Letra Clásica
Balzac contra el realismo, una invitación
El escritor nunca escribió con la intención de reproducir el fresco de la Francia de su tiempo. Su magisterio analítico desborda la novela con ideas, pasiones, dolor y placer
22 diciembre, 2020 00:00Pocas cosas son más nocivas para un autor que encerrarlo a bailar con otros escritores bajo una etiqueta que supuestamente ofrece cualidades comunes para todos los subsumidos. Estos rasgos comunes suelen ser secundarios en la poética singular de cada autor, en el mejor de los casos impide la comprensión cabal y en el peor impone una lectura que poco o nada tiene que ver con los logros personales. Ejemplos: la mejor manera de empezar a leer a Machado, Cernuda, Claudio Rodríguez o Gimferrer pasa por liberarlos cuanto antes de lo que se supone que deben escribir los miembros de las generaciones del 90, el 27, el 50 o la de los Novísimos. De otro modo sería como si un gastrónomo, en el trance de comentar la ejecución de un plato de fantasía, se fijase solo en la cubertería común del restaurante o, ¡peor todavía! nos hablase de la pizca de sal.
Algunos de estos equívocos son casi cómicos, pero otros adoptan formas más graves, y pueden dañar el interés por leer a un autor; no me ando por las ramas, como ya sospechará el lector atraído por el titular: estoy pensando en Balzac, en su fama inferior a la que debería. Casi puedo escucharles decirme: “Pero, buen hombre, ¿qué le pasa a Balzac? ¿De verdad vamos a gastar scroll en reivindicar a un escritor situado en el centro del Siglo de Oro de la novela, en la tradición nacional más prestigiosa? ¿No hay otros nombres a reivindicar? ¿De verdad considera su situación injusta?”. Atiendo a estas preguntas y respondo con un gran sí: Balzac sufre un notable prejuicio. Su nombre debería saltar de inmediato al mismo nivel que el de Tolstoi y Dickens, que el de Woolf y Joyce. La estirpe de novelistas ineludibles a la que sin duda pertenece.
Reproducción del ciclo novelístico de Balzac en un periódico
Gran parte del problema deriva de haberle encapsulado en el realismo, una etiqueta que despierta resonancias atroces: algo a medio caballo entre la descripción de costumbres, el escrutinio de los pormenores de los oficios y las observaciones interminables de Zola sobre la anatomía de los pescados. ¡Qué pereza el realismo! En Inglaterra, la más elegante de las literaturas, no encontramos a ningún novelista realista (y no me vengan con Dickens: sus protagonistas son medio duendes, medio diablillos); la febrilidad rusa no admite el comedimiento; y sospecho que uno tiene que ser muy español para soportar los frecuentes pasajes de aburrimiento purísimo que propone Galdós. Sea como sea, Balzac no responde a esta definición, no es solo que no encaje en la etiqueta, es que la destroza.
En primer lugar conviene recordar que el modelo de Balzac es la imaginación más organizativa, cruel y exigente de la cultura cristiana: Dante. Un poeta que no pretendía reflejar la realidad sino juzgarla de manera definitiva (y personalísima). El propósito inequívoco de Balzac fue trasladar la taxonomía de las regiones infernales y celestes a los barrios de París y a los círculos concéntricos de la provincia. Trasladó a la tierra los juicios de Dante, pero su imaginación (quizás la más amplia entre los novelistas) nunca trabajó copiando al fresco su sociedad, sino persiguiendo de manera ejemplar la disposición de la sociedad, las fuerzas en juego, las estructura de los diversos estamentos y su mutua correspondencia.
Una página de prosa corregida por el escritor francés
Sobre este escenario ya petrificado por el juicio Balzac suelta personajes que condensan un carácter o una clase social, una perspectiva fija del temperamento o de las fuerzas políticas y económicas: el avaro, el tendero, el banquero, el usurero, la prostituta. Arquetipos nuevos, inauditamente particularizados que nos recuerdan hasta que punto los personajes pueden ser más intensos que cualquier persona. Pasiones, fuerzas, instintos, costumbres, inercias y vicios recubiertos de nombre y envoltorio mortal que se agitan en el mundo aterradoramente estático de la Comedia, que nunca nos estremece más que cuando Balzac se permite soltar alguno de sus personajes humanos, susceptibles, ellos sí, al cambio: Lucien, Rastignac, Vautrin...
