Stefan Zweig, falsear el ayer
La idílica visión de la Europa de entreguerras que el escritor construye en sus célebre memorias obvia que la Viena de los años dorados también incluía quebrantos sociales
7 julio, 2021 00:10La vida de Stefan Zweig quedó partida por la mitad por la concatenación de dos guerras mundiales; le pasó, en definitiva, como a la mayoría de ciudadanos europeos de su tiempo, aunque él tuvo el acierto de escribir unas célebres memorias donde se evidenciaba con un símil feliz la separación entre el mundo de la barbarie bélica y el elegante mundo de la Viena de finales de siglo: el de los cafés, la conversación civilizada, la alta cultura escénica y la burguesía ahorrativa. Existe cierto consenso (cuajado a fuerza de repetir las propias nociones de Zweig sobre sus memorias) de que El mundo de ayer no solo retrata la Europa civilizada antes del colapso bárbaro, sino un espacio de “libertad personal” sin apenas precedentes, que incluso podría contrastarse favorablemente con nuestras sociedades actuales, supuestamente recorridas por una oleada de puritanismo que, si somos escrupulosos, se aprecia más en los libros de algunos periodistas reciclados a ensayistas que en la calle.
Con esta clave en la mente la lectura de El mundo de ayer depara curiosas sorpresas, aunque todas tiendan a desembocar al mismo sitio: en las afinadas páginas donde Zweig describe la Viena de su infancia lo que se levanta es el escenario de un logradísimo sistema represivo que atormentaba a los jóvenes hasta que se les concedía la gracia de ser adultos (en ocasiones bien avanzada la treintena), casarse y trabajar. Zweig describe un mundo dominado por la autoridad masculina y paterna, ejercida en un grado despótico; escuelas-internados donde se aplastaba cualquier forma de pensamiento crítico o de idea propia (las relaciones entre profesores y alumnos eran inexistentes, se trataba de rumiar una materia atávica y desfasada); el deporte y el ejercicio físico negados como válvulas de escape naturales al vigor adolescente; las relaciones entre sexos (por no hablar entre personas del mismo sexo) relegadas a los avanzados matrimonios, la mujer sometida al control familiar, y las relaciones sexuales de los jóvenes varones desviadas hacia formas de prostitución dominadas por la brutalidad y la falta de higiene (campos de cultivo de la sífilis).
El paisaje es de pesadilla, y solo por contraste con la guerra de las trincheras y los horrores nazis (que sabemos que nos están esperando pasado el ecuador del libro) puede parecernos menos opresivo. Zweig encuentra válvulas de escape en las conductas privadas: cierto tono de camaradería, la pasión por la poesía, la suntuosidad de los teatros, el amor por la música... Pero las menciones a la estructura de la sociedad siempre son asfixiantes, expresadas con un leve roce de resentimiento en la prosa, como si todavía dolieran los años perdidos. Y, sin embargo, infatigable como una Penélope gozosa de desmentirse cada pocas frases, Zweig insiste en la “libertad personal”, en la maravilla de la “libertad personal”, en los años dorados de su “libertad personal”. La pregunta se impone: ¿este hombre lee lo que dice? ¿atiende a lo que él mismo escribe?
Un inciso: nada de lo que aquí describe Zweig es una sorpresa ni una novedad. A describir este mundo Vienés a medio camino entre el disparate burocrático y el campo de refugiados pensado para contener la juventud se han dedicado algunas de las inteligencias mayores del siglo como Robert Musil; Karl Kraus puso en evidencia el deterioro hipócrita de su lenguaje público, y Freud apuntaló sus hipótesis más audaces sobre el tremendo peso de lo reprimido. Incluso el amor por las artes que Zweig expone, de nuevo con una prosa gustosísima, tiene truco: se aplaudía y se defendía una prolongación manierista de estilos conservadores. Zweig reconoce que hablar “directamente” (¿y de qué vale el arte si no es capaz de mirar cara a cara a la vida?) de estos asuntos garantizaba la exclusión el circuito artístico y literario.
