Juan Marsé en las alturas
Andreu Jaume, editor de ‘Viaje al Sur’, el libro inédito de incursiones sobre Andalucía del escritor catalán, desvela el perfil humano del autor de ‘Últimas tardes con Teresa’
4 agosto, 2020 00:00“Teresa le miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros escépticos y encogidos de un tipo que se escabullía riendo entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amiga: ‘Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano”. Este es el cameo que el propio Juan Marsé hace en Últimas tardes con Teresa (1965), cuando la protagonista, hacia el final de la novela, decide asomarse a un baile popular del Guinardó, llevándose sin saberlo un pellizco de su creador.
Más allá de la anécdota, la escena sirve para hacerse una idea de la inaudita habilidad que Marsé tenía para captar, en unos pocos rasgos, la esencia de un personaje. Esos “hombros escépticos”, que reaparecerían en el retrato que haría de sí mismo en Señoras y señores (1988), visualizan de un modo exacto la forma que Marsé tenía de estar entre nosotros, caminando sin ninguna esperanza de llegar a ningún lado pero sin dejar de observarlo todo con una avidez insaciable. Uno no puede sino imaginárselo ahora marchándose de espaldas y confundiéndose con la multitud, ya para siempre, con la misma incredulidad con que abrió los ojos al mundo.
Juan Marsé visto por Daniel Rosell
Haber tratado a Marsé, por cuestiones laborales, en los últimos veinte años, me ha permitido hacerme una idea aproximada de la persona que fue, sin olvidar que había en él un poso duro e impenetrable, reflejado a menudo en el fondo cenagoso de su mirada, que siempre parecía habitar un lugar perdido y aislado por los acúfenos que le atormentaron durante toda su vida. Aunque le conocí ya mayor, sospecho que Juan siempre fue el solitario que se delataba en su incomodidad social o en su alergia a la publicidad y los saraos.
Más aún que con su familia o entre sus pocos y buenos amigos –muchos de ellos muertos demasiado pronto–, Marsé parecía feliz y a salvo en el pequeño estudio de su piso de la calle Bailén, donde en los últimos meses estuvimos trabajando en la edición de Viaje al sur, un texto que él había escrito para Ruedo Ibérico en 1962 y que había permanecido inédito y extraviado hasta principios de este año, cuando, tras una serie de pesquisas y gracias también a un golpe de memoria del propio Juan, pudimos localizar el manuscrito, íntegro y acabado, en los archivos del Instituto de Historia Social de Ámsterdam. Marsé recuperó así una obra de juventud, escrita a su regreso de París, cuando empezaba a trabajar en Últimas tardes con Teresa. El protagonista de esta novela, el Pijoaparte, está en buena medida creado a partir del Chato, un chico precoz y avispado que conoció en Ronda, hacia el final del periplo andaluz que se cuenta en Viaje al sur, el libro que finalmente Lumen publicará en septiembre, con las fotografías originales y también inéditas de Albert Guspi.
La alegría que se llevó al recuperar esa obra –y la sorpresa al comprobar que era muy buena y más valiosa incluso que en su momento–, propició que Juan, mientras discutíamos los detalles de la edición, recordara episodios de su estancia en París y, en general, de sus años de formación, cuando acababa de publicar en Seix-Barral Encerrados con un solo juguete (1960), la novela que quedó finalista del premio Biblioteca Breve y que supuso la revelación de aquel “joven escritor obrero”, una etiqueta que detestaba.
Bajo la sombra del retrato de Jaime Gil de Biedma, pintado al óleo por Fred Aguilar, Juan me iba contando, sentados los dos en las butacas que tenía frente a su escritorio, su escepticismo de entonces con respecto a las euforias que los exiliados en París mostraban ante la inminente caída del régimen franquista. Él, en cambio, que venía de trabajar en un taller de joyería, había visto que los españoles se estaban acomodando a aquel nuevo capitalismo sin libertades, contentos de empezar a disfrutar de una prosperidad más bien sórdida, cada uno con su seiscientos y sus vacaciones. De la misma manera, Juan tampoco comulgaba con la estética del realismo social entonces en boga, algo que probablemente había impedido que se concediera el Biblioteca Breve a su primera novela, que desconcertó al jurado por su calidad imposible de encajar en el recetario de la época.
