Una fotografía de Ai Weiwei, con Mao de fondo / METALOCUS-AI WEIWEI

Una fotografía de Ai Weiwei, con Mao de fondo / METALOCUS-AI WEIWEI

Letras

Lo que más me gusta de ti es tu novia

El célebre artista chino y disidente Ai Weiwei publica unas memorias, 'Mil años de alegrías y penas', que reflejan la reciente historia de China

12 diciembre, 2021 00:00

“What I like most about you is your girlfriend”, dice una divertida canción de The Specials, con la que titulamos estos párrafos. Lo primero que vi de Ai Weiwei, de su autoría, y lo que más me gusta de toda su producción, fue la foto, en blanco y negro, de una agraciada joven china (que era a la sazón su novia) levantándose la falda en la calle, ante un monumento nacional. Mostraba las piernas y las braguitas, en una imagen obviamente de provocación y desafío, ya que al fondo, en la pared del monumento, se veía el retrato de Mao Tsé Tung. El mero hecho de que aquella imagen pícara pero al fin y al cabo trivial se exhibiese y se considerase una provocación ya era un indicio elocuente del estado de las cosas en China, cinco años después de la matanza de la plaza de Tiananmen, en 1989, cuando el ejército disparó sin contemplaciones contra una multitud que reclamaba derechos civiles y protestaba contra la dictadura del Partido Comunista.

Luego resultó que la chica se llamaba Lu Qin y que la foto se había tomado, precisamente, en Tiananmen, en 1994. Así en la imagen coagulaban varias cosas dispares: la proclama de lo erótico, lo juvenil, lo femenino y lo sexual elevado a categoría de desafío político, a la vez exhibicionista y clandestino, a lo eterno, a lo viejo, a lo opresivo. No sé si el mismo artista en el momento de tomar la foto era consciente de su potencial de fetiche existencial. Él explica la cosa así: “Lu Qin se levantó la falda y expuso provocativamente su ropa interior mientras yo apretaba el disparador de mi cámara. Su rostro inexpresivo se yuxtaponía a la inocencia insulsa de las caras de la gente que la rodeaba, y el absurdo de la imagen subrayaba la tragedia del relato oficial, según el cual allí no había ocurrido nada de nada”.

El artista chino Ai Weiwei / WIKIPEDIA

El artista chino Ai Weiwei / WIKIPEDIA

La verdad es que Ai Weiwei nunca me ha gustado mucho, en general no me gusta el arte político, que ni es arte ni es política de verdad, aunque entiendo que da calorcito a los convencidos, tiene su utilidad, y hay que recordar que hasta al burro de la fábula le sonó la flauta por casualidad. Dicho sea con todo el respeto hacia el artista chino, naturalmente, que no está obligado a complacer mis preferencias en cuanto al arte y ha demostrado tener mucho temple, mucho coraje. Hay otra obra suya que también me impresionó y que, como la que acabo de describir, aparece reproducida en sus memorias, tituladas Mil años de alegrías y penas (Debate), que acabo de leer; es la secuencia fotográfica de la destrucción gratuita, dadá, caprichosa, estúpida, magnífica, a cargo de Ai Weiwei, de una pieza con veinte siglos de antigüedad. “Para mostrarle a Ai Dan la función de captura automática de una de mis cámaras fotográficas, le hice registrar los últimos instantes de una urna de cerámica de la dinastía Han mientras yo la dejaba caer al suelo. Diez años después, las fotografías formaron parte de una exposición. Este acto de destrucción caprichoso, fatuo, fue solo una más de mis muchas extravagancias. El arte se esconde en lo más oscuro de las profundidades de nuestra mente y yo lo encuentro con frecuencia donde otros no miran; para mí, es tan sólido y real como aquellos añicos de cerámica que recogí después de sacar la foto, para que mi madre no los viera. Si los hubiera descubierto me hubiera mirado con otros ojos, quizá, y yo no quería que eso sucediese. Por suerte, urnas de la época Han no faltaban en el mercado y tampoco me preocupaba cómo pudiera mirarme Ai Dan: él había sido testigo ya muchas veces de mis trastadas”.

