Elogio del tiempo perdido
Vivimos inundados de información y de estímulos en el nuevo universo digital, pero también tenemos más propensión a vivir en la superficialidad y la ignorancia
31 diciembre, 2019 20:00Hace años me dediqué un tiempo al estudio de los semáforos inteligentes. Dotados de sensores, estos semáforos actúan con un control dinámico que interpreta la circulación urbana con la mayor eficacia posible; de forma óptima asignan las fases de luz verde de acuerdo con el flujo viario. El asunto es ahorrar tiempo de espera. Según un estudio reciente, los conductores pierden de promedio dos días enteros al año para acceder a Barcelona; son más de 300.000 los afectados en las horas punta. Incluso se evalúa su impacto en pérdidas económicas de 170 millones de euros; casi una cuarta parte más que hace tres años. Todos pasamos, por lo general, más de una hora al día aguardando en colas variadas, también al teléfono, en la espera del transporte público o de la descarga de una página de Internet.
El informático John Maeda, fundador del grupo de Computación y Estética del Medialab del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), ha comparado los diferentes dispositivos recargables que tenemos (teléfonos móviles, ordenadores portátiles y todas sus variantes) como mascotas a las que hay que dar de comer a distintas horas. La dedicación a las pantallas tiene a todo el mundo ocupadísimo; sean de donde sean y desde hace decenios. Hace once años los norteamericanos menores de once años de edad pasaban no menos de once horas semanales conectados a internet. ¿Cuántas son ahora? Estamos inundados de información y de estímulos, pero tenemos más propensión que nunca a ser superficiales, a vivir en la superficialidad (una sima de ignorancia).
Google, motor de búsqueda de contenidos de Internet, cuyo nombre alude a gúgol (‘googol’, un número inusitadamente grande que equivale a diez elevado a cien), permite miles de millones de búsquedas diarias. No deberíamos dejar de considerar que nuestras regiones neuronales están interconectadas y en expansión. Cada neurona viene a recibir la información de unas 10.000 sinapsis (estructuras celulares de intercambio de datos, las hay de tipo químico y eléctrico) y, a su vez envía, información a través de otras 1.000. Experimentando con animales, el profesor Ignacio Morgado ha investigado los mecanismos moleculares conocidos de plasticidad sináptica, describiendo los estadios de la memoria, los sistemas de memoria explícita e implícita, la memoria del trabajo, el recuerdo y el olvido. ¿Cómo se llegan a modificar? El empleo diario de la tecnología digital libera neurotransmisores y fortalece de manera graduada nuevas vías neuronales, en tanto que debilita las viejas. ¿Qué supone esto para nuestra percepción en general?
El oftalmólogo francés Émile Javal (1839-1907), especializado en estrabismo y la fisiología de la lectura, se interesó hace más de un siglo por el principio de utilidad para leer y escribir con mayor rapidez y comodidad. Observó que, al leer, nuestros ojos no recorren el texto de manera totalmente fluida y que pueden ser educados más allá del pestañeo. Hacia el final de su vida escribió que la necesidad de leer con una asiduidad creciente, y desde la más tierna edad, había provocado la miopía entre los escolares. Proponía una tipografía esmerada que fuese benéfica para la vista. Es interesante señalar que Javal fue un ingeniero de minas que se pasó a la medicina, que era un apasionado de la grafología y que fue convocado como perito en el célebre juicio a Dreyfus, el segundo de ellos; también que fue un amigo muy cercano de Émile Zola.
Es innegable la importancia del formato de los textos a la hora de la lectura. Son muchos quienes hoy leen los libros como si fueran periódicos: entre líneas de titulares y resúmenes. Podemos plantearnos cómo los cambios de hábitos de lectura repercuten abiertamente en el estilo de escritura y en los modos de pensar. Sigamos en zigzag, rehuyendo la línea recta. Diez años atrás, el escritor norteamericano Nicholas Carr analizó los perjuicios que la consulta habitual de internet procuraba en nuestra capacidad de atender y concentrarnos: “Entramos en un entorno que fomenta una lectura somera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial”. Así se expresaba tras calificar a la Red como un sistema de interrupción: “una máquina pensada para dividir la atención”. De forma paradójica, Carr pedía confiar en “esas máquinas tan maravillosamente potentes que son la fuente del problema”, para aumentar nuestra capacidad de exploración y criba con resultados asociativos potentes. Lo insustituible es desarrollar el hábito de razonar y de sintetizar, así como situar cada dato informativo en un contexto adecuado y con un buen sentido de la proporción.
