Ardor guerrero (I)
Me incorporé a filas con las gónadas henchidas. Y lo hice con una sola idea en la cabeza: huir de allí
26 octubre, 2020 00:00A veces, zapeando, me he quedado unos minutos atrapado en programas como Operación triunfo o Gran Hermano, pasmado ante las gansadas que se hacían y se decían en mi presencia y llegando a la conclusión de que debería volver el servicio militar para librarnos, aunque solo fuese por un año, de ese lamentable sector juvenil que protagoniza semejantes propuestas audiovisuales. Me temo que mi actitud es absolutamente reaccionaria y motivada, en parte, por la ofensiva juventud de los concursantes, pero es lo que hay y que no se me quejen: mi difunto padre, el coronel, los habría enviado a hacer carreteras o a picar piedra. Y, en cualquier caso, esos chavales iletrados que me irritan con su manera de ir por el mundo no deben saber, entre otras muchas cosas, que hubo un tiempo en España en el que existía una cosa llamada servicio militar que te interrumpía la vida y te hacía perder miserablemente el tiempo cuando más lo necesitabas para tus cosas: beber, follar, drogarte, viajar o hacer el ganso sin tasa. La mili es otra cosa muerta en Barcelona y en toda España, pero hubo una época en la que constituía una amenaza real a la que todos intentábamos dar esquinazo: no me voy a extender al respecto, pero vi a gente hacer todo tipo de cosas inverosímiles para librarse del asunto.
Yo no hice nada porque con mis cuatro dioptrías y media de miopía era considerado por el estamento militar inútil para el servicio de las armas. Simplemente, me dedicaba a solicitar prórrogas mientras iba a la universidad, con la intención de presentarme al concluir mis, digamos, estudios (cualquier parecido entre la facultad de periodismo de Bellaterra y un centro del saber era pura coincidencia) a un examen médico del que saldría, como buen cegato, exento de sumarme a la charlotada seudopatriótica que tanto preocupaba a mis compañeros de generación. Con lo que no contaba era con que me declararan útil para el servicio y me enviaran a Mallorca, como así ocurrió por culpa de un médico militar que se empeñó, contra toda evidencia, en que mis dioptrías no llegaban a cuatro y, por consiguiente, me tocaba marcar el caqui como todo el mundo. De nada sirvieron documentos firmados por otros oftalmólogos en los que constaba mi genuina graduación: las conclusiones de aquel merluzo se impusieron a la autorizada opinión de profesionales que sabían mucho más que él.
De repente, algo que siempre había considerado un trámite se convirtió en una amenaza llevada a cabo. Yo pensaba que mi padre ya había hecho la mili por toda la familia y que de algo había de servirme lo de ver menos que Pepe Leches, y ahora resultaba que me equivocaba. A efectos prácticos, desaparecer dos años de mi existencia de periodista underground (verano del 82: hacía unos meses que habíamos sacado la revista de cómics Cairo, estandarte de la Línea Clara) me resultaba doloroso. Y, ya a un nivel conceptual, que el ejército español se saltara a la torera sus propias normas para jorobarme la vida se me antojaba una maniobra intolerable y moralmente reprobable: se estaba cometiendo una injusticia conmigo y eso era un escándalo.
Ardor guerrero vibra en nuestras voces / y de amor patrio henchido el corazón… Me incorporé a filas con las gónadas henchidas de ardor guerrero, pero no por el motivo que esgrime el himno del arma de infantería. Y lo hice con una sola idea en la cabeza: huir de allí a la mayor brevedad posible. Mi sentido de la justicia había sufrido una humillación inasumible y aquello había que solventarlo cuanto antes. No sabía cómo, pero algo se me ocurriría. ¡Vaya si se me ocurriría! Y es que yo a las buenas soy muy bueno, ¡pero el que me busca, me encuentra!