La historia de su padre, también desterrado

Bueno, la época Han va desde el siglo II a. C. al siglo II de nuestra era. Las cerámicas intactas de aquella época parece que deberían ser venerables. Pero no para Weiwei, que sigue diciendo: “Pronto se me ocurrió otra cosa que hacer con una urna de cerámica Han. Tenía esta unas proporciones clásicas y unas formas hermosas y bien torneadas, pero parecía carecer de algo, algo le faltaba, y, tras darle algunas vueltas, pinté en su superficie el logotipo de la Cocacola: con él tenía más chispa”. Un iconoclasta, con el valor del sacrilegio. Yo comparo la destrucción de la vasija Han con la performance de Yves Klein, cuando arrojó al Sena, en París, varias láminas de oro, en presencia del coleccionista que las había comprado y de un notario para que diese fe de que allí no había trampa ni cartón. Solo que en la performance de Klein no había el elemento histórico, arqueológico, patrimonial.  

Creo que la obra que consagró a Weiwei en Occidente fue, en 2010, su instalación en la Tate Modern, cubriendo el suelo con cien millones de pipas de girasol de cerámica. Las pipas, alimento y entretenimiento pobre, útiles sobre todo para engañar al hambre y al tiempo, en tan gran número (1.600 artesanos trabajaron para hacerlas a sueldo del artista: algo que sólo en China es posible), al ser pisadas por los visitantes (hasta que la toxicidad del polvillo que entonces emanaban hizo aconsejable que no se caminase sobre ellas) aludían, claro está, a la humildad y anonimato de tantísimos cientos de millones de súbditos chinos, insignificantes para el poder y por él pisoteados.    

Las memorias de Ai Weiwei son una lectura interesante para hacerse una idea, con numerosos y significativos detalles y anécdotas, de cómo están las relaciones entre el Estado totalitario, las masas y el artista: una aproximación a China tanto como al propio Ai Weiwei. Cuya historia personal, por cierto, tiene gran fuerza. Es curioso, aunque comprensible, que la mitad del libro en realidad esté dedicado a relatar las penalidades que tuvo que afrontar y superar su padre, Ai Qing, un famoso poeta que, por haber vivido algún tiempo en Francia, se hizo sospechoso de haber contraído algún virus libertario y durante los largos y pavorosos años de la Revolución Cultural se le impidió publicar --de hecho no podía ni siquiera escribir--, fue desterrado de Pekín a las provincias más extremas y duras, se le alojó en una choza inmunda, se le asignó la tarea de limpiar letrinas, en fin, se le humilló minuciosamente. A la muerte de Mao, siendo ya mayor, fue exonerado de los delitos que se le habían imputado, se le readmitió en el Partido, se le devolvió a Pekín, volvió a obtener fama y reconocimiento. Por cierto que el título de las memorias de su hijo procede de uno de sus poemas, compuesto tras visitar las ruinas de una antigua ciudad de la ruta de la seda, en Xinjian: “(…) de mil años de alegrías y penas / no queda ya ni rastro. // Que los vivos vivan como mejor se pueda. / ¿O es que esperas que el mundo te recuerde?”

Indiscutible talento

Se comprende que la formación de Weiwei y su rebeldía se fundan en un legítimo rencor y rabia por el daño que el Estado, el Partido, causó a su padre, y a toda su familia. Como su padre, también él pudo viajar y vivir en Occidente, y, como él, regresó a China, donde gracias a su indiscutible talento, imaginación y audacia (y acceso a los circuitos internacionales) se convirtió en una molestia para el régimen, hasta ser hecho prisionero, y luego tener que exiliarse.

Su testimonio autobiográfico de la vida del artista bajo el totalitarismo y el funcionamiento de sus mecanismos represores recuerdan la experiencia de Vaclav Havel, incluso en los episodios policiales, con sus “comprensivos” interrogatorios policiales y el régimen carcelario. Salvo que el dramaturgo checoslovaco pasó de la cárcel a la presidencia del país. Mientras que Ai Weiwei ha tenido que tomar el camino del exilio, le iba en ello la vida. 

Ahora creo que reside en Alemania, y se ha convertido en un profesional de la denuncia y la ocurrencia efectista ante los problemas más complejos. Lo cual, como ya he dicho, ni me da frío ni calor; alimenta la autocomplacencia del artista y su público. En este sentido la foto, incluida en el libro, de Weiwei paseando meditabundo por la playa de Lesbos ilustra con exactitud las bodas entre el arte concienciado y el kitsch. En este asunto creo en el famoso axioma de Ad Reinhardt: “El arte es el arte, y todo lo demás es todo lo demás”.