Roald Dahl, aprender a maldecir
La cultura 'woke' es un negocio que pervierte todo aquello que dice reivindicar. No hay mejor forma de secundar al poder establecido que ayudándole a simplificar la imaginación de los niños
27 febrero, 2023 19:00“Charlie y la fábrica de quinoa”. Con este escueto sarcasmo, el dibujante Matt resumía hace poco en una de sus viñetas la reciente polémica sobre las versiones edulcoradas de los libros infantiles de Roald Dahl. Aunque finalmente los editores ingleses, ante la oleada de críticas, han convenido en mantener el original, la edición intervenida saldrá a la venta y convivirá con la otra, prueba del estado en que se encuentra la industria cultural del nihilismo. Porque detrás de ese gesto censor no hay ninguna preocupación por las minorías oprimidas sino una simple operación de oportunismo mercantil, como bien sabe Netflix.
La cultura woke es hoy en día un negocio que está pervirtiendo y desvirtuando todo aquello que dice proteger y reivindicar. No hay mejor forma de secundar al poder establecido que ayudándole a simplificar y radicalizar, en este caso, la imaginación de los niños, proporcionándoles consignas e instrucciones para que muy pronto se conviertan en consumidores dóciles, trasmisores de ideas prefabricadas pero con la conciencia inducida de que en el fondo son unos rebeldes.
En los años setenta del siglo pasado, Esther Tusquets trajo a España una colección de literatura infantil ideada en Italia por Adela Turín, una escritora e historiadora del arte que había estudiado la perpetuación de las ideas sexistas en los libros para niños. La colección se titulaba 'A favor de las niñas' y sus títulos –Rosa Caramelo, Arturo y Clementina, Los bonobos con gafas– fueron pioneros en la denuncia del machismo larvario del imaginario occidental, alimentado durante siglos por unas historias que adjudicaban a niños y niñas unos papeles que luego determinaban su comportamiento adulto.
Pero esos cuentos no se limitaban a explotar un desacato o a corregir vicios sociales sino que apelaban a la capacidad de todos los lectores en edad de aprendizaje para pensar la tradición en la que se habían educado y defenderse de futuras coacciones. Niños y niñas eran invitados a verse de otra manera a través de un ejercicio imaginativo crítico, desafiante y a la vez humorístico pero que no daba nada por sentado ni dictaba normas de conducta o de habla. Se trataba más bien de acabar con tópicos para abrirse a la complejidad de la propia condición.
Ahora, en cambio, sustituir a 'Kipling' por 'Jane Austen' en un texto autorizado, como han hecho estos editores, no es solo una manera de esconder o marginar a un escritor imperialista –autor por otra parte de algunas de las obras más bellas y edificantes que jamás se han escrito– sino que en el fondo es una forma de denigrar a Austen, que viene a ocupar un espacio en el que ella nunca aspiró a estar. Como decía George Steiner, Jane Austen es mejor que muchos novelistas varones. No es “distinta” sino “mejor”.
Al utilizarla como icono de la mujer escritora que el niño debe tener en cuenta en lugar del escritor patriarcal y colonialista se le está hurtando toda su singularidad ética y estética, poniéndola al servicio de una causa espuria y ostensiblemente contradictoria con el espíritu que le llevó a escribir novelas de la forma libre, ambiciosa y genuina que hoy seguimos admirando en ella. El aprendiz de lector no solo pierde así la oportunidad de descubrir quién fue Kipling sino que también hereda una idea vicaria e instrumental de Jane Austen.
A finales del siglo pasado, Stephen Greenblatt publicó una colección de ensayos titulada Learning to Curse (1990) que revolucionó los estudios shakesperianos mediante una aproximación crítica al lenguaje del Renacimiento llamada New Historicism, en oposición al New Criticism de la generación anterior, una escuela, inspirada en los postulados de T. S. Eliot, que solo admitía criterios formales en el juicio estético. Greenblatt en cambio defendía el uso de la antropología, el materialismo e incluso el psicoanálisis para entender la producción literaria de una época, inseparable a su juicio del resto de sus documentos.
El título de su libro, que podría traducirse por Aprender a maldecir, procedía de unos célebres versos que Shakespeare puso en boca de Calibán, la bestia anfibia, hijo de la bruja Sycorax, que Próspero domestica a su llegada a la isla desierta. Al domarlo, el mago le ha enseñado el lenguaje y por eso Calibán puede decir: “You taught me language; / and my profit on’t / Is I know how to curse” (“Me enseñaste el lenguaje / y mi provecho de ello / es que sé cómo maldecir”).
Para Greenblatt, La tempestad era una evidente metáfora de la imaginación colonizadora y Calibán la representación del diabólico salvaje sin cultura al que se debe someter a una determinada ilustración, de acuerdo con los ideales del humanismo. Por eso Calibán, al tratar de explicar a los iletrados Stephano y Trinculo quién es Próspero, les dice que su amo no es nada sin sus libros y les conmina a quemarlos: “Burn but his books”. Siendo como es un crítico honesto e inteligente, Greenblatt no se dejó llevar por las simplificaciones propias de otros estudios culturales, que siempre tratan de reducir la obra literaria a los límites de sus presupuestos ideológicos.
A pesar de sus premisas historicistas, él acaba fascinado ante la inagotable ambigüedad de la obra de Shakespeare. En el último acto, Próspero asume su vínculo con Calibán pronunciando estos versos tremendos: “This thing of darkness / I acknowledge mine” (“Reconozco mía / esta forma de oscuridad”).
La corrección de los libros de Roald Dahl sería una anécdota trivial si no fuera un documento de nuestra época. Al eliminar adjetivos presuntamente hirientes como 'gordo' o 'feo' o convirtiendo a brujas que habían sido 'cajeras' en 'brillantes científicas', la industria cultural se está colonizando a sí misma y, a la vez que cumple el mandato de Calibán de quemar todos los libros de Próspero, convierte a la literatura –a esa versión de autor que queda ahí como fetiche maldito y residual– en el único ámbito que nos queda para seguir aprendiendo a maldecir y a no dejar de reconocer como nuestras todas las formas de oscuridad.