Prosa con alas
La pujanza de la aviación alimentó, a comienzos del siglo XX, una colección de crónicas periodísticas y novelas de vanguardia que narran la epopeya de la conquista del aire
19 septiembre, 2020 00:10El cielo limpio asomó limpio, con un ligero aviso de empañarse por algunas nubes lejanas. El Graf Zeppelin, a los mandos del doctor Hugo Eckener, apareció en el horizonte cuando la mañana tocaba a su fin entre una interesante confusión de fondo amable y principio del mundo. Aquella bala de plata de más de doscientos treinta metros de longitud y casi cuarenta de diámetro había dejado atrás un damero ardiente de campo cereal y caminos por donde iba creciendo el calor en punta ese abril del año 30 y se disponía a sobrevolar el caserío (todavía) humilde de Sevilla. Allí amarraría el dirigible, tras una accidentada operación, para preparar su vuelo transoceánico hasta la ciudad brasileña de Pernambuco.
“Sevilla aparece como una paloma sujeta con la cinta del Guadalquivir. Damos vueltas sobre la ciudad. Vemos una fila ininterrumpida de automóviles que corren hacia el puerto aéreo. Distinguimos a la gente, que nos saluda desde las terrazas. Un niño nos envía los reflejos de un espejo”, anotó Corpus Barga en una de las crónicas del viaje para La Nación. El periódico bonaerense pagó 3.000 dólares por el billete de su corresponsal, quien enviaba los textos a través de radiogramas que sólo le permitían frases breves: “La información ganó con semejante sistema de cuentagotas. Resultó original, dividida en observaciones abundantes y concretas”. En el periodismo, como en todo, las dificultades mejoran la obra”, confesó el escritor tiempo después.
El lienzo Aeroplano sobre tren (1913) de la artista rusa Natalia Goncharova
La aeronave –un prodigio de la técnica de la época ejecutado en duraluminio y cargado de hidrógeno- volaba a unos doscientos metros de altura, con lo cual era perfectamente visible desde el suelo. Precisamente, a pie de calle, la descubrió el periodista Antonio Núñez de Herrera, quien lo contó así en El Noticiero Sevillano: “El dirigible apareció por el horizonte como un pez de leyenda. El cielo claro se mudó, al conjuro y la visión del magnífico cetáceo, en un fondo de mar intercalado de esponjas y pólipos gigantescos que suelen ser nubes ordinariamente. El milagro estaba hecho, Sevilla parecía en efecto una ciudad anegada bajo estas aguas azules (...). Y el dirigible, más bajo, de reluciente plata, hizo una cruz gigantesca al interferir la Torre”.
Aquel cortocircuito que unió (sin ellos saberlo) a Corpus Barga y Núñez de Herrera revela un interés vibrante, generoso en miradas, de las letras españolas por el mundo de la aviación. Es este mismo que ahora recopila y analiza la editorial Renacimiento en su colección Los Cuatro Vientos: Nuestro futuro está en el aire, estudiado y prologado por el profesor de la Universidad de Jaén Rafael Alarcón Sierra. La antología, confeccionada con textos de las tres primeras décadas del siglo XX, propone algo más que un escaparate de seducciones. Algo más que un señuelo de novedad. Algo más que una fascinación que sirvió de alimento a la creación literaria. Algo más que todo.
Lorca y Buñuel, retratados con un avión de cartón en 1923 en la verbena de San Antonio de la Florida, de Madrid
“Hubo un tiempo, hasta los años treinta del siglo pasado, en que volar en aeroplano lo era todo: la máxima aventura, la máxima libertad, la máxima experiencia que podía vivir el hombre. Volar reduciría el mundo a una escala humana, acercaría las naciones y las gentes, eliminaría las fronteras y las guerras, llevaría la democracia a todos los países. Pero todos estos buenos propósitos quedaron paulatinamente reducidos a cenizas: las líneas aéreas acabaron con la ilusión de una experiencia singular, las guerras convirtieron al avión en una máquina bélica”, señala Alarcón Sierra en el prólogo de Nuestro futuro está en el aire, título tomado de los tres lienzos dedicados por Picasso en 1912 a Wilbur Wright, uno de los inventores de la aeronave.
En el transcurso de pocos años, se desarrolló la tecnología aérea como nunca antes y los aviadores comenzaron a impresionar al mundo con sus hazañas y exhibiciones acrobáticas, estimulados por los premios para récords de distancia y velocidad. Los dirigibles iban a dominar los cielos hasta el accidente del Hindenburg en 1937, mientras que los hidroaviones realizaban los primeros vuelos transoceánicos, como el del Plus Ultra y su recorrido en 1926 de Madrid a Buenos Aires. De igual forma, comenzaban a operar las primeras líneas aéreas comerciales, circunstancia que disparó, en opinión de Enrique Jardiel Poncela, los conocimientos de geografía.
Según el rastro seguido por el editor de Nuestro futuro está en el aire, esta popularidad caló pronto en las letras. Así se detecta en piezas firmadas por Jacinto Miquelarena y César González-Ruano. El primero entrevistó a Arthur Scheiber, el primer polizón aéreo de la historia, escondido a bordo de L’Oiseau Canari, el monoplaza que, con tripulación francesa, emprendió en junio de 1929 la ruta Nueva York-París, teniendo que abortar la aventura por sobrepeso. Por su parte, el segundo narra en la misma fecha, combinando las notas de agencia, las declaraciones oficiales, la reacción en las calles y la impresión del cronista, el rescate del hidroavión Dornier 16 en el Atlántico.
