Shane MacGowan, el líder de los Pogues

Shane MacGowan, el líder de los Pogues EFE

Músicas

El largo adiós de Shane MacGowan

El líder de 'The Pogues' tuvo una idea más que brillante: aplicarle al folk irlandés un tratamiento punk, algo maravilloso, más allá de largo intento de autodestrucción

5 diciembre, 2023 19:13

Shane Patrick Lysaght MacGowan, el ser humano, nos dejó hace unos días, cuando le faltaba menos de mes para cumplir los 66 años (nació el día de Navidad de 1957), pero Shane MacGowan, el músico, nos abandonó (a sus fieles seguidores y a sí mismo) hace cosa de un cuarto de siglo, cuando dejó de cantar, de componer y de grabar porque su peculiar estilo de vida lo había dejado hecho polvo y, al parecer, lo imposibilitaba para seguir adelante con las obligaciones propias de su oficio.

Hay quien dice que el bueno de Shane ha muerto relativamente joven, lo cual sería cierto en el caso de alguien que no se hubiera machacado tan a conciencia como nuestro héroe, que se enganchó al alcohol a la tierna edad de cinco años, cuando su abuela (¡Dios la bendiga!) le daba unos traguitos de cerveza Guinness por las noches para que cogiera mejor el sueño. Esto sucedía en la aldea irlandesa de Carney, situada en el condado de Tipperary (población más cercana, Nenagh, en cuya iglesia se celebrará el funeral del artista este mismo viernes). Un año después, sus padres se lo llevaron a Londres, donde se desarrolló su carrera musical, aunque acabara retirándose a Irlanda (primero a un pueblo dejado de la mano de Dios y luego a Dublín) cuando ya no podía con su alma. Morirse a los 65 años es, por regla general, marcharse antes de tiempo, pero, en el caso que nos ocupa, lo extraño es que el señor MacGowan resistiera hasta tan avanzada edad, pues llevaba toda la vida practicando la autodestrucción y lo raro es que no la hubiera diñado a los treinta y tantos.

Shane MacGowan pasará a la historia de la música popular por haber tenido una idea brillante no, lo siguiente: aplicarle al folk irlandés un tratamiento punk, electrificarlo convenientemente, subirle el volumen al máximo y convertirlo en una gloriosa mezcla de jolgorio y melancolía, en una unión, aparentemente contra natura, entre el folk y el rock & roll capaz de generar euforia y una tristeza de esas que hacen compañía. Tan necesaria misión la llevó a cabo al frente de The Pogues, grupo que fundó en 1982 a medias con su compinche Spider Stacy y que llegó a grabar cinco discos formidables: Red roses for me (1984), Rum, sodomy and the lash (1985, su gran obra maestra, producida por Elvis Costello, que por aquel entonces salía con la bajista de la banda, Cait O´Riordan), If I should fall from grace with God (1988), Peace and love (1989) y Hell´s ditch (1990). Entre el tercer y cuarto elepés, los Pogues publicaron un disco de cuatro canciones, Poguetry in motion (1986), que contenía una de sus mejores canciones, The body of an american.

Shane MacGowan, con The Pogues, en una actuación

Shane MacGowan, con The Pogues, en una actuación EFE

Pese a que el ritmo de publicación era razonable, en el grupo hubo tensiones constantes a causa de la afición desmedida de MacGowan a la bebida y a las drogas. Perdieron la oportunidad de ejercer como teloneros de Bob Dylan por Estados Unidos porque un mal día, el bueno de Shane salió del pub un poco más perjudicado que de costumbre y se lo llevó por delante un taxi que no fue capaz de esquivarlo. Cuando, en pleno viaje de ácido, lo pillaron comiéndose un disco de los Beach Boys, sus camaradas se dieron cuenta de que el líder del grupo tenía un serio problema que, de rebote, los afectaba también a ellos. Pese a ser el alma de la banda, a Shane lo acabaron despidiendo sus supuestos subordinados, hartos de sus borracheras, sus desfases con las drogas, sus constantes salidas de pata de banco y su indudable habilidad para hacerles perder oportunidades de prosperar en la vida. Con él y sin él, el grupo no iba a ninguna parte, aunque salió algún disco más que, en ausencia de MacGowan, resultaba de escaso interés.

Nuestro hombre, por su parte, creó a los Popes y con ellos grabó dos discos que no estaban a la altura de los fabricados con los Pogues, pero no estaban nada mal: The snake (1995) y The crock of gold (1997), cuyo título fue heredado por Julien Temple en el documental que dedicó a MacGowan en el año 2020 y que no ofrecía una imagen muy edificante del homenajeado, que aparecía como un tipo talentoso, sin duda, pero también como un borracho con malas pulgas que desbarraba constantemente, dando vivas al IRA y departiendo alegremente con un facineroso como Gerry Adams, que siempre me ha parecido una especie de Arnaldo Otegi con traje y corbata. La carrera del gran Shane se acabó, pues, a finales del siglo XX, y sus fieles seguidores nos tiramos veinticinco años esperando que volviera al tajo, cosa que parece que hizo (aproximadamente) durante sus últimos años de vida, cuando se puso a grabar con unos desconocidos que lo admiraban unas canciones que, hasta ahora, nadie ha oído (aunque den pena, se acabarán publicando, pues ya se sabe que los muertos siempre aportan un plus de comercialidad).

Por la beatificación de Victoria

Lejos de aprovechar el ocio para recuperarse un poco, MacGowan siguió pimplando y viviendo de rentas. No sé si había perdido la inspiración o si se la había bebido, pero, puede que involuntariamente, se embarcó en una larguísima e improductiva despedida, cada día más hecho polvo y más errático, cuidado por su novia de toda la vida, Victoria Mary Clarke (se conocieron cuando él tenía 24 años y ella 16), con la que se acabó casando hace unos pocos años en un estado lastimoso: apadrinado por su amigo Johnny Depp, se presentó en la iglesia en silla de ruedas (se había pegado una costalada letal de la que nunca se recuperó) y con los pies metidos en sendas pantuflas: ahora que las redes sociales se han llenado de falsas viudas cuyos comentarios dan vergüenza ajena, por muy fan de Shane que seas (como es mi caso), me sorprende que nadie proponga la beatificación de la pobre Victoria, pues solo Dios sabe lo que habrá tenido que aguantar durante su larga convivencia con tan gloriosa piltrafa.

El tipo ausente y permanentemente contrariado que aparece en el documental de Julien Temple (es muy triste la bronca sin motivo que se lleva el pobre Bobby Gillespie) es alguien al que, francamente, no apetece mucho conocer. Es mejor quedarse con el hombre que se inventó la brillante y eficaz mezcla de rock y folk que patentaron los Pogues, solo comparable al híbrido de rock y country que alumbraron los Byrds en su disco Sweetheart of the rodeo (1968). Para ello, ahí tenemos sus discos, que nos permiten bailar (sobrios o, preferiblemente, borrachos) con descargas del calibre de Transmetropolitan o Sally McLennan o con el lirismo desbordante de A pair of Brown eyes o Summer in Siam. Y, en mi caso, el recuerdo de un concierto en Barcelona que sonó a rayos, pero daba lo mismo porque el público iba tan cocido como los Pogues: nunca olvidaré la imagen de Shane MacGowan cantando a diez centímetros del micrófono porque, probablemente, no lo localizaba.

Resulta curioso que, en el mundo anglosajón, la canción más popular de los Pogues sea un perverso villancico, Fairytale of New York, que este año puede encaramarse a lo más alto del Top Ten de éxitos navideños porque, como les decía anteriormente, a veces los muertos venden más que los vivos.