Un joyel con el camisón de una condesa
Fuera de su lugar habitual, y sin turistas, las obras de los maestros antiguos del museo del Prado subrayan el estado general de extrañeza
20 septiembre, 2020 00:00Nos hacíamos una pregunta grande, interesante, de hecho la gran pregunta sobre el futuro de la humanidad: si después de la plaga, una vez superada, todo volvería a ser igual o si por el contrario nos corregiríamos.
Era una pregunta acertada pero prematura, pues llevamos seis meses igual y sin visos de que la cosa termine. Seguiremos indefinidamente en esta vida tan extraña.
Nos vamos acostumbrando a ella y ahora es el pasado el que nos causa extrañeza: lo visitamos a través de Youtube y sentimos una punzada de angustia cuando dos cantantes acercan la boca al mismo micrófono para cantar a dúo... sin mascarilla.
Fui al Prado el otro día, casi como Lorenzaccio decide ir a darse "una vuelta por el Rialto". Muchas salas están cerradas, pero se puede ver una selección de lo más precioso de sus fondos: fuera de su lugar habitual, y sin turistas, las obras de los maestros antiguos subrayan el estado general de extrañeza. Y encima, estaban todos los personajes de la familia de Carlos IV y de las Meninas sin mascarilla. Por lo menos en el Lavatorio de Tintoretto todos los apóstoles mantienen la distancia de seguridad; el que más, Judas.
Paseaba por el museo, contento por el reencuentro aunque un poco incrédulo e irreal. Recordé al conde Harry Kessler, que al volver de la derrota en la Primera Guerra Mundial, donde estuvo en el frente de Bélgica y en los Cárpatos, entra en su mansión familiar, tal como cuenta en su copioso Diario 1893-1937 (del que en español disponemos de una modesta selección) y se encuentra que le han estado esperando bajo una espesa capa de polvo un montón de cosas y libros que llegaron en su ausencia, cuatro años atrás, antes de que empezasen las hostilidades, libros entre los cuales destaca un poemario, con dedicatoria, de Montesquiou (el Charlus de la Recherche), sobre sutilezas como "un joyel con el camisón de una condesa", que a Kessler le parecen vestigios momificados de un mundo ido, como otros objetos y literaturas de la Belle Époque que han perdido su contexto, y con él, su sentido: su propia casa se ha convertido en una tremenda Vanitas.
Tras la visita di un paseo que me llevó a la calle Luchana, ante la formidable papelería Salazar, la más antigua de Madrid, propiedad de las hijas del fundador, que ya han superado la edad de la jubilación y que mantenían el local abierto porque "se nos abren las carnes al pensar que esto pueda terminar siendo una hamburguesería".
Creo que las hermanas Salazar deben de haber cerrado definitivamente la librería, porque cuando paso por delante tiene siempre echada la persiana. En un rincón del enrejado escaparate sigue, muy visible, un viejo libro de Santiago Castelo, periodista y cliente muy querido de la casa, al que también yo conocí y aprecié por su cordialidad, bonhomía y cultura, y que falleció hace ya bastantes años.
Siempre que paso por delante de la papelería Salazar me pregunto: "¿Seguirá en el escaparate el libro de Castelo?". Y sigue, sigue, cada vez más amarillento, acartonado y descolorido por el sol...
Delante de la papelería vi una vez a un vagabundo renegrido como un carbonero, sentado en la acera, con una lata grande de cerveza. Estaba descalzo, tenía unas greñas y una barba grisácea pegoteada, y la tripa velluda le asomaba bajo la camiseta, en la que se veía la efigie del Che Guevara y el lema: "¡Hasta la victoria siempre!".