Bajo la superficie del gusto por las artes vienés bullía la fuerza de las vanguardias vienesas, su gran triunfo relegadas en El mundo de ayer a una posición lateral (y descalificadas en bloque por Zweig en dos páginas bochornosas dignas de los atascos críticos de nuestro Andrés Trapiello. Pero volvamos a la pregunta del penúltimo párrafo: ¿Leía Zweig lo que escribía, lo entendía, lo tenía presente? El propio Freud acude al rescate con una hipótesis: ¿no está Zweig desviando sus intenciones ante el empuje de lo reprimido que no logra controlar? Es una explicación plausible. La otra es que Zweig tiene muy claro el esquema de la obra, el contraste efectista, sin medias tintas, entre las dos temperaturas de la historia, hasta el punto de que despacha con mucha violencia aquellos ingredientes que disienten de la paleta pastel con la que ha decidido pintar el mundo “de ayer”.
Le molestan los obreros que se manifiestan por el sufragio universal (a su juicio el mayor error en el que puede caer la democracia), le molesta la criada que comenta desde un analfabetismo impuesto por el escaso implante de la educación obligatoria los chismorreos de la vida de una actriz sin atender a su arte, se lamenta que las mujeres liberadas de hoy no se sonrojen ante su prometido como sus compañeras vienesas que se pasaban la adolescencia aherrojadas por los vestidos y la cautela de la familia, e incluso tiene palabras de reproche para los judíos asilvestrados que viven lejos de Viena.
Sabemos que Zweig era un fanático de la claridad expositiva, a la que responsabiliza del éxito de sus libros (hasta el punto de proponerse como voluntario para expurgar los “pasajes arenosos” de Shakespeare y Homero para que puedan llegar a tanto público como él). Pero en la prisa por despachar las rugosidades sociales se agita algo más que prurito artístico, encontramos una considerable ineficacia para el análisis de las fuerzas colectivas en tensión y una suerte de desarreglo moral por el que Zweig confunde la “libertad personal” con la suya. La ceguera moral y la social confluyen sobre las páginas, de manera que Zweig no solo termina delatando, al tiempo que lo niega, que su rutilante Viena se parecía bastante a un jardín de infancia represivo, sino que se le pasan por alto las privaciones de voto, acceso al trabajo y derechos fundamentales (como el de expresión) a la que estaban sometidas las mayoritarias minorías sociales.
Antes que tratar de entender las agitaciones sociales y las injusticias asociadas, el hervor intelectual para limitar las desigualdades, y el papel que las reacciones conservadores tuvieron como desencadenantes de la violencia subsiguiente, Zweig prefiere engolosinarse con la suerte de su destino y en reportar lo mucho que le quiere el cosmos, como una suerte de Paulo Coelho de su tiempo describe sus viajes de desocupado y la parábola de los éxitos de sus libros divulgativos. Todo envuelto en una modestia que solo podemos considerar un tanto falsa después de comprobar las molestias que Zweig se tomó para ocultar su temprano belicismo, su prisa por presumir del día que supuestamente logró influir sobre Mussolini, y para justificar su colaboración en una ópera para los teatros de Hitler, alegando, ¡que trataba de tensionar la moral nazi desde dentro!
Parece como si Zweig hubiese recreado el escenario colectivo de la Viena de su infancia como coartada para después abordar las dos guerras mundiales como un asunto estrictamente personal, lo que le supuso, lo que perdió. Este abordaje de la historia como inconveniente personal repercute en la visión de Zweig de la segunda guerra mundial como un brote de maldad pura, sin relación con lo precedente, con independencia de tensiones sociales y políticas, y que se hubiera podido detener si los intelectuales hubiesen practicado como él (en el libro de memorias, se entiende) un pacifismo cerrado. Es una idea resultona, tremendamente atractiva, la de una dimensión intelectual y artística desvinculada hasta tal punto del tren de la historia que considera imposible quedar arrollada, pero también es de un papanatismo aterrador.
Zweig fue una víctima (entre millones) de la pesadilla del nazismo, pero el prestigio de El mundo de ayer está sobredimensionado. Zweig trata de sostener la antorcha de la verdad y levantar testimonio en un mundo oscuro, pero enseguida le fallan los brazos y se dedica contar anécdotas sobre lo calentito que él vivía antes, en un mundo que ya era gélido para tantos otros. Pero como juzgar el trabajo de alguien que ha sufrido tanto (y cuyo desenlace fue aterrador) puede parecer excesivamente severo, le cedo la palabra a Elías Canetti, que pensó durante años y con una concentración sin vanidades ni concesiones en los fenómenos decisivos de su siglo: “El prestigio de Zweig está exclusivamente sustentado en su laboriosidad, él y Werfel son los ejemplos perfectos de todo lo que es mediocre en Viena”.