Galdós y Vargas Llosa, mitologías comparadas
El Premio Nobel examina al novelista en dos conferencias y una guía (subjetiva) de lectura mientras la editorial Renacimiento devuelve a las librerías las irónicas 'Memorias de un desmemoriado'
15 abril, 2022 23:10Con total seguridad, el género más difícil para cualquier escritor –excelente o mediocre– es la crítica literaria. La interpretación de sus iguales, el elogio de sus maestros, la inquisición de sus opuestos. Se trata, por lo general, de una tradición a la que escapan escasos nombres. Entre ellos figura Mario Vargas Llosa, sin duda el mejor escritor de su generación, un novelista deslumbrante y Premio Nobel tardío (si lo comparamos con García Márquez). El escritor peruano, afincado en Madrid por voluntad propia, aunque en este exilio tenga mucho que ver su fracaso como político en el Perú, que lo salvó de los demonios del poder y lo consagró en exclusiva a la literatura, acostumbra a ser elogiado como narrador, aunque haya practicado el periodismo, sienta una vocación adolescente por el teatro y dedique parte de su tiempo al cultivo del ensayo político, acaso como atenuante de aquella pasión que cuenta, alternándola con episodios biográficos e íntimos, en El pez en el agua: la vida como socialité, por desgracia mucho más conocida que sus insignes hallazgos literarios.
En esto, el arquetipo del escritor-prócer, comprometido con los asuntos de su tiempo –una tradición en la América española– termina casi siempre desdibujando al creador, superior en jerarquía intelectual, aunque secundario desde el punto de vista del conocimiento popular. Decíamos que el gran novelista peruano es una excepción a esta regla que dice que perro (literario) sí come carne de perro (literario). Y suele hacerlo con ansia y dedicación. Vargas Llosa, en cambio, ha escrito de sus pares y sus referentes con un espíritu apasionado, devocional, evitando la arbitrariedad y movido por la seducción del talento.
A García Márquez, amigo primero y enemigo más tarde, dedicó la tesis doctoral que convertiría en Historia de un deicidio (1971), un ensayo que es una muestra ejemplar de perspicacia crítica y generosidad. También lo son, aunque en diferente intensidad y rango, sus libros dedicados a José María de Arguedas –La utopía arcaica (1996)–, Flaubert –La orgía perpetua (1975)–, Onetti –El viaje de la ficción (2008)–, Víctor Hugo –La tentación de lo imposible (2004)–, el arte de la novela –La verdad de las mentiras (1990)–, las técnicas narrativas –Carta a un joven novelista (1997)–, la literatura de lance caballeresco –Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991)– o autores clásicos –Medio siglo con Borges (2020)–.
Todos estos estudios evidencian el talento del escritor de Arequipa a la hora de interpretar a sus antecesores, estableciendo así una estirpe literaria personal. A esta naturaleza pertenece también La mirada quieta de Pérez Galdós (2022), su última obra, editada por Alfaguara. En sus páginas se ensaya, como en las obras anteriores, la dialéctica del espejo que caracteriza el ejercicio de crítica –devota o vengativa– que acontece cuando un escritor habla de otro, una práctica que no está obligada a la objetividad, pero sí exige una alta capacidad argumentativa para que los juicios, con independencia de cuál sea su sentido, alumbren la exégesis que es inherente a la práctica artística. La crítica, a fin de cuentas, es un género más de las sagas literarias.
El estudio de Vargas Llosa sobre Galdós, sin embargo, desmerece la espléndida bibliografía previa que el novelista peruano ha ido dedicando a los dioses de su Parnaso. Algo que sólo tiene explicación por intereses editoriales –un libro de un Premio Nobel, de partida, cuenta con una cuota garantizada de ventas vinculada al efecto publicitario del galardón– y la voluntad (aquí no cabe hablar de necesidad) de obtener un rendimiento de trabajos intelectuales realizados por otra causa o pretexto, incluidos actos públicos y conferencias. Con este material, Vargas Llosa agavilla en su Galdós textos de diferente origen, junto a una guía de lectura de su obra, presentando como un libro inédito lo que son sus cuadernos de campo sobre la obra del novelista canario, aderezados con dos brillantes y juiciosas aproximaciones críticas.
