Sin noticias del tranvía azul
Este transporte público dejó de circular en 2018 y, si depende del actual equipo de gobierno de Barcelona, es probable que nunca vuelva
13 julio, 2020 00:00Me gustaba mucho el tranvía azul que unía la plaza Kennedy con la del doctor Andreu, de donde salía el funicular que, si no recuerdo mal, te llevaba al parque de atracciones del Tibidabo (¿o era a Vallvidrera?). Ignoro si ese funicular sigue en funcionamiento, pero este medio de transporte lleva inactivo desde enero de 2018, cuando realizó su último trayecto antes de someterse a una completa revisión por parte del ayuntamiento, revisión de la que nunca más se supo. En teoría, tenía que licitarse la gestión del célebre tranvía hacia marzo de 2019, pero la cosa se retrasó, se nos vino encima el coronavirus, el dinero previsto para la reforma de las vías, del aparato y de la propia avenida del Tibidado por el que circulaba el ingenio mecánico no apareció por ninguna parte y, en estos momentos, el tranvía azul es otro glorioso cadáver de la historia de Barcelona. Puede que resucite algún día, pero su regreso triunfal no parece estar muy alto en la lista de prioridades de la administración de Colau.
El tranvía azul --que al principio era de color verde y solo se convirtió en azul en 1945, tras un accidente-- se inauguró en 1901, cuando en la avenida del Tibidado tenían sus segundas residencias algunas familias notables de Barcelona (con el tiempo, todas esas mansiones acabaron convertidas, nunca supe muy bien por qué, en agencias de publicidad). El recorrido siempre fue breve: los 1.276 metros que separaban la estación de metro del Tibidabo del pie del funicular. Caso de que no pensaras coger el funicular de marras, la plaza ofrecía en mi juventud un restaurante --La Venta, creado en 1975-- y un bar de copas --el Merbeyé, fundado en 1977--. De noche, podías empalmar la cena en La Venta con la torrija en el Merbeyé, que fue el bar en el que halló la inspiración mi amigo Sabino Méndez para escribirle a Loquillo su Cadillac solitario.
A La Venta acudían varios notables de la modernidad barcelonesa de cuando la Transición: yo recuerdo haberlo visitado con el editor de Star, Juan José Fernández, con el entrañable y divertido cantamañanas Manel Valls y con gloriosos difuntos como Pepón Coromina o Bigas Luna. El sitio era agradable, moderniqui (el menú estaba diseñado por el dibujante holandés de línea clara Joost Swarte) e ideal para ver y dejarse ver, pero la comida nunca me pareció nada del otro jueves. Afortunadamente, como en esa época me interesaba más el bebercio que el condumio, en el Merbeyé me encontraba muy a gusto: pillarla con unas vistas tan estupendas sobre tu propia ciudad era una experiencia muy satisfactoria.
El único problema del Merbeyé era la falta de plazas de aparcamiento, circunstancia que te obligaba a dejar el trasto donde buenamente podías y confiar (inútilmente) en que la Guardia Urbana hiciera la vista gorda, algo que no hizo jamás: muy al contrario (en aquella época, no sé ahora, cada guindilla se llevaba un porcentaje de las multas que ponía), la Urbana aparecía cada noche por el Merbeyé a ponerse las botas a base de multazos. Eran tan conscientes los guripas de que los coches no molestaban a nadie y de que su supuesto mantenimiento de la ley era en realidad una bonita y sencilla manera de hacerse con un sobresueldo, que hasta te podías poner farruco con ellos sin que te pasara nada. Solo una vez estuvimos a punto de acabar en el cuartelillo porque una amiga, al comprobar cuando nos íbamos que le estaban poniendo una multa, clamó: “¡¿Seréis hijos de puta?!”. Comentario que no sentó muy bien a los pitufos municipales, pero que tampoco los llevó a hacérnoslo pagar. De hecho, se fueron inmediatamente después de multarnos; según mi deslenguada amiga, porque tendrían que ir a extorsionar a algún camello o a alguna furcia en el otro extremo de la ciudad (puede que sea injusto, pero en Barcelona, la Guardia Urbana siempre ha tenido muy mala fama).
Aunque no fuese a comer a La Venta ni a beber al Merbeyé, tomé muchas veces el tranvía azul por el mero placer del trayecto. Era un poco como el ferry que une Manhattan con Staten Island, cuyo recorrido por el Hudson es magnífico, pero cuando llegas a tu destino resulta que es una birria trufada de bomberos y policías de la que los únicos personajes interesantes salidos de allí han sido The New York Dolls. Tras fumar un par de cigarrillos y tomarte una copa, volvías a subirte al tranvía y regresabas a Barcelona, por así decir. Sí, eras consciente de que el cacharro en cuestión era un anacronismo, pero lo disfrutabas enormemente: hay algo especialmente acogedor en los vehículos de madera que te hace pensar en cabañas en movimiento, como aquellas rancheras estadounidenses de los años 50 que parecían hogares rústicos sobre ruedas.
La Venta y el Merbeyé siguen en activo, aunque para mí murieron poco antes de los Juegos Olímpicos del 92. Aunque estén vivos, no puedo evitar considerarlos sendos cadáveres, difusas sombras de mi Barcelona fantasma, lugares en los que no he vuelto a poner los pies desde hace tanto tiempo que es como si hubiesen dejado de existir. No sé si habrá mejorado el papeo en La Venta. Como ya no bebo, la posibilidad de emborracharme en el Merbeyé mirando mi ciudad desde lo alto mientras canturreo Cadillac solitario no la contemplo. Seguiría subiéndome al tranvía azul sin motivo aparente, pero no está en activo y algo me dice que, si depende del actual equipo de gobierno municipal, nunca volverá a estarlo.
Como todo anacronismo que se precie, no cumplía ninguna función digna de la contemporaneidad, pero eso es lo que se espera de los anacronismos, ¿no? Sobre todo, si son tan bonitos y evocadores como el tranvía azul, que siempre tuvo la habilidad de ponerme de buen humor: a falta de una casita pequeñita en Canadá (como aquella de la que hablaba Elder Barber), algunos pudimos disfrutar durante años de un artefacto de madera que no te llevaba a ninguna parte, pero te daba lo mismo.
Tengo la mala impresión de que, si el tranvía azul vuelve, lo hará remozado de la peor manera posible. Y, una vez más en esta ciudad, la expresión Renovarse o morir se convertirá en Renovarse y morir.