Gabriel Ferrater, papeles sobre literatura
Los escritos de crítica literaria del poeta catalán, editados por Jordi Cornudella, dispersos, inéditos y muchos sin una intención programática, muestran una absoluta libertad de criterio e independencia a la hora de juzgar el canon de la cultura en catalán
4 diciembre, 2023 19:43“Vistos per aquest cantó, doncs, aquests Papers sobre literatura són una traïció. Converteixen Ferrater en el crític o l’historiador que no va voler ser, i en fan l’autor d’una obra que no és obra i que en bona mesura tenim la certesa que ell no va voler que ho fos”. En su introducción, Jordi Cornudella resume así el problema de esta estupenda edición que recoge por fin los trabajos sobre literatura de Gabriel Ferrater, siguiendo los criterios heredados de Joan Ferraté, el hermano del poeta. En la década de 1980, este empezó a ordenar y publicar el legado disperso, ecléctico y proteico de un autor que en vida solo llegó a publicar tres poemarios y la recopilación de los mismos en Les dones i els dies (1968). El resto de pasiones intelectuales del autor, como se sabe, fueron proyectos interrumpidos, tanto su inicial dedicación a la crítica de pintura como su final y obsesiva entrega a la lingüística.
Como cuenta Cornudella, Ferrater se presentó a menudo como poeta y como lingüista, pero nunca como crítico. Y lo primero que llama la atención de este libro es el testimonio que ofrece del mal vivir que tuvo que soportar una inteligencia como la suya en nuestro país. Hay muchos textos que son entradas de diccionario, empresas enciclopédicas naufragadas, cartas, apuntes de estudios abandonados, prólogos en el mejor de los casos. Una vez tengamos los volúmenes complementarios de estética y lingüística, Ferrater se nos aparecerá como el verdadero don Juan del conocimiento que imaginó Nietzsche, alguien que no ama tanto el objeto de su atención como el ingenio y la seducción, las intrigas del saber, el desafío a todo método heredado.
En ese sentido, a diferencia de lo que ocurre con los ensayos de los mejores poetas –Eliot, Auden, Gil de Biedma–, este volumen adolece de la intención programática que suele informar la crítica interesada y parcial de los creadores. No sabemos si Ferrater no pudo o no quiso hacerlo, demasiado condicionado por la necesidad económica que siempre le persiguió, pero lo cierto es que el lector desavisado puede encontrarse ante un paisaje desolado tras una batalla perdida, lleno de cadáveres que no se sabe muy bien a qué batallón pertenecieron.
El experto, en cambio, puede disfrutar restaurando por su cuenta todo lo que en estas páginas hay de propósito oculto, de convergencia con amigos, de respuesta a los rivales y de infatigable desacato en todos los órdenes. Porque lo que sigue llamando la atención de la actitud intelectual de Ferrater, hoy como ayer, es su absoluta libertad, su renuencia a aceptar, ni siquiera bajo los condicionantes históricos más asfixiantes, ningún dogma ni ningún precepto estético o ideológico. Y eso es justamente lo que consigue que esta colección de carpetas extraviadas acabe cogiendo vuelo y justificando su existencia.
Indisociable de ello es la idea de cultura que Ferrater defendió desde el principio, como queda claro en el artículo inicial, célebre en una época, que abre el volumen y que se titula Madame se meurt…Publicado en 1953, Ferrater denunciaba ahí que la cultura catalana estaba en trance de muerte, pero no por la dictadura –eso vendría a ser una de las consecuencias de la inoperancia de la idea que él defiende– sino por una concepción cultural basada exclusivamente en las evasiones poéticas y descuidada de la red vertebradora del conocimiento. Era la ciencia –y su principal vehículo de expresión, la prosa– la que idealmente debía funcionar como pilar de una gran cultura, que solo así podía dejarse coronar con el laurel de la poesía. En la reflexión, donde resuena el eco de Ortega y su proyecto de aunar filosofía y ciencia, Ferrater incardina además la cultura catalana en la española de forma natural, como manifestación de un mismo problema y fuente de un parecido malestar.
