Filosofía, retórica y preceptiva del haiku
Más allá de las diecisiete sílabas repartidas en tres versos, el género poético del haiku, que canta un instante de conmoción y está influido por la espiritualidad zen, opera con la sugerencia y la elipsis como formas propias que le dan sentido
Recientemente trazábamos aquí una historia del haiku, esa forma japonesa que luego se ha extendido a otras literaturas, y antes de dedicar otra entrega a las principales figuras canónicas del haiku, con detalles pormenorizados de sus vidas y obras, es este el momento de ahondar en los principios que lo alientan, conocer su estética y distinguir qué clase de retórica se manifiesta en esta composición tan breve.
Tal vez emplear en este caso el término filosofía sea confuso, puesto que siendo una palabra netamente griega denota un sesgo occidental que contamina una expresión extranjera nacida desde una bien distinta visión del mundo. Más oportuno sería, quizá, hablar de saber o sabiduría, vocablos más neutros y extrapolables a cualquier tradición. No obstante, aún se puede rescatar sin complejos etnocéntricos el término filosofía en la acepción que Edgar Allan Poe le dio en su celebérrimo ensayo Filosofía de la composición, texto explicativo de la concepción y ejecución de su poema 'El cuervo', según él muy deliberadamente escrito. En este sentido, filosofía viene a ser algo así como principios generadores. Aquí veremos el haiku en ambos sentidos: la sabiduría que lo permea, y la preceptiva que lo ordena y pone en pie.
Un elemento consustancial al haiku, y del que se deriva el manantial de su estética, es la brevedad. Las diecisiete sílabas no dan para expansiones verbosas, vetan la facundia, ponen valladares a la palabrería. Si en las tankas que ensartadas crean una renga, y en esta misma, cabe cierto desarrollo, el haiku es una unidad cerrada, una mínima expresión que opera con la sugerencia y la elipsis.
Haiku es la aprehensión de un instante, de una escena a la que se asiste o de la que se forma parte, no un pensamiento u aforismo, no poesía gnómica ni sapiencial. Es, valga la comparación, una instantánea, una polaroid que no se retoca, algo espontáneo. Puede haber gracia y humor, inherentes a la situación y a las mil paradojas de las que la vida nos rodea, pero no está en el espíritu del haiku el ingenio ni ningún otro alarde, como está igualmente privado de ornato: nada de rima (aunque sí, por la naturaleza de la lengua japonesa, aliteraciones y, para potenciar lo paradójico y elusivo, la ambigüedad y el doble sentido, la paronomasia y la homofonía).
Basho definió el haiku con una gran sencillez: “Haiku es simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento”. Aquí y ahora. O si queremos jugar con las palabras a lo occidental e hibridarlas (“les mots font l’amour”, que dijo Breton): “Haikú y ahora”. En esa ubicación crono-espacial ha tenido siempre suma importancia la alusión a la estación del año en la que se está, aunque con dos matices: en primer lugar, el de que las estaciones japonesas no se corresponden exactamente con las nuestras; en segundo, que la presencia de la estación no es tan imperativa como se ha dicho. Antonio Cabezas anotó (un poco juanramoniano en cuanto al uso de la jota) que: “Verdaderas toneladas de papel se han escrito sobre la necesidad de incluir alguna palabra que fije la estación del año. Y eso que Basho había zanjado la cuestión afirmando que en todo se precisa ser razonable. De hecho, existen muchos haikus insuperables, de Basho y de otros, sin referencia a estación alguna”.
A la palabra o el momento que sitúa la estación se la llama kigo. Hay kigos relacionadas con cada una de las estaciones, permitiendo el sobreentendido sin tener que decir el nombre de la estación. De la primavera son las golondrinas, el florecer del cerezo y de otros árboles, la mariposa. Del verano, las ranas, cigarras, luciérnagas, las lluvias súbitas o aguaceros, el canto del cuclillo y de la alondra. Del otoño, los crisantemos, los ánsares y garzas, las libélulas. Del invierno, en fin, la nieve, la niebla, los eriales… Muy a menudo, también, se nombra directamente la estación, sin esa mención elíptica: “Por esta senda / no hay nadie que camine: / fines de otoño” (Basho). Y no es raro hallar la paradoja, como en este ejemplo de Sogi: “Que ya es verano, / no le digas, tormenta, / a los cerezos”.