Es cierto que Balzac comparte estrategias que a primera vista podrían parecer propias de un escritor realista: su obsesión por el mobiliario, la descripción de rasgos físicos o su gusto casi maniático por el detalle legal. Pero si nos fijamos bien el mobiliario es para Balzac una manera rápida de describir la escala social (incluidas sus aspiraciones) por las que se mueve el personaje; sus descripciones juegan a ser comentarios pictóricos que buscan el carácter entre las pinceladas; mientras que toda la parafernalia legal parece brotar de su orgullosa inseguridad: la del genio perseguido por la deudas, el ciudadano convencido de que podría haber triunfado en cualquier cosa de no haberse dedicado al altar de la Comedia.
Prueba la distancia que Balzac mantiene con la etiqueta donde se pretende subsumirle es que sin él son inimaginables dos escritores que por vías distintas destrozaron las pretensiones del realismo sobre la novela (descripción de un mundo ordenado, motivaciones psicológicas claras, adecuación del estilo a las intrigas de la narración...): Dovstoievsky y Proust. El primero aprendió de Balzac las deliciosas energías que libera volver a empezar varias veces la misma novela desde su interior, a perseguir los temas allí donde le llevasen (sin miedo a prolongar una descripción veinte páginas o una conversación durante treinta) y la extraña mixtura entre dolor y placer que anima a tantas de las pasiones que le proporcionan a la vida su especialísimo sabor.
El segundo recogió el magisterio analítico de Balzac, su capacidad de desbordar la novela con ideas y reflexiones sobre los asuntos más variados (sin temer las puntas de crueldad asociadas al esfuerzo de ver las cosas como son, sin los tegumentos del autoengaño o la piedad de las falsas esperanzas), y el potencial desorden de todas las categorías sociales que pueden suponer el afecto y el amor. Desordenes que Balzac logra contener gracias a su férreo sentido moral, y que Proust, el más desmitificador y punk de los novelistas, desencadena hasta desfigurar el prestigio de la cuna y de la sangre.
Ilustración de Lean de la Haye, uno de los personajes de la Comedia Humana (1855) / GUSTAVO DORÉ
El mejor Balzac se encuentra en su trilogía (Papa Goriot, Las ilusiones perdidas, Esplendor y miserias de las cortesanas) pero le recomiendo al lector valiente que se sumerja en la totalidad de la Comedia, un ciclo novelístico que no corresponde a un capricho, sino que va reforzándose y creciendo a medida que uno se interna. Esa clase de lector está de suerte, pues puede aprovechar el feliz esfuerzo que viene haciendo Hermida Editores por ofrecer una edición muy cuidada del proyecto completo, y que encara ya su tramo final. Quizás el primer volumen se resiente de cierta bisoñez, de un ir calentando motores, pero Balzac enseguida alcanza un altísimo nivel medio que durante miles de páginas no desciende nunca.
De camino hacia las cumbres es frecuente cruzarse con obras sobresalientes que figurarían entre lo más destacado de la producción española, italiana o alemana (y probablemente también de la francesa sino estuvieran medio escondidas en el laberinto de la Comedia): La mujer de treinta años, Gobseck, El coronel Chabert, Euénie Grandet, El cura de Tours, La muchacha de los Ojos de Oro... Por no citar obras no tan redondas o profundas pero que contienen pasajes valiosísimos, ya sean personajes, reflexiones o asombrosas libertades estructurales.
Novelas, nouvelles y cuentos que se matizan y se enriquecen mutuamente, ampliando a un personaje, completando el ascenso o la caída de una familia, estudiando las consecuencias o los preludios de un enredo ya contado. Un mundo de ficción que ayuda a comprender el mundo real que envuelve al lector, haya nacido donde haya nacido. Uno puede salir de la Comedia Humana relativamente ignorante de la sociedad francesa del XIX (¡es increíble, pero es así!), pero no podrá evitar un incremento exponencial de su conocimiento sobre el comportamiento de la naturaleza humana en sociedad.