Una vez Juan Marsé nos contó que estando en París en cierta ocasión le presentaron a Yves Montand, y mientras se estrechaban la mano no podía dejar de pensar que aquella mano que estaba tocando era la mismísima mano que había acariciado el culo de Marilyn Monroe. Aunque en realidad, añadió en seguida Marsé, no lo era, pues cuando él la estrechó habían pasado mucho, mucho tiempo desde el romance entre Marilyn y Montand, y como todas las células del cuerpo son sustituidas cada siete años, no quedaba ya nada de la mano original. No digamos ya del culo original.

Esta anécdota, que él explicó con mucha gracia, dice mucho de Marsé no solo como hombre que celebraba a las mujeres, ni solo del Marsé fetichista del cine clásico, que era un arte que le gustaba casi tanto como la literatura –escribió guiones y varias de sus novelas fueron transformadas en películas, que sistemáticamente se apresuraba a denostar--, sino también de aquel intenso gusto por la vida, por la diversión, por el humor que le animaba, al fondo del cual anidaba una punta de inevitable desencanto, como lo hay siempre o casi siempre en la vida y en sus novelas. Lo más cerca que uno alcanza a estar del santo grial (metafóricamente encarnado en el culo de Marilyn) es haber estrechado una mano que ni siquiera es la mano que lo acarició. Y en realidad ni siquiera aquel culo era otra cosa que una proyección del deseo.

Es el mismo esquema de la escena boccacciana de Últimas tardes con Teresa en que el charnego, el Pijoaparte, se cuela por la ventana de un chalet de Blanes en el dormitorio oscuro de Maruja, en quien cree haber seducido a una chica rica, una “pija”, encarnación de la prosperidad y el futuro radiante, para descubrir a la mañana siguiente, cuando la luz del sol le despierta e ilumina el delantal colgado de la percha, que está en la alcoba y en la compañía de una criada y no de una señorita de buena familia.

Claro que la misma Teresa del título, ésta sí burguesa, era víctima de un engaño parecido, pues Manolo El pijoaparte no era el obrero concienciado y luchador clandestino antifranquista por el que se hace pasar y del que ella creía estar enamorada, sino un ladrón de motos y buscavidas del Carmelo.

Es una novela stendhaliana. Recuerdo ahora que cuando entrevisté por primera y creo que última vez a Marsé, sería hacia el año 1976, cuando yo le preguntaba por sus influencias y aventuraba parentescos entre sus libros y los de otros autores, me señaló una escueta balda donde tenía las novelas de Stendhal y algunas de Balzac, me dijo “mira, ésa es mi biblioteca”, e insistió en que él apenas había leído otras novelas que aquellas. Yo era joven pero no tanto como para dejarme engañar con aquella fábula y entendí que precisamente él no quería posar como un intelectual sino como el tipo llano y popular que aparece fugazmente en otra de sus novelas, creo que en La oscura historia de la prima Montse, un figurante con su propio nombre y apellido que entra en un baile de barriada, pellizca a las mujeres, y se va. 

No era un diplomático. Trataba con pocas contemplaciones a mucha gente. En general no le gustaba que le molestasen, pero sentía mucha curiosidad por los demás, le gustaba escuchar y era muy amable. No era vanidoso. Recuerdo que una vez le dije que mi sobrino tenía que escribir una redacción sobre Rabos de lagartija. Me dijo: “Pobre chico, le compadezco. Dile que si quiere que venga a verme, que le ayudaré”.

Teresa fue muy rompedora, inesperada y “disruptiva” como se dice ahora, porque en vez de los experimentalismos del momento volvía a cauces de una narrativa tradicional, y porque hacía la crítica, divertida y feroz, de lo más respetado que había en aquellos momentos (año 1966) en el ambiente cultural barcelonés, que era el intelectualismo de izquierdas filocomunista, anatemizado por el narrador en lapidaria expresión: “señoritos de mierda”. Sergi Doria ha subrayado acertadamente en algún artículo que la novela fue tan mal recibida en círculos de la izquierda antifranquista como en los franquistas, aunque no es menos cierto que gozó de un éxito fulminante y continuado.