Ilustración de Ramón Acín para su libro Las corridas de toros en 1970. Estudios para una película cómica (1923)
Pero incluso antes de llegar a los periódicos, la conquista del aire alimentó el caldero de la ficción. La novela Los nietos de Ícaro (1911) de Francisco Camba es la primera que presentó en las letras españolas el mundo de la aviación. Incluida por Rafael Cansinos-Assens entre las “exóticas” y “de aire europeo” de su autor, la narración une la trama amorosa con el nuevo invento, presentado aquí con tono viril y heroico a través de la figura de su protagonista, el piloto Carlos Elkins. Camba reconoce abiertamente que su texto toma como modelo la narración de Gabriele D’Annunzio Forse che sì forse che no (1910), si bien lo que en el italiano es épico, en su caso es claramente sentimental.
Por su parte, Concha Espina fue una de las primeras mujeres en España en subir a un avión, y seguramente la primera escritora en hacerlo, cuando en septiembre de 1916 voló sobre Santander en el monoplano San Ignacio III con su amigo Juan Pombo. De entre las hazañas de este piloto, la escritora eligió el primer vuelo Santander-Madrid, realizado en 1913, para su relato Talín, aparecido en enero de 1918 en la publicación periódica La novela corta y recopilado al año siguiente en la segunda edición de Ruecas de marfil. Al estallar la Guerra Civil, Espina retomó la novela, la alargó y cambió su final y su título con un propósito ideológico y propagandístico, dando lugar a Las alas invencibles. Novelas de amores, de aviación y de libertad (1938).
Precisamente, el creciente poder destructor de la nueva máquina quedó registrado en las páginas de los periódicos. Con sorpresa y desconcierto, Agustín Calvet, Gaziel, contó la aparición de un aeroplano alemán en los cielos de París durante la I Guerra Mundial para el periódico La Vanguardia: “Con las bombas, el aviador ha arrojado también una banderita alemana y un papel que decía en francés: ‘Mañana volveré a la misma hora’”. Le siguen el corresponsal Ricardo León y los escritores Azorín y Valle-Inclán. Éste confiesa en una carta: “Yo he volado sobre las trincheras alemanas y jamás he sentido una impresión que iguale a esta, en fuerza y belleza”.
Al tiempo que las vanguardias le declaraban la guerra al mundo solvente, el avión se convirtió en uno de los símbolos de aquellos movimientos que ondeaban el disparate como estética y el desorden como conquista. Dentro de las coordenadas ibéricas, Ramón Gómez de la Serna introdujo el motivo en sus greguerías, en sus novelas y en sus happenings, como en el cortometraje El Orador (1928). En este mismo año, Miguel Ángel Asturias simula una entrevista con él a bordo de un aeroplano sobre París “porque ya en este tiempo se sube a un avión como a un kiosco” y “porque ya en este tiempo el cielo es un plato de nubes que se sirve en todas las comidas”.
En opinión del profesor Alarcón Sierra, “el humorismo ramoniano, plástico y literario, contagia a buena parte de la vanguardia española”. Entre la tropa local fascinada por el invento destaca el singular libro de texto y caricaturas que el oscense Ramón Acín publica en 1923, Las corridas de toros en 1970. Estudios para una película cómica. El volumen propone una sátira futurista contra la lidia, en la cual el público llega en aeroplanos a enormes rascacielos taurinos, dotados de estufas y cristalería, donde siguen la corrida a través de grandes telescopios o los premios al torero se otorgan por consulta pública tras mostrar a los aficionados una radiografía del animal muerto.
Al mismo tiempo que Lorca y Buñuel se retratan en una tela pintada que representa un aeroplano, la antología Nuestro futuro está en el aire da cuenta también del interés por los vuelos que despliegan en algunas de sus novelas Juan Chabás (Puerto de sombra, 1928), Antonio Espina (Luna de copas, 1929) y Felipe Ximénez de Sandoval (Tres mujeres más Equis, 1930). Fuera del ámbito de los ismos, aunque marcada por el humor y las imágenes de inspiración ramoniana, cabe reseñar la novela satírica de José María Pemán contra Ramón Franco, héroe nacional tras el vuelo hasta Buenos Aires del Plus Ultra en 1926 y hermano del dictador, cuyo triunfo uniría en el mismo bando al escritor y al piloto (De Madrid a Oviedo, pasando por las Azores, 1933).
Página del
Junto al fuego de la ficción, hubo otros muchos autores que se subieron a un avión para comprobar qué se sentía e informar a los lectores de los periódicos: Entre los más destacados: Corpus Barga, Julio Camba, Luis de Oteyza, César González-Ruano, Manuel Chaves Nogales, Jacinto Miquelarena, Ernesto Giménez Caballero y Ramón J. Sender, quien daría a conocer su experiencia en el periódico La Libertad sobre los violentos sucesos de Casas Viejas al tomar un trimotor desde Madrid a Sevilla: “El alma de acero canta en los nervios del que viaja”, anota en unas crónicas recopiladas en el libro Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas), de 1934.
De entre todos ellos destaca Chaves Nogales, quien dedicó al mundo aéreo un buen número de crónicas, muchas de ellas agrupadas en el libro La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929). Su periplo fue impresionante: partió de Madrid e hizo escalas en Barcelona, París, Berlín, Riga, Moscú y Bakú, entre otras ciudades. A su vuelta, visitó Leningrado, Praga, Viena, Venecia, Milán, Génova y Marsella, desde donde emprendió viaje a España. “El tiempo es aviador y hay que hacerse aviador”, reconocería en sus crónicas, porque “las cosas son de otro modo desde arriba, y nadie ha dicho todavía cómo sean”.