El último videoclub
El documental 'The Last Blockbuster', sobre el videoclub situado en Oregón, es una buena excusa para ahondar en la memoria de cada uno y su relación con el cine
2 junio, 2021 00:00José Luís de Vilallonga tituló uno de sus muchos libros de memorias La nostalgia es un error. Tenía razón, pero a veces la nostalgia sirve para fabricar productos tan curiosos (y evocadores) como el documental The Last Blockbuster, que el canal TCM estrenó hace un par de días y que no dejará indiferente a nadie que, en el pasado, se tirara las tardes en el videoclub de su barrio en busca de algún santo grial cinematográfico con el que pasar la noche dignamente en el sofá. Más interesante por lo que sugiere que por lo que muestra, The Last Blockbuster es la magdalena de Proust del actual suscriptor de los canales de streaming. Para mí, aunque la acción transcurra en el último videoclub de la cadena Blockbuster que queda en el mundo --situado en Bend, Oregón, una población de 80.000 habitantes--, es como si tuviera lugar en el Video Instan de la barcelonesa calle de Enrique Granados que visité prácticamente a diario durante los años 90. Y lo mismo le pasará a un espectador de Madrid, Valencia, Sevilla o Bilbao: el Blockbuster de Bend solo es una excusa para internarse por el camino de la propia memoria.
El productor Zeke Kamm y el director Taylor Morden, naturales de Bend, se dieron cuenta un día de que SU Blockbuster era el último que quedaba en Estados Unidos y en el mundo entero (en España llegó a haber un centenar: el de mi barrio se ha convertido en una interesante librería de textos en inglés, ¡algo es algo!). También observaron que la empresa que había enviado a la ruina a los pequeños videoclubs familiares se había convertido en un videoclub familiar con 4.000 socios fieles que siguen visitándolo a pesar de (o gracias a) que es una antigualla, una reliquia, un fantasma del pasado que se niega a seguir el curso de la historia y desaparecer. Para defender su existencia abundan los nostálgicos del sector más duro (los hay que aún recuerdan el peculiar olor de los Blockbusters, mezcla del plástico de las fundas de las películas y del pestazo de las palomitas y demás chucherías que se vendían en la tienda), los defensores del formato físico (los entiendo porque soy de los pocos que aún compran discos) y los que recuerdan la sensación de ir al videoclub como una ceremonia familiar o los preliminares de un acto sexual adolescente en un entorno doméstico (en este caso, muchos no llegaban ni a ver la película que habían alquilado).
¿También las salas de cine en peligro?
La mayoría de testimonios corresponden a gente anónima o a figuras muy menores de Hollywood, aunque se cuelan un par de famosillos. Desde una óptica positiva, el cineasta Kevin Smith, cuya primera película, Clerks (Dependientes) iba sobre unos pobres pringados que curraban en un videoclub. Desde el sarcasmo y el desprecio hacia una empresa que siempre le trató fatal, el productor de cine basura Lloyd Kauffman, mandamás de la Troma y creador del Vengador Tóxico, principal estrella de su cutre universo de culto: para Kauffman, Blockbuster representaba lo peor del capitalismo más despiadado y sus jefazos eran todos unos malditos (piiiiiip) y unos hijos de la gran (piiiiiiip). Probablemente, el hombre está en lo cierto, pero eso resulta perfectamente compatible con el cariño que despierta el último Blockbuster de Bend, Oregón, en quienes lo disfrutaron en los momentos álgidos del alquiler de películas.
El documental se centra, básicamente, en dos temas: la vida de la oronda Sandi Harding, responsable del videoclub y pilar de la sociedad local, y el auge y caída de Blockbuster, que de los 9.904 locales que llegó a tener repartidos por medio mundo pasó (su último dueño) a renovar anualmente la franquicia de la señora Harding. ¿Qué fue lo que acabó con Blockbuster? Pues la mala gestión y la aparición del streaming. En el año 2000, el inútil que estaba al frente de la compañía dejó pasar la oportunidad de comprar Netflix, que entonces se limitaba a alquilar deuvedés por correo. A partir de ahí (más la catástrofe financiera de 2008, cuando la caída de Lehmann Brothers presagió el horror subsiguiente), la cosa empezó a irse retrete abajo. Y tampoco hay por qué echarse a llorar. También las salas de cine acabarán desapareciendo y todos lo entenderemos: como con los videoclubs, nos quedará la nostalgia, que siempre suele nutrirse de elementos ajenos a lo que se presenta como el tema principal.
En Barcelona, Video Instan sobrevive en otra zona de la ciudad que me cae francamente a trasmano. Sigo pagando mi cuota de socio aunque lo visito de uvas a peras, más que nada porque me gusta ver de cerca a los nostálgicos y hasta hablar con alguno de ellos (como mi amigo Pere Vall, antiguo redactor jefe de Fotogramas). En el Video Instan de Enrique Granados me lo pasé tan bien como los clientes del Blockbuster de Bend, Oregón. La ceremonia de los viernes, consistente en acumular películas para el fin de semana, era especialmente estimulante: salías de allí con un montón de historias que te habías perdido en su momento, de clásicos que te apetecía revisitar y de cosas que podían ser un asco o auténticos descubrimientos. En el Video Instan, como en el Blockbuster de Bend, abundaban los frikis, pero daba igual: siempre los he considerado, parafraseando al poeta, mes amis, mes semblables, mes frères.