De ahí que una y otra vez, Ferrater se niegue a aceptar la existencia de una cultura catalana creada sobre la base de una mitología romántica. En una carta demoledora que le escribe a José María Valverde en 1958 empieza diciendo: “No es por pereza que te dije el otro día que apenas me veía con fuerzas para trazarte el prometido esquema de la literatura catalana. Realmente no hay casi material para llenar ni dos cuartillas”. Y a una pregunta sobre si la obligación de Josep Pla de escribir en castellano desde la posguerra ha perjudicado la cultura catalana, Ferrater contesta: “Això de la cultura catalana em fa l’efecte que té una mena d’existència més aviat mítica”. Destaca también la vigilancia que ejerció con respecto a la incipiente normalización de la vida cultural en catalán. En 1969, le envió una carta a Jordi Carbonell, director de la Gran Enciclopèdia Catalana, denunciando el lamentable artículo sobre literatura alemana en estos términos:
“Aunque no sirva de nada, quisiera sonar la alarma ante la innoble calidad del artículo sobre literatura alemana. No hay ninguna mención de Lichtenberg, de Theodore Fontane, de Robert Musil. En cambio están fabricantes industriales como Stefan Zweig y amuseurs como Tucholsky. No hay forma de adivinar que Heine era un poeta y Büchner un dramaturgo, pero resulta que los dos eran buenos chicos porque eran de izquierdas. Las pastorelas de Walther von der Vogelweide son una historia de 'clase social' (como las del marqués de Santillana, supongo). La cronología es fantástica: un cierto Friedrich Wilhelm Nietzsche, que supongo es una manera como otra de llamar a Nietzsche, va después de Kafka. En fin, que si hubierais pedido el artículo a una gallina ponedora no lo habría hecho peor”.
Todo ello hace que sea aún más interesante y valiosa su prospección de la literatura catalana en la primera parte del libro, complementaria al Curs de literatura catalana contemporània (2019), editado por el propio Cornudella. Y ahí vuelven a destacar su libertad y su independencia a la hora de enjuiciar a unos autores que es capaz de poner en relación con el resto de sus contemporáneos españoles con absoluta normalidad. Es muy sintomática, a este respecto, la reflexión inicial sobre Ausiàs March y el camino perdido que a su juicio había constituido su obra:
“Apenas se exagera al decir que de todos los poetas que han conocido la obra de March, los dos únicos que son de su misma raza poética, y que por tanto han podido interesarse por ella sinceramente son Quevedo y Unamuno. Poco es, sobre todo teniendo en cuenta que Unamuno y Quevedo son a su vez dos poetas aislados, extravagantes respecto a sus coetáneos y a la tradición poética de su lengua”.
Ahí está in nuce lo que podría haber sido el punto de partida de la crítica literaria de Ferrater si alguna vez se hubiera decidido a ordenarla. Como hizo también en su ensayos y reseñas sobre pintura –imprescindible el dedicado a Picasso–, Ferrater se negó a asumir algunos de los dogmas de la modernidad –especialmente los de la vanguardia– y no dudó en meter el dedo en la llaga y preguntarse acerca de los fundamentos de todo el edificio que sostenía el arte de su tiempo.
Como en el caso de Gil de Biedma, la Edad Media le sirvió como correctivo de las grandes maneras que se generalizaron a partir del Renacimiento y como memento de que la literatura es sobre todo una categoría de la imaginación moral antes que fuente de estupor estético o de lecciones ideológicas. En el espléndido ensayo sobre Josep Carner, hasta ahora inédito y redactado en castellano, probablemente en la época que él mismo estaba escribiendo poesía con mayor asiduidad, Ferrater se puede permitir una declaración de este tenor, por completo ajena al clima intelectual de su tiempo:
“Ocurre, sin embargo, que en el mundo de ahora tener gracia puede ser para un escritor muy mal negocio. Que si la angustia, que si la conciencia social, el caso es que la literatura se ha convertido en un espantoso rollo didáctico. El lector ha cogido la costumbre, y ya no se toma en serio más que a los maestrillos. De ahí que un autor de mente adulta como Carner, que se rehúsa a envolver sus invenciones literarias en prospectos de sacamuelas, corre el riesgo de ser tenido por un amuseur trivial. Ya se pasará. No siempre va a divertirnos ser chiquillos”.