Con éstas últimas hubiera bastado, aunque –ciertamente– el volumen resultante, en vez de 347 páginas, no habría alcanzado ni el centenar. Digamos que el Nobel, animado por sus asesores editoriales, ha hecho aquí algo análogo al famoso loco de Sevilla que –se cuenta en el prólogo de la Segunda Parte del Quijote– se dedicaba a inflar perros por la puerta trasera, utilizando un canuto por el que soplaba con tal entusiasmo que conseguía convertir a los canes callejeros en pelotas redondas. “Pensarán vuestras mercedes que es poco trabajo hinchar un perro”, se preguntaba, duendecillo retórico, el autor del Persiles para describir la carnicería que el apócrifo Avellaneda consumó al falsificar la historia de su discreto caballero andante.
Es sabido que un escritor –y más si se trata de un poeta– habla de otros escritores sólo para referirse a su persona. Siendo inevitable, hay maneras divergentes de hacerlo. Buenas y malas. Vargas Llosa las conoce a la perfección porque las ha practicado en sus ensayos sobre literatura. En su entrega sobre Borges –donde resucitó textos de juventud, escritos como entrevistas durante sus años como periodista– ya se percibía una cierta falta de vuelo crítico, un aplanarse, si bien en este libro se evitó (sabiamente) la amplificatio. Lo que había (bueno) era todo lo que debía. Le mot juste.
Con Galdós, cuyo centenario se celebró hace dos años, ha preferido incurrir en lo trivial: sustituir los argumentos críticos de fondo por una sucesión de fichas de lectura que parafrasean la trama de las novelas y dramas galdosianos, con comentarios discutibles, impresionistas y no siempre bien sustentados. Lícitos como opiniones, sin duda, pero llamativos en el caso del peruano, dada su clarividencia, sólo comparable con la de Borges y Octavio Paz, al escribir sobre los secretos de la literatura (ajena).
Vargas Llosa intenta guardar en estos textos –ambos disponibles en internet, compuestos como conferencias para foros solemnes– un difícil equilibro a la hora de juzgar a don Benito. Por un lado, insiste en que su legado literario es inferior al de escritores como Dickens, Balzac o Flaubert (no así a Zola, al que sitúa por debajo); por otro, forzado por la cortesía con quien le encargó tales disertaciones, intenta resaltar sus méritos como primer escritor profesional en lengua española, librepensador (en una España ultramontana y católica) y novelista que intenta ser imparcial (en un contexto literario furiosamente partidario). Siendo estimable la ambivalencia, Vargas Llosa no logra la verosimilitud que merece el lance. Su artificio galdosiano –la crítica literaria lo es– no suena sincero ni está movido por la pasión. Al Nobel le asombran los pasajes de Galdós donde se retrata el dominio del hombre sobre la mujer, la escasa tolerancia con los masones o la estrecha similitud que existía entre los liberales y los absolutistas en la España del siglo XIX, además de censurar las fugas oníricas que el autor de Miau introduce en algunos de los Episodios Nacionales.
Para Vargas Llosa, el novelista canario nunca entendió –esto lo reitera en exceso– que el primer personaje que crea un novelista es el propio narrador, obligación que (a su juicio) Galdós incumple con su narrador omnisciente. “Fue un gran escritor, pero no fue novedoso, no abrió un camino por el que pudieran descubrir su voz otros escritores; fue un seguidor de los grandes folletinistas franceses e ingleses, un escritor limitado, que alarga demasiado algunas novelas y desigual, que no rehacía sus textos, pero que escribió obras maestras”. Vargas Llosa, quizás por su devoción al autor de Madame Bovary, se toma demasiado en serio a Galdós, que es como decir que se toma con excesiva gravedad a sí mismo. Sobre todo al descubrir con la lectura sistemática de toda su obra, devorada durante los meses de la pandemia, que “no tenía excesivo conocimiento de la realidad económica” ni defendía con la vehemencia necesaria el capitalismo. Esto es: Galdós no es como Vargas Llosa (esperaba).