Juan Marsé / ELISA CABOT
Para escribir la larga introducción a Viaje al sur, releí, tantos años después, varias de sus novelas, entre ellas Últimas tardes con Teresa. Con el tiempo, uno tiene miedo de que las obras que le han formado le acaben por decepcionar. Últimas tardes, sin embargo, me sorprendió por el vigor y la mordacidad que conserva, preservada de las modas tanto por la habitual morosidad de su prosa, capaz de alzar un repentino vuelo lírico y bajar luego al fango, como por la audacia de su imaginación. En una de aquellas últimas sesiones de trabajo, le comenté a Juan cómo me había impresionado ahora una escena inicial de la novela, cuando el Pijoaparte, después de haber rondado a Maruja, creyendo que formaba parte del clan de los Serrat, la sigue hasta la villa que la familia tiene en Blanes, se cuela en su habitación y se acuesta por primera vez con ella. En la cama, el murciano tiene la impresión de estar entrando a la vez en el cuerpo de la chica y en la propiedad:
“Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los nobles y antiguos muebles, las escaleras alfombradas, los salones en penumbra, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable”.
De madrugada, sin embargo, cuando el Pijoaparte despierta, la luz incipiente le revela su error al ver la cofia, el delantal y el uniforme de la chica colgados en la percha. De golpe, todo el hechizo de la noche desaparece:
“Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas enfebrecidas que se habían replegado aquí, entre las tristes cuatro paredes de este dormitorio, y que un día arroparon un sueño desamparado y enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla”.
Como le dije a Juan, esa reacción violenta e instintiva de Manolo al darse cuenta de que está en el cuarto de la criada me pareció un gesto subversivo para nuestra época de imaginaciones domadas y obsecuentes. El desengaño del Pijoaparte, que preludia su caída final, está lleno de una brutalidad verdadera e idiosincrásica. En la escena siguiente, Manolo, sintiéndose de nuevo seguro en el ámbito de su misma extracción social, empieza a maltratar a Maruja, interrogándola, humillándola e insultándola con una crueldad difícil de soportar. Toda la dulzura de la ensoñación previa ha sido liquidada en un segundo y el personaje queda al mismo tiempo retratado para siempre con un solo gesto. La brusca transición de la ternura a la ruindad es constante en la obra de Marsé, que a la vez que trata a sus personajes con una dureza inmisericorde sabe también concederles, aun a los más mezquinos y derrotados, una singularidad humana densa e irrepetible. Y ese es el signo indeleble de los verdaderos novelistas.
Cuando le dije, venciendo cierto pudor y porque sabía que no nos quedaba mucho tiempo, cómo le había admirado en esta y otras relecturas –Rabos de lagartija me parece ahora, más que entonces, una de sus obras más arriesgadas y complejas, el verdadero colofón de su ciclo narrativo–, Juan se rio con esa risa franca, tímida y juvenil que gastaba muy pocas veces, como quitándole importancia pero transmitiendo también un genuino agradecimiento. Tuve entonces la sensación, recurrente en mi trato con él, de que Juan no era del todo consciente de lo grande que era. Su capacidad de fabulación era tan poderosa que siempre iba por delante de su conciencia analítica. A menudo decía que no le gustaba hablar de la “faena” y que él no era un intelectual sino un novelista. De la misma manera que hay poetas que no saben explicar su relación metafórica con el mundo, Juan no sabía ni quería comentar su visión narrativa, tan enigmática como la imagen del esqueleto seco y helado del leopardo en la cima del Kilimanjaro que siempre le cautivó. Nadie, dice Hemingway, ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo en aquellas alturas. Tampoco Juan sabía decir cómo había llegado a aquella misma latitud.