Steiner, nostalgia del último príncipe
Siruela recopila en una antología las piezas maestras de la literatura ensayística de George Steiner, donde reflexiona sobre la lectura, la cultura y las humanidades
20 noviembre, 2021 00:10La lectura es un acto supremo de creación. No existen sin embargo academias de buenos lectores ni tampoco contamos con premios o galardones (pensionados, por supuesto) que honren la dedicación y el talento que exige descifrar a fondo un buen libro. ¿Se debe a que se trata de un ejercicio solitario? ¿A que es un vicio hedónico? En parte de la crítica predomina la costumbre de vincular la valoración de cualquier obra a una suerte de moral cultural. En virtud de esta creencia se juzga lo que es bueno, mediocre o irrelevante. Parte del desprestigio del ejercicio crítico –advertido por Ignacio Echevarría– se debe a la incapacidad de una parte de la sociedad contemporánea a asumir el concepto de jerarquía cultural, que pone en crisis la idea misma de igualdad (no de derechos, sino de méritos) con la que desde ciertos sectores (políticos) se intenta adormecer al rebaño para que paste donde más conviene.
Comparar, uno de los ejercicios del pensamiento crítico, implica saber valorar. Establecer categorías y, algo más importante aún: ser capaz de argumentarlas, discutirlas, rebatirlas frente a opiniones alternativas para validarlas o, en su caso, matizarlas. En definitiva: pensar con sentido. Es lo contrario a lo que exige ahora la cultura políticamente correcta, fascinada con la falsa sororidad de los intolerantes que, incapaces de discutir las cosas, levantan de inmediato la guillotina de la cancelación. En este nuevo orden, las jerarquías no desaparecen. Únicamente se camuflan bajo la horizontalidad de la falta de criterio. Y si la cultura es algo es juicio, distinción, esa cualidad de diferenciar los espejismos de la verdad.
Borges, entre otros autores, describía la tradición literaria a partir de la práctica (creativa) de la lectura. Leer consiste en dar sentido a los significantes e interpretar (en su caso de forma ficticia) los significados. Un ejercicio que consiguió que el mayor escritor en español del pasado siglo, sin componer una sola novela, fundase una literatura propia a partir de asuntos como la filosofía, la hermenéutica, la cábala o la teoría literaria. Asuntos propios de especialistas, según la estrecha mirada editorial y, para escándalo de muchos, populares entre muchísimos lectores, que siguen leyendo con devoción al escritor argentino.
La historia de la literatura no es sino una crónica detallada de las formas de leer. Ésta es la tesis de Hans Robert Jauss, padre de la Estética de la recepción, que dislocó el paradigma académico existente cuando el 13 de abril de 1967 pronunció en la Universidad de Constanza una conferencia –más tarde convertida en libro– titulada La historia de la literatura como provocación (Gredos). Un manifiesto punk donde postula una reinterpretación de la tradición cultural a partir del prisma del lector, en lugar de en función del autor o la propia obra, como venían haciendo con diversos métodos todas las escuelas académicas precedentes.
Lo trascendente para valorar un libro no es la pretensión o la biografía de su autor, sino el sentido íntimo de los textos. La forma en la que una cultura, una sociedad o un individuo los lee. Por supuesto, Jauss no es un moralista, sino un hedonista. La creación e interpretación del arte –defiende el ensayista alemán en su Pequeña apología de la experiencia estética– está sustentada en una experiencia vital que es, al tiempo, intelectual: el placer del conocimiento. Idéntica perspectiva impulsa la obra de George Steiner: “La crítica literaria y filosófica seria proviene de una deuda de amor: escribimos acerca de los libros o la música o el arte porque un instinto primordial de comunión nos impulsa a comunicar y a compartir con los demás un enriquecimiento incontenible”.
Son palabras de la introducción que este pensador continental –Steiner procedía de una familia judía de Centroeuropa, nació en Francia y enseñó durante años en Suiza, Inglaterra y Estados Unidos– escribió para una antología de sus mejores piezas de ensayo que ahora edita Siruela, el sello que atesora todos los títulos en español de uno de los últimos padres de la cultura europea. En Un lector –título que expresa la humildad con la que debemos aproximarnos a la alta cultura– Steiner, fallecido en febrero del pasado año, se define como un hombre que lee en vez de como un crítico literario, que era su verdadero oficio. Acto seguido describe la encrucijada en la que nos encontramos: estamos olvidando el verdadero sentido de las mejores obras de creación y pensamiento. Dicho con sus propias palabras:
“La noción de auctoritas, de una intencionalidad privilegiada o legítima del poeta respecto a los significados de su poema, el postulado de que dichos significados están definitivamente fijados en el texto –por más que esa fijeza sea considerada como un ideal que nunca se alcanza del todo, siempre susceptible a los cuestionamientos y las revisiones de una evolutiva comunidad de lectores hermanados por lo que F. R. Leavis llamaba “la búsqueda común”– hoy están siendo suprimidos. Con la abolición deconstructiva del sujeto y de la referencia externa, el ‘significado’ se presenta, por así decir, como una debilidad momentánea en ese juego de máscaras e indicadores semánticos que miran su propio reflejo. El mismo texto es, de hecho, un ‘pretexto’, una ocasión contingente para la descomposición”.