Cabría preguntarse dónde está el problema: si en el autor de Fortunata y Jacinta o en el Nobel. Basta ampliar el campo de visión para caer en la cuenta que los deméritos que Vargas Llosa encuentra en Galdós son anacronismos intencionales. Madrid, donde el escritor canario residenció su universo literario, nunca ha sido –ni es– París o Londres. España, en su tiempo, no era un país industrializado, como la Inglaterra de Dickens, ni cultivado, como la Francia de Flaubert. Si sus novelas son “limitadas en estilo y temas, y están obsesionadas con los problemas y la historia de España, señalando una cierta estrechez e incluso síntomas de provincianismo”, lo son porque exactamente de esta forma era el país sobre el que escribía. Mayor coherencia, imposible.
“Su realismo es discutible”, sentencia Vargas Llosa. Puede ser. Pero no cabe duda de que su literatura todavía seduce a muchos lectores. Quizás, como escribe el novelista peruano, los Episodios Nacionales son irregulares, un pecado del que tampoco se libran los ensayos crepusculares y políticos de Vargas Llosa, pero tales fallas no desmerecen la capacidad que tuvo Galdós para trazar un friso integral de una España que todavía existe, aunque sea en sustrato, bajo otros ropajes: una jaula de dementes salvajes y furiosos que, atados a su propia obstinación, chocan entre sí en lugar de ponerse de acuerdo en algo. La invariante española –nuestra recurrencia a la barbarie, la perversión cotidiana de los ideales, el prosaísmo crudo, la humanidad desatada–, que Vargas Llosa censura en su excursión panorámica por la obra de Galdós, es lo que condujo al novelista canario a profesar una desesperanza inteligente. Toda una anomalía en una sociedad equiparable a una sacristía. Se percibe en algo que el peruano minusvalora: el sentido de la ironía, tan cervantino.
Para encontrarlo sólo hay que acudir a las Memorias de un desmemoriado, editadas por Renacimiento, el sello de Abelardo Linares. Allí aparece un Galdós insólito, antagónico al que buscaba Vargas Llosa en su afán por establecer comparaciones sine nobilitate con Dickens o Balzac. Un Galdós que cuenta su vida a retazos, sin desvelar ni un solo secreto, distraído en anécdotas –viajes, encuentros, el pleito con su editor por las regalías hurtadas de sus Episodios– y que bromea todo el rato, a la manera del Quijote del discurso de la Edad de Oro, con una ninfa (su memoria) con la que discute y le sirve de pretexto para olvidarse de aquello que desea y como coartada para desvariar, sin culpabilidad, por los pasillos del olvido. ¿Por qué Galdós, con 72 años, 14 menos que el Vargas Llosa que lo enjuicia ahora, compuso estas extrañas memorias que desde el principio hasta el final contradicen las convenciones del género de la evocación biográfica y la memorabilia sentimental?
Sospechamos que se debe a que entendió mejor que sus contemporáneos, y sin duda con más eficacia que sus sucesores, que el secreto para que tus historias perduren consiste en fingir ser un narrador huidizo, al contrario que sus personajes –los españoles del siglo XIX–, que tendían a la prosopopeya de los discursos en cuanto podían abrir la boca, se le preguntaba por algo u opinaban sobre toros, política o literatura. Esa estomagante sinceridad de casino. “Los escritores” –escribe Galdós en sus (des)memorias– “valgan lo que valieren, deben poner entre su persona y el público como una pequeña muralla china, honesta y respetuosa. Siempre he tenido una repugnancia instintiva a la familiaridad (excepto con el gran mujerío). La confianza con el público, sencillamente, me revienta”.