Iris Murdoch, monjas y soldados
La escritora irlandesa se pregunta en esta novela, inédita en español, si se puede alcanzar la felicidad una vez que el camino de la virtud se ha demostrado intransitable
31 diciembre, 2019 00:00“Nuestros vicios son universales, aburridos, el barro podrido y ordinario de la mezquindad, la cobardía, la crueldad y el egoísmo humanos; e, incluso cuando son extremos, son todos lo mismo. Solo en nuestras virtudes somos originales, porque la virtud es difícil, y tenemos que probar, inventar, operar por medio de nuestra naturaleza para hacerle frente a nuestra naturaleza…” Así habla, en su lecho de muerte, Guy Openshaw, marido de Gertrude, la protagonista de Monjas y soldados (1980), la novela que Impedimenta, con mucho acierto, acaba de publicar, en una excelente traducción, como colofón del centenario de Iris Murdoch celebrado a lo largo de este 2019 que ahora termina.
Guy Openshaw es un personaje muy familiar para los lectores de Murdoch. Es el mago de sus tramas, un hombre carismático y culto que suele manejar los hilos de las vidas de los que tiene a su alrededor, una especie de Próspero que adquiere diversas identidades a lo largo de su obra. Aquí Guy es un civil servant, un alto funcionario de la administración inglesa que además es filósofo amateur, domina las lenguas clásicas y en su conversación inteligente y divertida siempre hace alusiones simbólicas y enigmáticas a personajes de Shakespeare, aforismos de Wittgenstein, verbos griegos o cisnes blancos.
Al principio de la novela, Guy tiene cuarenta y tres años y se está muriendo de cáncer. Su mujer, Gertrude, al final de la treintena, le cuida, sabiendo que va a perder el mundo. El matrimonio no ha tenido hijos pero ha sido muy feliz. Gertrude dejó su trabajo como maestra de escuela para dedicarse sólo a su marido. Alrededor de la pareja se ha formado un compacto y nutrido grupo de amigos, les cousins et les tantes –así se refieren a ellos mismos– y entre los que se cuentan Manfred North, un banquero, o Peter, un funcionario judío de origen polaco al que todos llaman, un tanto burlonamente, el Conde. Como siempre, la capacidad de Iris Murdoch para inventar personajes e imponérselos al lector es asombrosa. Desde la primera página nos sumergimos sin esfuerzo en el milieu. Cuando Guy está agonizando, aparece en la casa, de pronto, Anne Cavidge, una vieja amiga de Gertrude, de la época de la universidad, que había ingresado hacía tiempo en un convento y que ahora, habiendo perdido la fe, ha colgado los hábitos.
Por otra parte, en torno a ese grupo de amigos de clase alta, revolotea Tim Reade, un joven pintor sin blanca, habitual de los pubs –del Prince of Denmark, por ejemplo– y criatura típica de los ambientes de la Slade, la escuela de bellas artes londinense. Tim ha sido una especie de protegido de Guy, que de alguna manera lo adoptó, prestándole dinero e iniciándole en la alta cultura. En su submundo marginal, Tim tiene una relación con Daisy, una aspirante a novelista, bebedora y deslenguada, también sin blanca. Medio en broma medio en serio, Tim y Daisy han fantaseado a veces con la posibilidad de aprovecharse de Gertrude y sacarle dinero.
El caso es que, cuando muere Guy, Gertrude decide prestarle a Tim la casa que el matrimonio tiene en el Sur de Francia, para que pueda dedicarse a pintar. Gertrude quiere seguir ayudando a Tim, pero lo que ocurre es que, en el curso de una visita que Gertrude le hace al joven en la casa de la Provenza, los dos se lían y terminan prometiéndose, inesperadamente. Para complicar aún más las cosas, sabemos desde el principio que el Conde ha estado toda la vida perdidamente enamorado de Gertrude y que, ahora, una vez fallecido Guy, cree que ha llegado su momento. Anne Cavidge, por su parte, después de haber fracasado en la búsqueda de inocencia que constituyó su conversión, vuelve al mundo social y se enamora secretamente del Conde.
En una primera lectura, podría parecer que se trata de una alta comedia de enredos, entretenida, edificante y luminosa, como siempre ocurre con Murdoch, incluso en sus novelas más flojas. De hecho, Monjas y soldados ha sido considerada habitualmente por la crítica un título menor, quizá porque se publicó justo después de El mar, el mar (1978), su obra maestra. De alguna manera, Murdoch inició aquí su estilo tardío, el de esas novelas larguísimas y un tanto desbordadas de la década de 1980, compuestas sin el nervio, la tensión y la dureza de muchas de sus historias de la década anterior, prodigiosa en su bibliografía.