En efecto, la posmodernidad –expandida en el tiempo y en el espacio– y su consecuencia (el relativismo) han desdibujado la solidez del edificio del humanismo, que discurre desde los clásicos a los contemporáneos, con estaciones intermedias en las sucesivas modernidades, desde el Romanticismo a las vanguardias. El palacio de la cultura continúa en pie. Lo que sucede es que hemos dejado de reconocerlo, sumidos en el nuevo paradigma tecnológico, donde un juicio vale lo mismo que una opinión e, incluso, menos. Los indicios son realmente catastróficos: regresión lectora, suplantación de la palabra por la imagen, olvido de la reflexión y el análisis en favor de los impactos (publicitarios) y las nuevas narrativas.
Todo contribuye a la disociación entre el significado (profundo) del ejercicio intelectual y la lectura. En su Ensayo según la vieja crítica, Steiner postula, en contra del New Criticism, el análisis de las obras literarias en función de su implicación social, histórica y lingüística, si bien sin llegar al extremo opuesto del péndulo: el encomio de la creación literaria en función de un mensaje ideológico y partidario. Si miramos un poema, un cuento o un drama teatral como productos esencialmente humanos, no importará cuál es su cultura de origen, escribe Jauss. Steiner dibuja el mismo perímetro para enjuiciar lo literario: el cosmopolitismo cultural, el enfoque de la literatura comparada, facilita los elementos para combatir los nacionalismos culturales –justificación interesada de los políticos– y tomar una pertinente distancia con los calambres ideológicos de cualquier época, sea el marxismo –la moda trendy de la intelectualidad francesa en los años sesenta– o, ahora, los feminismos que, en lugar de reivindicar los logros de la mujer en la historia cultural, optan por condenar obras como Lolita, de Nabokov, amparándose en el infame diktat de los nuevos puritanismos, para los que el fin justifica cualquier medio. Incluso los intolerables.
La antología de Siruela, que agrupa ensayos escritos por Steiner desde 1958 a 1980, en teoría alejados del tiempo presente, ya que fueron seleccionados para la Oxford University Press, cuentan entre sus múltiples virtudes con el don de la anticipación: lo que el profesor escribe sobre la concepción marxista del arte es aplicable a los ismos tribales y neocolonialistas del presente, toda vez que, sin dejar de reconocer sus aportaciones –especialmente en el caso de George Luckás o Walter Benjamin–, pone de manifiesto sus contradicciones. La esencial: Steiner construye un irrebatible mentís a la literatura de partido –a partir del famoso realismo socialista– asimilable a las distintas formas de escritura partidaria de los nuevos victimismos, para los que cualquier clase de disidencia implica una herejía.
Al contrario que para Engels, que en una carta escrita en 1888 a Margaret Harkness defiende que “cuantas más opiniones de un autor permanezcan ocultas, tanto mejor para la obra de arte, el dogmatismo leninista, no demasiado alejado de los dogmas biempensantes, sostiene que la creación literaria debe reducirse a “un engranaje y un tornillo del mecanismo del Estado totalitario”. “Bajo estas circunstancias” –explica Steiner– “el crítico no tenía más que dos funciones: ser intérprete del dogma del Partido y determinador de la herejía”. O se convertía en censor o ejercía como delator. O ambas cosas. No puede decirse que la situación actual sea antagónica, aunque “ni el imprimatur ni el anatema sean las tareas del crítico”.
El arte, por otra parte, no se reduce a defender unos determinados ideales, sino a lograr una obra poética. “Si un novelista reaccionario alcanza un realismo mayor que otro que se declara explícitamente progresista, queda en entredicho toda la concepción del compromiso ideológico”. Salta la vista la razón de la intolerancia frente a la libertad cultural: quien aspira a poseer el monopolio de la virtud pública –con su dichos, no siempre con sus hechos– no puede tolerar que alguien que escribe sin orejeras sea literariamente mejor. Se llama envidia.