Como vuelve a demostrar este libro, Ferrater era dueño de una vasta cultura, pero no en el sentido acumulativo que se suele dar al vocablo culto o libresco. Él era capaz de entender cómo funcionaba la imaginación de un escritor tanto en el siglo XII como en el XVI o el XVIII; en eso consiste el verdadero cosmopolitismo. Ello le permitía moverse con comodidad por toda la producción cultural humana sin aspavientos y sin una limitación típicamente moderna que en nuestro siglo no ha hecho más que ensancharse hasta volverse hegemónica.
Como denunció Lionel Trilling en La imaginación liberal (1950), libro que Ferrater leyó muy bien, la sociedad democrática empequeñeció y acomplejó la imaginación artística hasta volverla ancilar de los propios dogmas demóticos. Desde entonces, el artista se siente obligado a soportar una responsabilidad y a transmitir un mensaje. Ferrater situaba el acartonamiento de la imaginación a partir del siglo XVI y consideraba que en la segunda mitad del siglo XX se había llegado a extremos grotescos. De nuevo en el ensayo sobre Carner, dice:
“En alguna época que la prudencia me impide precisar, pero que se intercala entre el siglo XVI y nosotros, al literato europeo comenzó a agarrotársele la imaginación. Ciertos temas, cada vez más numerosos, fueron proscritos; o mejor, fueron temidos, y no se les admitió en la literatura a no ser que se les acolchara con teorías o se les tundiera a mazazos de antipatía. Dicho de otro modo, la literatura se hizo moralmente partidista. El colmo, por ahora, de esta inhibición se ha alcanzado en nuestra época, por ejemplo con Sartre, escritor de asombrosos calambres: le dan miedo las gentes de derechas. El clasicismo de Carner consiste ante todo en que él es, entre los literatos modernos, uno de aquellos cuya imaginación sufre menos represiones y menos necesita inhibirse”.
Gracias a esa lucidez, Ferrater pudo reordenar, por así decirlo, el canon literario catalán moderno situando a los principales escritores, de Carner a Foix y Riba, de Ruyra a Pla o Victor Català en la constelación europea, desentrañando el mecanismo de su imaginación con una precisión que no se ha vuelto a repetir.
Y por ello mismo, cuando Ferrater salta a la gran literatura europea y habla de Shakespeare, Marlowe o del clasicismo francés, sabe hacerlo evitando todas las distorsiones modernas que han intoxicado la recepción de los clásicos. Al hablar de Shakespeare, por ejemplo, acertó a limpiar de romanticismo el monólogo dramático y a devolverle su función dentro de los patrones imaginativos del teatro isabelino.
Ejemplar sigue siendo también la soltura y la sobriedad con que supo abordar a autores tan difíciles y tan manipulados como Kafka o Musil. El prólogo a su traducción de El procés sigue siendo una lectura higiénica, por la frialdad con que resitúa la imaginación del checo. De nuevo, algunas de sus observaciones nos ayudan a entender cómo funcionaba su propio temperamento crítico:
“Dentro de la moralidad, la moralidad es real y nos libera de la sordidez de cada día; pero si la humanidad es sórdida, la moralidad es figurada dentro de la humanidad, y se trata de una liberación ficticia, o sea la peor culpa. Es un tema clásico del siglo XIX (en Dostoievski, por ejemplo), y Kafka no es que sea un gran escritor por haber extremado la paradoja de ello, sino porque ha sabido tejer una imagen única con todos los hilos de su experiencia donde veía la paradoja realizada, y porque al mismo tiempo permite discernirlos e identificarlos uno a uno”.
Gabriel Ferrater perdió todas las batallas que entabló y este libro es una buena prueba de ello. Su reticencia a considerarse crítico literario o a compilar en vida un volumen de esta naturaleza se entienden muy bien. Pero hay algo con lo que él no contaba. Estos trabajos de seducción perdidos han terminado por conformar una resistencia que en nuestro tiempo les confiere la coherencia y la unidad que en el suyo no encontraron.