La editora Esther Tusquets, con su perro / LUMEN

La editora Esther Tusquets, con su perro / LUMEN

Letra Clásica

Esther Tusquets y la editorial Lumen

Lumen cumple sesenta años integrada en un gran grupo editorial pero con un catálogo vivo y con una indudable altura de criterio, una tarea nada fácil en el siglo XXI

14 enero, 2020 00:05

“La única norma de la nueva editorial, nuestra única decisión inquebrantable, era editar los libros que nos gustaran. Creo que no éramos conscientes de la insensatez en que nos habíamos metido. Nadie hubiera dado por el futuro de Lumen un duro. Y me parece que yo, que contemplaba atónita y despavorida aquel disparate, tampoco. Para sacarlo adelante hacía falta un milagro. Y hubo un milagro. Hubo varios milagros”. Así hablaba Esther Tusquets de los inicios de la editorial que refundó con su padre en 1960, hace sesenta años, en Confesiones de una editora poco mentirosa (Lumen, 2020), sus memorias en el mundo del libro, oportunamente reeditadas ahora para celebrar la efeméride. 

En 1960 Esther Tusquets acababa de terminar la carrera de historia bajo el magisterio de Jaume Vicens Vives y se disponía a encontrar trabajo, quizá como profesora. Inesperadamente, sin embargo, Magín Tusquets, su padre, un médico dedicado al negocio de los seguros, le compró aquel año a Juan Tusquets –su hermano mayor y sacerdote muy vinculado al régimen franquista– la editorial Lumen, un pequeño sello religioso que se había fundado durante la guerra en Burgos. Magín tuvo entonces la idea de poner a trabajar en aquella editorial a su hija Esther, ayudada por él mismo y por su hijo Oscar, que entonces cursaba segundo de arquitectura y que, junto a su compañero Lluís Clotet, se ocupó del diseño de los primeros títulos. Nació así el Lumen moderno, cuya luz se emancipó de la teología para alumbrar uno de los catálogos más prestigiosos y combativos del orbe hispánico.

Magín Tusquets es por cierto uno de los nombres en la sombra del mundo editorial español. Gracias a su munificencia nacieron dos de los sellos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Además de enterrar parte de su fortuna en los primeros y ruinosos años de Lumen, en 1969, cuando la convivencia laboral entre su hija Esther y Beatriz de Moura –entonces responsable de derechos extranjeros en la editorial y pareja de Oscar– se hizo insostenible, Magín decidió darles a Oscar y Beatriz un capital para que fundaran su propio sello, que sería Tusquets Editores. Todos los que conocieron a Magín le recuerdan con veneración. Antonio López de Lamadrid, por ejemplo, luego marido de Beatriz de Moura y copropietario de Tusquets, siempre evocaba su generosidad y lo mucho que había aprendido con él en los viajes que juntos hicieron por América latina.

En pocos años, como cuenta Esther en sus memorias, Lumen logró convertirse en una de las editoriales de vanguardia, compitiendo con Seix-Barral y Destino. Al principio, el sello publicó sobre todo literatura infantil –un género al que Esther siempre prestó especial atención–, y espléndidos libros de literatura y fotografía en la pionera Palabra e Imagen, una colección donde publicaron autores como Mario Vargas Llosa, Miguel Delibes o Juan Benet, acompañados por fotógrafos como Xavier Miserachs, Colita o Oriol Maspons. No fue hasta mediados los sesenta cuando Esther se atrevió a dar el salto a la ficción y el ensayo, creando, bajo la dirección de Antonio Vilanova, Palabra en el Tiempo.

Confesiones de una editora poco mentirosa, Esther Tusquets / LUMEN

Confesiones de una editora poco mentirosa, Esther Tusquets / LUMEN

La lista de autores que llegó a albergar la colección sigue siendo asombrosa: Ralph Ellison, James Baldwin, Mary McCarthy, Hannah Arendt, Samuel Beckett, James Joyce, Kafka, Claude Simon, Proust, Iris Murdoch, Virginia Woolf o Flannery O’Connor. Ya en los setenta, Esther también abrió una colección de poesía, al principio dirigida por José Batlló, publicando a los mejores poetas del ámbito hispánico e internacional. La consolidación económica de la editorial no llegó sin embargo hasta finales de los setenta y principios de los ochenta, con los éxitos de las tiras de Mafalda y El nombre de la rosa, el long-seller de Umberto Eco, autor de la casa desde principios de los sesenta con su ensayo, hoy ya clásico, Apocalípticos e integrados

Lejos de desvirtuar su catálogo, Magín y Esther Tusquets invirtieron los cuantiosos beneficios que empezó a dar la editorial afianzando el criterio que les había animado desde el principio. Durante muchos años en Lumen hubo incluso una colección de clásicos grecolatinos, Palabra de siempre, dirigida por Xavier Roca-Ferrer, responsable por cierto de la mejor traducción de Horacio al castellano. Por otra parte, Esther se adelantó a su tiempo con la colección Femenino Singular, que publicaba narrativa escrita sólo por mujeres, aunque la selección no se supeditaba a la condición sino a la calidad, como demuestran las obras de Djuna Barnes, Barbara Pym o Margaret Atwood que allí se publicaron. 