Marina van Zuylen, profesora de Filología francesa y literatura comparada en la universidad neoyorquina de Bard, acaba de publicar A favor de la distracción (Elba). En este ensayo se refiere a una distracción encaminada a obtener tanto ideas como alegrías, en busca de una vida “desenfocada por los pequeños y grandes prodigios que puede obrar”. Su libro cuestiona que la distracción pueda ponerse al mismo nivel que la pereza y replantea lo que puede llegar a significar el vagabundeo mental y la concentración. A fin de cuentas, la atención se puede remodelar y estirar; hay pautas para mejorar nuestra capacidad de mantenerla en un cierto grado. Pero también un exceso de concentración supone peligros, como el de tensionar la mente. Se contraponen aquí una dispersión anárquica con una atención desmedida; en el fondo del cuadro: el trastorno del déficit de atención e hiperactividad.
El ser humano puede ser visto como alguien que habita un espacio de presencia y ausencia. Su quehacer le exige un tiempo de ensueño y de reposo. Un entretenimiento, una interrupción que permita cargar las pilas mentales. La obsesiva dedicación a una actividad atrofia o merma otras capacidades. Darwin llegó a reconocer su dificultad por escuchar música o por gozar de la buena lectura, actividades que, sin embargo, él consideraba valiosas. Es probable que desarrollase, junto a su intensísima utilización de la corteza cerebral central (propia de la actividad científica), el cuadro propio de la adicción al trabajo y que supone la mala conciencia de no hacer todo lo que se debe, o acaso sentirse perdido al no hacer nada, cuando la consigna íntima y sin paliativos es hacer sin parar.
La ociosidad tiene su función vital y permite pasear por canales hermosos. Todo ello configura los moldes de la cultura de los hombres y de los pueblos. Si nos referimos a la lectura, hay que textos que, a pesar de las calidades que puedan tener, no admiten un ritmo ágil para recorrerlos con provecho. Nietzsche, quien se llegó a definir como profesor de lectura pausada, entendía la lectura como un rumiar; un arte sin prisa y sin una única meta, pues admite posibilidades insospechadas. Ese rumiar, ese masticar con parsimonia (al estilo slow food) va envuelto en silencio reflexivo y acaso sea evidencia de la incapacidad para concentrarse en una sola cosa.
¿Cuándo y para qué puede ser provechoso interrumpir durante un periodo determinado el estudio? Cuando se apaga la concentración y se deja de pensar en línea recta, se produce un olvido que ayuda y estorba a la vez, se indagan otras rutas no convencionales y no lineales. En ese arte de la receptividad irrumpe un estilo impresionista que puede dar frutos. Se puede alumbrar ideas durmiendo, andando o nadando, tal vez incluso pensando en las musarañas. Esta desconexión permite también aliviarse de la rigidez de una obsesión que nos machaca y, gracias a la flexibilidad, encontrar nuevas perspectivas que nos alejen de lugares comunes y crónicos de los que no se puede esperar la innovación necesaria y conveniente.
No siempre es oportuno vaciarse de todo lo que parece prescindible. Se diría que no conviene acabar con el desorden en nuestras mentes. Puede tener su misión y su utilidad fuera del orden canónico impuesto. El tiempo que se pierde (en realidad, que se considera que se pierde) puede ser reciclado o revertido, de modo que permita extraer algo inesperado y positivo. El sociólogo brasileño Gilberto Freyre se preguntaba si sabemos saborear nuestra libertad, nuestro tiempo personal. Habría que saber vivir el tiempo libre de forma gustosa y entrar así en los verdaderos latifundios de tiempo desocupado o mal empleado, para abonarlos y para que los seres humanos desarrollen su dimensión personal. Sin otra utilidad, en principio.