellanas”.

Vieja friendo huevos, de Diego Velázquez

Vieja friendo huevos, de Diego Velázquez

Para Benet, incluso Velázquez se había adentrado en la taberna, otorgando la misma dignidad pictórica a los enanos, los aguadores o los maritornes que a Felipe IV, preocupado tan sólo por salvar “el aura de la más alta condición humana”, como dijo Ferlosio en uno de sus memorables pecios a propósito del retrato de Juan de Pareja. El caso es que la reflexión de Benet, leída a la luz de la crónica de Uzcanga, nos sirve para entender hasta qué punto España, en los albores de lo que fue la modernidad en toda Europa, cuando la filosofía se emancipaba en Alemania de la teología, los monarcas absolutistas perdían la cabeza en Francia o la poesía romántica despuntaba frente al paisaje en Inglaterra, decidió, como tantas veces, abortar la revolución y replegarse en los cuarteles ultramontanos

Se trata de una constante que hace de nuestra cultura algo excepcional y difícil de entender, puesto que no se adapta al relato oficial de la crítica de las ideas. Todavía un historiador del arte como Kenneth Clark se atrevió a excluir a España de la constelación europea en su en su Civilization: A Personal View (1969), aduciendo que la Inquisición nos había impedido ingresar plenamente en ella. Clark no dejada de ser, de algún modo, descendiente de aquel Nicolas Masson que redactó la polémica entrada de la Encyclopédie. Esa leyenda negra, que ha adquirido diversas expresiones y pintorescos aliados a lo largo de los siglos, se ha agravado debido precisamente a aquella constante suspicacia hacia lo nacional de la que hablaba Benet y que, por las mismas razones, suele tener una respuesta patriótica inflamada de retórica hueca, a menudo ridícula y embarazosa, artificial e impostada. 

Casiodoro de Reina, un ensayo de Doris Moreno

Casiodoro de Reina, un ensayo de Doris Moreno

Hoy en día, tanto las soflamas de Vox y de la derecha más aguerrida como los remilgos de una buena parte de la izquierda, siempre dispuesta a asumir la hostilidad y el lenguaje de los incomprensiblemente prestigiosos nacionalismos periféricos, son aún hijos de esa dialéctica perversa entre el depauperado discurso heroico y el anárquico casticismo demagógico. Nunca hemos tenido una relación adulta con nuestro país. En España hemos sido educados, tradicionalmente, en un sentimiento de vergüenza e inferioridad con respecto a la cultura europea. Cuántas veces hemos oído decir, a propios y extraños, que el nuestro es un país arcaico y del Antiguo Régimen porque apenas tuvo Ilustración y muy poco Romanticismo. Pero al mismo tiempo que nos lamentamos de nuestras flaquezas, somos incapaces de reconocer y articular nuestros méritos. Decimos, por ejemplo, que en España no ha habido gran tragedia –y esa es quizá una de las razones, podríamos decirle a Benet, por las que se perdió el grand style–, un género que no pudo desarrollarse debido al control escénico del catolicismo, pero olvidamos añadir que el Quijote no es sino la salida, por la puerta cómica, a ese problema, gracias a lo cual la novela moderna echó a andar en el resto de Europa entre las pavesas del último teatro trágico. 

Del mismo modo, nos flagelamos con los horrores de la Inquisición, pero nadie se acuerda de que Casiodoro de Reina, mientras huía de la condena a muerte que contra él dictó Felipe II, logró terminar la primera traducción completa al castellano de la Biblia, una hazaña comparable, en  calidad si no en alcance, a lo que hizo William Tyndale en inglés o Lutero en alemán. Su nombre, sin embargo, nunca se ha pronunciado en nuestros colegios, lo que no deja de ser aún un triunfo del Santo Oficio. Repetimos que casi no tuvimos Ilustración, pero ahí está la figura inclasificable de Goya, cuya obra es un planeta en muchos aspectos aún por estudiar y descubrir, mientras no deja de orbitar en torno a toda la pintura moderna. Nos dolemos de nuestro escaso Romanticismo, pero pocos se acuerdan de que la poesía meditativa inglesa, por ejemplo, se gestó gracias al descubrimiento de la literatura devocional española. España no necesita ser defendida por espadachines ni vilipendiada por revolucionarios. Bastaría con que fuera descubierta por sus ciudadanos

Rafael Sánchez Ferlosio, durante la presentación de sus 'Ensayos completos' / EP.

Rafael Sánchez Ferlosio, durante la presentación de sus 'Ensayos completos' / EP.

En el pasado siglo aprendimos a leer la historia de un modo más complejo y menos rutinario, sin la necesidad hegeliana de ordenar etapas, según el clásico post hoc ergo propter hoc. La historia de la cultura no es un examen de Estado en el que algunas naciones suspenden y otras sacan matrícula. Todos sabemos que la Revolución francesa, una vez superado su periodo de consagración en la nueva mitología democrática, ha evidenciado sus aspectos más siniestros y perjudiciales, como recordaba con valentía y mucha gracia el añorado Manuel Arroyo en Contra los franceses

No hay duda de que España es un caso singular en Europa. El genio español, de Quevedo a Buñuel o al propio Ferlosio, es a menudo de carácter energuménico. Sólo un país como el nuestro pudo tener, en un momento de profunda crisis nacional, a una comparsa de maîtres à penser tan extraordinaria pero también tan disparatada como la Generación del 98. Pero también es verdad que, como observó Malraux, cuando en Europa se produce una manifestación estética y religiosa radical siempre ocurre en España o en Rusia, pasando por debajo de la razón francesa y alemana. Por eso Rilke, rastreando en sus últimos años los residuos de lo sagrado, viajó con ansiedad por Kazán, Toledo o Ronda. Ser nacionalista es siempre ridículo, pero todavía lo es más en el ámbito del espíritu. Cuando uno cava muy hondo en una cultura, pronto se da cuenta de que las diferencias desaparecen y se diluyen para dejar emerger una gran Atlántida espectral construida por todos a lo largo de los tiempos.