Al final de su vida, Murdoch, como Shakespeare en sus romances tardíos, pareció querer reconciliarse con la condición humana, dejando un mensaje de esperanza –The Message to the Planet (1989) es el título de otra las novelas que quedan por traducir– y renunciando a la crudeza con que muchas veces había retratado la ilusoria aspiración al bien. En ese sentido, Monjas y soldados es un intento de reconciliarse con ese fracaso. El enredo y la resolución de su trama formulan la pregunta de si es posible alcanzar la felicidad una vez que el camino de la virtud se ha demostrado intransitable, un asunto tan espinoso y difícil de representar en el arte como la bondad. Para ello, Murdoch dramatiza en la novela cuestiones abordadas antes por Shakespeare o Henry James, con referencias, como siempre, a Platón y Wittgenstein.
Es significativo también, por otro lado, que Monjas y soldados sea una de las pocas novelas de Murdoch que está situada históricamente. Sabemos que el enredo ocurre en 1978, puesto que al final se anuncia la proclamación de Juan Pablo II, el papa polaco. Durante toda la novela, a través del personaje del Conde y las tribulaciones de su familia, ha estado muy presente la cuestión judía, así como el peso de la historia europea, las guerras ideológicas y, en general, el problema de la acción, tanto moral como política, que contrasta con la contemplación y la vía negativa exploradas por Anne Cavidge durante sus años de vida monacal. Las monjas y los soldados del título hacen referencia al problema platónico, una y otra vez explorado por Murdoch, de la peligrosa capacidad del artista para utilizar su magia frente al coraje del santo para renunciar a ella. Pero Murdoch parece dar aquí un paso más y extender esa problemática también a la cuestión del final de la historia.
La proclamación de Juan Pablo II fue vista por muchos como el principio del fin de la división de Occidente en dos bloques antagónicos y como el preludio del triunfo del liberalismo como ideología hegemónica e irreversible. Aunque faltaba mucho para que Fukuyama publicara su célebre ensayo sobre la cuestión, Murdoch conocía muy bien las teorías que al respecto había elaborado antes Alexandre Kojève leyendo a Hegel. Murdoch parece estar pensando también en el Platón último, el de Las leyes, desengañado de sus aspiraciones utópicas tras la amarga experiencia de Siracusa. Y no es casual que esa proclamación del papa polaco coincida en la novela con la resolución feliz de la trama, que en sí misma constituye una impugnación del argumento en tanto que destino.
En su comedia –recordemos que para la autora la novela era un género eminentemente cómico–, Murdoch parece querer darle la vuelta tanto a Hamlet como a Las alas de la paloma (1902), la portentosa novela tardía de Henry James. Tim es un Hamlet que decide desoír al fantasma paterno para demostrar que se puede ser feliz casándose con una figura materna. Para ello, Murdoch construye su embrollo sentimental también como respuesta al desafío lanzado por Henry James en Las alas de la paloma, una de las novelas más densamente morales y psicológicamente complejas que se han escrito. Como Tim y Daisy, también Kate y Densher revolotean en torno a la joven, bella y enferma de muerte Milly Theale, intrigando para quedarse con su fortuna y utilizando cínicamente el amor que Milly siente por Densher para sus fines mezquinos y espurios.
La morosidad y la delicadeza con que James despliega la textura emocional en torno a sus personajes es irrepetible e inagotable. Como dijo una vez la propia Murdoch, Henry James –la única influencia narrativa que reconoció sin ambages– “escribe en cinco dimensiones y es el único novelista que conozco capaz de decirlo todo”. James, también como un Shakespeare tardío, hace que el plan se le vuelva a la pareja en contra. En el transcurso de sus maquinaciones, Densher acaba enamorándose de Milly –es imposible, hoy como ayer, no enamorarse de esa criatura–, que, a pesar de descubrir al final las secretas intenciones de aquel, le acaba legando una parte considerable de su fortuna, cumpliendo así con las expectativas de la siniestra pareja y demostrando una generosidad inaudita.