Cuando uno alcanza cierta edad empieza a establecer una relación espectral con las personas que le han formado y que ya se han ido. Tuve la suerte de conocer a Esther Tusquets en los últimos años de su vida laboral, cuando aún dirigía Lumen en los bajos de Ramón Miquel y Planas, en el barrio de Sarriá, muy cerca de su casa en el Paseo de la Bonanova. Aunque parte de las acciones acababan de ser adquiridas por el grupo Bertelsmann –hablo del año 1997–, las oficinas y el ambiente de Lumen seguían siendo los de siempre, con los perros labradores de Esther paseándose entre pilas de manuscritos, mesas atestadas de libros y ceniceros y las paredes decoradas con posters de autores de la casa como Gil de Biedma, Carlos Barral, Joyce o Virginia Woolf. Al fondo había una pequeña terraza donde muchos días se tomaba un aperitivo presidido por Esther. Para un chico de veinte años, nacido en Mallorca, aún universitario y demasiado mitómano, entrar a trabajar en aquella editorial supuso un inevitable deslumbramiento. Fue Milena Busquets, la hija de Esther, entonces editora, quien me contrató y me introdujo en aquel mundo, con una generosidad intensa y absorbente. 

Esther no era una persona fácil de conocer. Su “timidez de cristal”, como Vázquez Montalbán la describió en una ocasión, se confundía a veces con la antipatía y contrastaba con la fatigosa sociabilidad que exige a menudo el oficio de editor. Esther siempre decía que, a diferencia de Jorge Herralde, ella no era editora por vocación sino  por azar. Sin duda había sabido aprovechar la oportunidad que le había brindado su padre y, con su contrariada disciplina germánica, había creado un catálogo admirable, pero la edición sólo había sido una parte más de su vida, ni siquiera la más importante.

Enseguida descubrí en Esther a una persona maravillosa, uno de los seres humanos más excepcionales que he conocido. Aunque ya sabía que era escritora, me impresionó comprobar que había cultivado una literatura ambiciosa desde su primera novela, El mismo mar de todos los veranos (1978), publicada a los cuarenta años. Tuve luego la ocasión de asistir a la concepción de Correspondencia privada (2001), el título que a mi juicio cierra su obra y cuyo manuscrito me permitió comentarle con detalle. Su “Carta a la madre” o el epílogo que escribió a modo de despedida son para mí sus textos más genuinos y a los que siempre vuelvo para recordar su voz. 

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El amor es un juego solitario, Esther Tusquets / ANAGRAMA

Pero más que sus novelas o la editorial, a Esther le importaban sobre todo sus hijos, Milena y Néstor, sus perros, a los que cuidaba con una devoción incansable, las partidas de cartas, los paseos en barca en Cadaqués, los viajes y sus amigos. En torno a ella se había formado una corte en la que se confundía amistad y trabajo, un grupo heterogéneo de escritores, traductores, psicoanalistas, grafistas y correctores en el que Esther ejercía de matriarca. Como amiga, Esther era a la vez muy generosa e intransigente. Si bien lo daba todo, exigía a cambio una lealtad inquebrantable que no podía descuidarse, a riesgo de caer en desgracia.

Había en ella una mezcla muy seductora de sensatez y locura, de elitismo y filantropía, de alegría de vivir y de profunda tristeza, siempre maravillada por el mundo y a la vez indignada por la crueldad de los seres humanos. Era la abogada de todas las causas perdidas y a menudo caía en estados de ánimo muy sombríos, pero también sabía gozar de la vida con una entrega y una urgencia contagiosas. Su conversación era siempre inteligente y estaba llena de observaciones agudas. La recuerdo ahora comentándome cómo a veces un amor fallido te prepara para un gran amor, añadiendo: “Fíjate cómo Romeo, antes de conocer a Julieta, está mal enamorado de Rosalina, a la que busca con la mirada en la fiesta en la que va a conocer a Julieta. No me creo nada que no esté en Shakespeare”. 

En el ámbito laboral Esther se apresuró a bajarme los humos propios de todo intelectual alevín, corrigiendo mis contraportadas y mis primeras traducciones con tanta severidad como exactitud. Hay frases suyas que vuelvo a oír cuando edito algún texto: “En la vida puedes hacer muchas cosas, pero no vuelvas a poner nunca una coma después de un sujeto”. La atención dedicada a los aspectos artesanales del oficio, como la corrección de galeradas o el cuidado del diseño, ha sido una de sus lecciones más perdurables, al igual que su desconfianza hacia las servidumbres publicitarias, tan propias del negocio.

A Esther también le debo, junto a Milena, el descubrimiento de ciudades como Nueva York, Florencia, Venecia o Bolonia. En los viajes de trabajo siempre había que reservar un tiempo para visitar museos o ir al teatro. Recuerdo una función de La tempestad que vimos juntos en Londres, con Derek Jacobi en el papel de Próspero, que fue para mí iniciática. Y nunca olvidaré su expresión, transida de asombro, placer y melancolía, frente al sepulcro de los Medici en Florencia. Aprender un oficio y descubrir Europa con alguien como Esther, cuando aún no se han cumplido los veinticinco, es una fortuna y un privilegio para siempre. A lo largo de aquellos años hubo también momentos difíciles e incluso amargos, pero lo que ha quedado es pura dádiva.

La obra de Esther ha perdurado y Lumen cumple ahora sesenta años integrada en un gran grupo pero con buena parte del catálogo vivo y con sus responsables tratando de imponer esa altura de criterio en el siglo XXI, tarea nada fácil. Fue Silvia Querini la primera que tuvo la difícil responsabilidad de sustituir a Esther, un trabajo que desempeñó con idéntica pasión y con un estilo propio, defendiendo y ampliando el catálogo heredado como si siempre hubiera sido suyo, no en vano era ya una editora de raza como pocas he conocido, además de excelente persona y gran amiga. Tras su jubilación, le ha seguido en el cargo María Fasce, otra escritora y editora veterana, también apasionada y entregadísima al oficio, perfectamente consciente de la dignidad que supone el puesto. Que la luz de Lumen nos siga alumbrando.