El presente sucedió ayer
Entre 1910 y 1914 el sistema político inglés se desmoronó y provocó un cambio de régimen que parece un antecedente de la incertidumbre que vive ahora Europa
13 septiembre, 2020 00:10El libro Georgian Poetry 1911-1912 causó sensación. El 20 de septiembre de 1912 un grupo selecto de caballeros almorzaba en casa de Edward Howard Marsh, en Londres. ¿Quiénes eran esos señores? Wilfrid Gibson, John Drinkwater, Harold Monro, Arundel del Re y…Rupert Brooke. Charlaban sobre planes poéticos. Se hablaba de ellos como los nuevos isabelinos y planeaban crear un mundo precioso, musical, ensimismado. ¿Podían perdurar en el tiempo?
Querían volver a leer poesía, encontrar un refugio entre tanto desasosiego. Y el más brillante de todos ellos, Brooke, ofrecía el mejor trago.
Suenan así sus versos de El gran amante:
Aquellos que amé:
Platos y tazas blancas relucen limpias
con círculos azules y polvo plumoso de hada,
húmedos tejados bajo la luz de la lámpara, la dura corteza
del pan amigable y mucha comida sabrosa,
arcoíris, el humo azul y amargo de la madera.
Después, la fresca amabilidad de las sábanas que pronto
suavizan cualquier pena y el rudo beso masculino
de las mantas, madera granulosa, cabello vivo
brillante y libre, nubosas masas azules, la entusiasta
desapasionada belleza de una gran máquina,
la bendición del agua caliente, pieles que tocar,
el agradable olor de las ropas viejas y otras cosas así…
El cómodo aroma de los dedos amigos,
la fragancia del cabello y el hedor rancio que perdura
sobre las hojas muertas y los helechos pasados…
Esos poetas georgianos ya no podrían vivir las mismas sensaciones. El mundo había cambiado. La Inglaterra liberal languidecía y se estaba a las puertas de la I Guerra Mundial, que iba a dar pie a un cambio brusco, a un choque con la realidad que, sin embargo, ya había dado muchas señales desde hacía tiempo.
Todo esto lo describe, lo analiza, y toma partido, George Dangerfield en su obra La extraña muerte de la Inglaterra liberal, (Tecnos), que centra su relato en cuatro años determinantes, desde 1910 a 1914. En ellos, el gabinete del primer ministro liberal, el whig Herbert H. Asquith, se enfrenta a numerosos obstáculos, condicionado –aunque también él mismo estaba convencido– por un puñado de diputados nacionalistas irlandeses que reclamaban un autogobierno en Irlanda; por el movimiento obrero, por las sufragistas y por el conservadurismo a ultranza de la Cámara de los Lores que impedía la aprobación de los presupuestos.
Aunque Dangerfield no lo llega a afirmar, la Guerra de 1914 acaba siendo una especie de vía de escape ante el colapso en el que se encontraba el sistema político inglés en aquel momento, con una monarquía también bloqueada, hasta el punto de que da a entender que la muerte de Jorge V viene marcada por la enorme tensión en la que se ve envuelto con el conflicto mayúsculo que supuso el intento de Asquith de vaciar de contenido esa cámara de los viejos lores terratenientes. Era un Gobierno que no podía gobernar, con broncas en el Parlamento que impedían al primer ministro tomar la palabra. Con un partido conservador que, a pesar de querer también un entendimiento con los nacionalistas irlandeses, se puso al lado de los intransigentes del Ulster, que no querían saber nada del Sur irlandés, católico, rural y atrasado, que estaban más preocupados por su bienestar económico que por su fe religiosa.
El poder de la política inglesa
La lección de Dangerfield (1904-1986) es oportuna. El lector puede buscar conexiones con el momento actual, pero lo que apunta el autor, –periodista e historiador británico que se trasladó en 1930 a Estados Unidos– denota un cambio de régimen, de sistema, que la sociedad percibe pero no quiere admitir. Una disrupción que deja en la incertidumbre a la elite de un país y a la mayoría de su población, y que provoca la ligazón con el pasado, con el sueño, con el recuerdo más bello, con aquellos poetas que se desayunaban en Londres. Los buenos libros tienen esa capacidad única de mostrarlo todo a través del ojo de una cerradura. Escuchamos aquí a Asquith y también al conservador Andrew Bonar Law. Nos enfadamos con los lores recalcitrantes y podemos intuir los pasos de los oportunistas. La política inglesa no ha dejado de ofrecer lecciones desde entonces, pero también muestra malas prácticas, y la percepción de que lo mejor de las islas británicas es su historia.