Indudablemente, el haiku se ve influido por la espiritualidad zen, una de las escuelas del budismo, no en vano numerosos haijines o creadores de haikus fueron monjes, como sin ir más lejos lo fue Basho. Y este, como otros, fue a su vez, sucesivamente, discípulo y maestro. El Zen tiene rasgos que comparte con el haiku: él mismo significa calma, meditación, contemplación, quietud. Llegó a Japón procedente de China en el siglo VIII, y con un largo desarrollo y su evolución en dos escuelas llegó a tener un arraigo creciente que llegó a su cima en el periodo Edo (1603-1868). Es la época de los cuatro autores de haikus más famosos: Basho, Buson, Ryokan e Issa. Esta expansión significó un enorme aumento en el número de templos, y en los viajes de unos a otros y en las peregrinaciones y en los asentamientos remotos de monjes ermitaños se propició el contacto de los estos con la naturaleza, que quedaría reflejado en todo un caudal de haikus on the road (Kerouac también compuso haikus, aunque este no es el lugar de extenderse sobre ellos).
En esa percepción instantánea de la que nace el haiku se puede ver una notable similitud, a pequeña escala, con el satori, iluminación o despertar que el Zen busca. Es en términos occidentales una epifanía por minúscula que sea. En el ámbito del haiku se denomina aware a esta conmoción. Fernando Rodríguez Izquierdo expone: “Aware surge cuando el momento evoca una tristeza más intensa, nostálgica, relacionada con el otoño y el desvanecimiento del mundo. Aware es el eco de lo que ha pasado y de lo que se ha amado, con una especial resonancia que ennoblece ese recuerdo. No es mera pena ni mera nostalgia”. Vicente Haya, otro de los grandes estudiosos españoles del haiku, lo define como “la incandescencia íntima que nos contagia la experiencia del mundo”. El mono no aware, término que aparece en el Libro de Genji, es una empatía con las cosas, una conciencia de su fugacidad que se asume como propia.
La enseñanza del zen, por otra parte, discurría por la llamada koan, una proposición o planteamiento que no despreciaba el absurdo. Por ello fomentó una mirada oblicua, de movimiento de caballo en el ajedrez, podríamos decir, que tiene asimismo su correlato en el haiku, tan a menudo saliéndose por la tangente, modificando el enfoque, rompiendo la ilación lógica. Por otra parte, hay que tener presente en todas estas consideraciones sobre Zen y haiku, que el zen (tampoco el budismo, del cual es una ramificación) no es una religión y queda muy lejos de lo abstracto o de la metafísica india. El Zen no se pierde en entelequias. Tampoco el haiku. Ambos van a lo concreto. Todo son cosas visibles, audibles, palpables… Vicente Haya, ha manifestado: “El haiku no transforma el mundo; te pone en contacto con él, te introduce en él”.
El Tao también tiene mucho que ver con el haiku. En su libro En torno a Basho y otras cuestiones, Rafael Cadenas escribió: “El Tao lo que hizo fue jugar / con Basho, la rana y el agua / para facilitarle al poeta el gran hallazgo”. Naturalmente, se refiere al haiku que en versión de Octavio Paz se lee: “Un viejo estanque: / salta una rana ¡zas! / Chapalateo”. “Un viejo estanque. / Se zambulle una rana: / ruido del agua”, en la versión de Antonio Cabezas (de quien son también las otras traducciones aquí reproducidas). El Tao, desde la no acción, promueve la inserción armónica del ser humano en la naturaleza. Como se ve, el haiku también está impregnado de taoísmo, y el libro máximo de esta doctrina, el Tao Te Ching fue muy bien conocido por muchos de los más grandes haijines.
¿Es poesía lírica el haiku? De nuevo colisionamos con una terminología heredada, que sirve para entendernos a la par que se muestra insuficiente para abarcar las categorías más amplias, reacias a la simplificación. Lo es, evidentemente, en cuanto expresión de un yo que sufre, goza u observa. Pero es más que eso, porque queda a años luz de la exaltación de sentimientos y de una primacía del ego sobre lo que lo rodea. El poeta de haikus es testigo (aunque sea de lo que le acontece a él), no protagonista y mucho menos ególatra. Es un observador de la naturaleza en el que el acto de ver no es distinto del de decir, como en este, tan delicado, de Issa, gran compadecedor de las criaturas: “Pena le tengo. / Que me venga siguiendo / la mariposa”.