Así es como se instala la mediocridad en una sociedad: igualando por abajo y cercenando el talento individual que, como sostenía T.S. Eliot, es el punto de irradiación a partir del cual una tradición cultural es capaz de readaptarse a los tiempos y sobrevivir. Steiner, en este sentido, es un ensayista histórico: su brillantez ilumina el pasado y arroja luz, en lugar de sombras, sobre el presente. Además predica con el ejemplo: en las más de quinientas páginas de Un lector no hay ni una sola frase tendenciosa, ni una idea gratuita, ninguna razón sin su argumento y, por decirlo al modo dialéctico, ninguna tesis sin su antítesis.
Lo que el último humanista ofrece en este compendio de su pensamiento a sus lectores –sus iguales– es colosal: ver a un cerebro pensando en directo. No hay espectáculo igual a contemplar la inteligencia en acción. Especialmente en estos tiempos llenos de impostores, argumentarios infantiles y spin-doctors. Lo que convierte a Steiner en un maestro no es la calidad de su prosa –expresiva y sugerente, al tiempo que precisa y rigurosa– o su erudición –el patrimonio de sus lecturas– sino su independencia de criterio. Su tenaz batalla contra las mentiras (culturales) y su destilación: el autoengaño. Educar, a su entender, consiste en enseñar a leer y a expresarse. Precisamente lo que, en buena medida, está dejando de hacerse (bien) en colegios e institutos, convertidos en madrasas y en los frentes de batalla de proyectos de ingeniería social camuflados bajo una falsa bondad.
Entender y hacerse entender –que es lo mismo que razonar y ser razonable– exige comprender los tres universos que se condensan dentro de una obra literaria: lo estético, lo intelectual y lo sentimental. La misión del crítico (cultural) consiste en descifrar y transmitir el sentido profundo de un texto, explicar cómo y de qué manera significa lo que significa, sin imponer una lectura única, sino ponderada, pero combatiendo mediante la argumentación la manipulación que predica que no existe un sentido único, sino múltiples significados de las cosas.
Visto con los ojos del presente, el método Steiner de lectura es de una insolencia. Reclama de los demás un respeto sagrado a los argumentos ajenos y la cortesía –propia de los caracteres verdaderamente educados– de dedicar tiempo a escuchar y a leer a tus semejantes. Una práctica cada vez más escasa en estos tiempos en los que se busca el asentimiento en lugar del diálogo y cuando cualquier mensaje no binario –sí/no– se considera retórico. Toda la labor intelectual de Steiner refuta la vulgaridad del lector impaciente: lo que persiguen sus libros es una poética del sentido que permita a cada sujeto construir su interpretación del mundo. Sin ella, estamos condenados a la tempestad.
“Lo que se nos está arrebatando” –escribe– “es el contrapeso de la privacidad, la reserva, la libertad interior, inherente a las más clásicas convenciones del lenguaje y la representación. Ahora hablamos más y en voz más alta para decir menos”. Esta frase está escrita hace cuarenta años y es una descripción exacta de nuestro presente, donde el discurso intelectual se ha tornado idiolecto y la conversación pública muta en cháchara. La lectura es el único antídoto contra esta pandemia, que afecta a tribunas –y tribunos– públicos, predicadores, falsísimos intelectuales, insignes catedráticos e indocumentados tertulianos. Un remedio, sin embargo, no exento de paradojas:
“Educado en el marco clásico de las humanidades, tan absorto como me sentía en la vida del debate cultural y de las artes, de la filosofía y la poética, me enfrenté a una paradoja brutal, abrumadora. El edificio de la guerra total y de los campos de la muerte, de la tortura totalitaria y la gran mentira, tenía sus cimientos, tenía sus triunfos contemporáneos, en el corazón mismo de la cultura occidental. Las esferas de Auschwitz-Birkenau y las de un recital de Beethoven, las de la cámara de torturas y la gran biblioteca eran contiguas en el espacio y el tiempo. La gente podía regresar a casa tras un día de carnicería y falsedad para llorar con Rilke o interpretar a Schubert. La promesa de Jefferson, de Arnold, de que la difusión de la educación y el cultivo de las artes y las ciencias humanizaría al hombre, traería consigo una política civilizada, había resultado ilusoria. ¿Cómo era posible?”
La cultura, desde luego, no es infalible. Pero es el único remedio ante la locura.
“Lo que necesitamos no son programas de humanidades, escuelas de escritura creativa, programas de crítica creativa (…). Lo que necesitamos son lugares, por ejemplo, una mesa con algunas sillas alrededor, en las que volvamos a aprender a leer, a leer juntos (…). Necesitamos casas de y para la lectura en que un silencio suficiente despierte las fibras de la memoria. Si el lenguaje, bajo la presión del asombro (el valor añadido) del significado múltiple, si la música del pensamiento tienen que perdurar, no serán más críticos, sino más y mejores lectores lo que necesitamos”.
¿Cómo no sentir nostalgia por la pérdida del último príncipe del humanismo europeo?