Densher, de todos modos, ha sufrido lo que T. S. Eliot, hablando de un dramaturgo isabelino menor, calificó como “el sobrecogedor descubrimiento de la moral”. Un acto amoral, ligeramente planeado, puede desembocar en un problema moral de una complejidad infinita e inextricable. Conmovido y derrotado por la bondad de Milly, Densher es incapaz de sobreponerse a la lección recibida y le exige a Kate que, si quiere seguir con él, debe renunciar al dinero. Si por el contrario, Kate prefiere la herencia de Milly, entonces deberá entonces renunciar a él. La última frase de la novela, en boca de Kate, no ha dejado nunca de resonar: “We shall never be again as we were”, “nunca volveremos a ser como éramos”.
La frase de Kate, constatación de la insólita metamorfosis moral que han sufrido los dos amantes, reaparece en boca tanto de Gertrude como del Conde. Murdoch intenta deshacer así el nudo gordiano de James, aludiendo de paso a Shakespeare. ¿Pudo Hamlet desoír al espectro paterno y reconciliarse con su madre? ¿Puede Gertrude hacer algo más que comportarse como una viuda virtuosa y custodiar la sombra de su perfecto marido? ¿Puede el Conde seguir viviendo después de aceptar que Gertrude nunca será suya? Anne Cavidge representa asimismo otro caso extremo. Después de haber fracasado en su intento de comunión con Dios y de renunciar a la santidad, la monja exclaustrada tiene una visión de Cristo.
Se trata de una de las escenas más difíciles en toda la obra de Iris Murdoch, muy ducha casi siempre, por otra parte, en el difícil arte de imponer al lector situaciones inverosímiles. Aquí sale airosa del reto gracias sobre todo a la descripción de un Cristo en absoluto gótico o sublimado sino más bien vecinal, sin barba, parecido al de la teología materna de Juliana de Norwich, la mística cristiana cuyas revelaciones Murdoch cita con frecuencia. En realidad la escena es la dramatización del descubrimiento de la inmanencia del bien, un asunto recurrente en la obra filosófica de la autora. El caso es que Anne parece salvarse gracias a esa visión, no sin antes pasar por el trance de asumir que nunca conseguirá al Conde, a quien sin embargo logra salvar a su vez de la desesperación y del suicidio.
Varios personajes de la novela sufren, como en las obras de Shakespeare, ordalías de las que salen transformados. En el caso de Anne y de Tim tienen que ver con experiencias acuáticas en las que casi se ahogan. El agua siempre cumple en las novelas de Murdoch una función regeneradora. La escena, al final de la novela, en que Tim casi perece nadando en los canales del sur de Francia (y que Murdoch tomó de sus visitas a la casa de Stephen Spender en la Provenza), tratando de salvar a un perro que se constituye en un poderoso símbolo del reencuentro con la inocencia, es particularmente absorbente y resulta muy significativa. Tim de pronto ya no sabe decirse si sus motivos para casarse con Gertrude habían sido impuros o deshonestos. Gertrude le ha abandonado después de enterarse de su relación con Daisy, de la que Tim nada le había contado.
El vodevil se resuelve al final con una reconciliación del matrimonio, que se demuestra plausible y sólido. Al mismo tiempo, Gertrude consigue retener al Conde y disuadirle de sus planes de marcharse a Irlanda, diciéndole que quiere mantenerlo cerca y seguir considerándolo un amigo privilegiado. Al llegar a una última fiesta en casa de Gertrude, Anne comprueba que el Conde, que está de pronto hablando animadamente con su amiga, ha aceptado vivir en el círculo mágico de aquel nuevo matrimonio, quedándose ella fuera del límite de ese mundo, como diría Wittgenstein. Gertrude no consigue sin embargo retener a Anne, que decide marcharse a América y emprender allí su nuevo despertar, dedicada quizá a misiones de caridad.
A lo largo de la novela, Anne también ha intentado ayudar a Daisy, la lenguaraz y borracha novia de Tim, otra alma perdida. En la escena final, Anne, antes de marcharse a América, se pasa por el Prince of Denmark, el pub que suele frecuentar Daisy y, por una conversación cazada al oído de un grupo de amigos, se entera de que también la chica se ha marchado a América, en busca de su propia inocencia. Anne sale entonces del pub. La nieve que cae sobre las calles de Londres le sirve a Murdoch para ofrecer una imagen de pureza y renovación, de inicio solitario que sin embargo ha logrado vencer algo. Monjas y soldados es una de las novelas más afirmativas y luminosas que Iris Murdoch jamás escribió. Uno sale de su lectura reconciliado con el mundo y con uno mismo, pues su tema no es otro que la alegría de vivir.