¿Qué estaba entonces en juego, como puede estarlo ahora en el Reino Unido de Boris Johnson o en España, Francia o Italia, sumida Europa ahora en una grave crisis?
Tengamos presente al movimiento obrero. Toda una cultura social se iba construyendo alrededor de los trabajadores, con incipiente educación, pero que leían periódicos y manejaban información. Es el momento explosivo de la modernidad, que siempre fue, a pesar de las muchas huelgas que se produjeron, un movimiento más reformista que rupturista. Y que iba a dar un papel al Partido Laborista, en detrimento del Partido Liberal, con un ala social que no podía llegar a contentar a las masas laborales.
"¿Qué quiere esta gente?"
El conflicto iba a llegar y llegó. Se estima que en 1905 hasta 67.000 trabajadores fueron a la huelga. Cinco años más tarde, el número ascendía a 385.000. Y en los cuatro años siguientes se disparó por completo. En 1907 se perdieron hasta dos millones de días laborables por paros y conflictos. El caos iba en aumento. En ese clima de huelgas masivas se produce una escena que Dangerfield describe con crudeza: “En una de las muchas cenas de sociedad a las que asistía la clase dirigente, un comensal de Bonar Law espetó: “¿Qué quiere esta gente?” El político, de origen canadiense, contestó, con un movimiento circular apenas insinuado de su mano, preguntándose retóricamente un poco de esto quizás”.
El punto crítico en la obra del autor inglés, que escribió su relato en 1935, con el extremismo ya instalado en los gobiernos, como los nazis en Alemania, es el que define el motor social en aquel momento. Justo ahora, con la crisis del Covid, importantes empresarios e intelectuales señalan que en España se está generando una especie de autodestrucción de carácter nihilista, un me da igual todo, al ser incapaces de ver una salida a la crisis o ser optimistas. Una especie de cansancio tras alcanzar la sociedad opulenta de la que hablara Galbraith.
Primera página del diario
Sin dejar podrir los conflictos
No era ese el clima en esa Inglaterra que veía cómo el Partido Liberal se muere y con él toda una época. Son las ganas de vivir, el vitalismo, la búsqueda de algo mejor, lo que mueve a una sociedad con nervio. Su ausencia descoloca a toda una élite y después a todo un sistema. Es necesario mencionar que el impuesto de sucesiones y tasas a la propiedad las impone el también liberal Lloyd George tras la I Guerra Mundial para paliar el terrible coste de la guerra que se cebó en toda una generación de jóvenes que llegaban de los frentes militares en el continente lisiados y amputados.
El contraste es interesante para poder entender cómo salir de ésta, pero los paralelismos también son evidentes para comprobar que nunca es positivo dejar los asuntos espinosos aparcados. El asunto irlandés estuvo en varias ocasiones a punto de resolverse, con buena voluntad de todas ambas partes. Pero el Home rule que promovía Asquith para Irlanda acabó siendo boicoteado por el Partido Conservador y derivó en un conflicto armado con la sublevación del 23 de abril de 1916, domingo de Pascua, en la que hasta 1.700 voluntarios irlandeses, miembros del Ejército Ciudadano, tomaron enclaves en Dublín, haciéndose fuertes en el edificio de la oficina de Correos.
Siempre es un consuelo leer a los poetas, pero es aún mejor aprender las lecciones, a partir del poso cultural que nos dejan obras como La extraña muerte de la Inglaterra liberal, que muestra cómo las fuerzas políticas, de tanto inclinarse de un lado y a otro, acaban por no defender nada. Haríamos bien, tal vez, en sumergirnos en aquellos prodigiosos años, entre 1910 y 1914. En muchas ocasiones todo se ha vivido antes. El presente sucedió ayer.