Esa habilidad para disgustar a diestra y siniestra, decir lo que pensaba siempre con algo de retranca y ganarse enemigos la llevó hasta casi el final, pues aunque la política le interesaba relativamente siempre despreció los ensueños nacionalistas y los fanatismos lingüísticos. Está claro que era uno de los mejores escritores catalanes y que el poder catalán lo ignoró cuanto pudo, por escribir en castellano y no tomarse en serio sus mitos, de lo que dejó constancia por ejemplo en El amante bilingüe.

Descontando sus primeros y menos cuajados intentos, Encerrados con un solo juguete y Esta cara de la luna, se puede decir que Últimas tardes con Teresa fue la primera, --algunos creen que también la mejor-- de una serie de obras maestras, Algún día volveré, Si te dicen que caí, etcétera, sobre los sueños rotos de los perdedores de la guerra y de la postguerra—, que concluyó en el año 2016 con Esa puta tan distinguida.

Es lástima que se haya hablado poco de esta novela, siendo un logro formidable, un logro de gracia, de hondura y una lección de narrativa; quizá es que de entrada parece poca cosa. Parece casi un divertimento, cuando este regreso a los fantasmas de la posguerra y en concreto al caso de Carmen Broto, la prostituta que frecuentaba a distinguidas personalidades barcelonesas y que en el año 1949 fue sórdidamente asesinada sin móvil conocido, fue su última obra maestra –y su última novela.  

Marsé está en su casa, escribiendo a disgusto el guión de una película sobre un viejo crimen. Allí recibe las periódicas visitas del asesino, Fermín, que pasó un tiempo en la cárcel y luego volvió a hundirse en el anonimato. Marsé le paga para que le ayude con sus recuerdos y le agasaja con una cerveza, unas patatillas, unas olivas mientras charlan en el balcón, en algunas tardes de verano en que la voluntad languidece y vibran en el aire expectativas de dicha defraudada.

Fermín trata de hurgar en su memoria en busca de los detalles olvidados del crimen que cometió hace ya décadas. Mientras, la graciosa criada de Marsé, Felisa, entra y sale opinando sobre lo que no le han preguntado, en la función del gracioso en el teatro español del XVII; se toma demasiadas confianzas pero es siempre bienvenida, cuando uno está de vuelta de casi todo, un “casi todo” en el que entra el encargo del guión y el juicio moral.

Esa puta tan distinguida fue una mujer desdichada, víctima de la miseria física y moral de la posguerra, y es también la memoria: la memoria en general y en concreto la de su asesino, que se esfuerza en reconstruir, falsear, inventar, deformar los hechos de manera que puedan hacerse aceptables; así putea la memoria.

Esta novela final parece ligera, salpicada de páginas donde el gran fraseo, marca de la Casa Marsé despliega todas sus suntuosidades, entre las cuales las demás escenas parece que se hayan ido colocando con eficacia y funcionalidad profesional.

De Últimas tardes con Teresa, a Marsé le encantaba la escena nocturna en la que Teresa avanza por el sendero de grava de la casa familiar de Sant Gervasi, con la gabardina sobre los hombros y el cinturón rozando la gravilla.

En Esa puta tan distinguida la pobre Carol también lleva la gabardina desabrochada la noche en que se acerca al cine Delicias para ser asesinada en la cabina del proyector por Fermín, que ha contratado sus servicios y al que, cansada de las humillaciones de la vida y de los hombres, prácticamente invita a matarla con la frase “Date prisa”, quizá en alusión a las palabras de Cristo a Judas que se dispone a traicionarle: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto” (Juan, XIII, 27).

Es admirable la penetración, la empatía, la piedad por decirlo claro, el amor con que Marsé retrata el viacrucis y final de la puta, menos distinguida que desgraciada, en alternancia con sus cuitas bufas por armar un guión convincente con la ayuda del asesino que ni siquiera es capaz de recordar por qué mató a Carol.

El hombre pegado a un crimen que, antes de despedirse de la historia y del autor en su balcón --y a esto me refería al mencionar el “fraseo suntuoso de Marsé”--, “permaneció un rato de pie junto a la baranda, fumando, las gafas negras en la frente y mirando cómo las primeras sombras de la noche caían sobre la ciudad, acaso ordenando sus recuerdos en el negro agujero de su amnesia presumiblemente inducida y reconducida, tanteando al mismo tiempo el borroso perfil de otra ciudad que se extendía más allá de donde alcanzaba la mirada, la condenada ciudad gris de su condenada memoria.” El hombre que es Rufino y es cualquiera.