Se va Juan Marsé de la mano del fantasma del cine Roxy. Si alguien marcó la diferencia entre la literatura y la fantasmagoría, entre la superficie sin sustancia y el tacto de lo gloriosamente real, ese fue el novelista Juan Marsé. Creyó en la palabra y en su sensualidad más que en la quincallería lingüística, más en sus propios personajes que en las imitaciones y las modas, saltándose con una pértiga de vida omnicomprensiva lo que eran los manierismos de la Barcelona tan lejana de la Ronda del Guinardó y de la piedad con que el novelista de raza distribuye copas y no diplomas. La ciudad no le pudo: más bien al contrario, como los jóvenes aventureros en las novelas de Balzac, buscó en la ciudad aquellas verdades turbulentas --por suerte, demasiado humanas-- que ya son nuevas piezas de la comedia sin fin.

Estar en la tertulia de los Juanes --Sagarra y Marsé-- era como hacer un “master” todos los domingos, un “master” no homologable, cuando Marsé salía cordialmente de sus silencios atentos y acuñaba la frase de la semana. Aquellas horas en la terraza del José Luís nos protegían del pringue independentista, del postureo de personajes como Lluís Llach al que Marsé apodó “La cantante calva”, del afán de implantar dos Cataluñas, una en catalán y otra en castellano. Al final, la verdad aparatosa es que hay infinitamente más vida y aliento real en las novelas en castellano de Juan Marsé que en los armatostes en catalán de Manuel de Pedrolo.

Yo creo que el Marsé que traté no competía con otros escritores sino consigo mismo, en un verse cara a cara con las inercias de la prosa hasta lograr darle el contoneo de lo que --en otros tiempos-- se llamaba una real hembra. Es una prosa de esplendores y secretos de “lingerie” de batalla, casi inmemorial en el sentido de que logrará tener la frescura vitalicia de Berceo. Y así pasaban aquellas mañanas de domingo en las que Marsé, instruido por los médicos, tomaba el único whisky de la semana, después de haber vivido en su plenitud juvenil las últimas noches con Teresa. Nos preguntábamos que hubiera sido Pijoaparte en este nuevo siglo de portentos averiados como la fruta de frigorífico, mientras Marsé añadía rasgos a su galería de señoras y señores, un pequeño clásico de la literatura española.

Intercambiábamos dvds, libros, chismes, recuerdos, una cierta pasión moral sin etiquetas. Su admiración por las nalgas de Beyoncé era épica. Los tertulianos de paso --filtrados por los Juanes-- acababan asombrados por la naturalidad asequible de Marsé, por su curiosidad sin prejuicios intelectuales ni ideológicos, por su concepción de la literatura al modo de gran resorte vital y no como un sacerdocio. Si fue un asiduo de Bocaccio en los tiempos ya ajados de la “gauche divine” seguramente se debía a una inextinguible pasión de vivir y no por sofisticación de realquiler, si no por su lealtad al instinto de ser libres, al margen de las tipologías de los profesores de literatura. En el imperio de la memoria el autor acabó escribiendo con la caligrafía de los sueños. Archipiélagos de sus cines de reestreno colman al espectador solitario, aprovisionándole de imágenes que algún día serán prosa.

Marsé ha escrito el anti-retrato de una burguesía de Barcelona heredera del textil y del señor Esteve, con sus hijos en revuelta facilona, con historias de primas post-conciliares, nietos de anarquistas y tietes últimamente asiduas al lifting. Lo que va de Mariona Rebull a Teresa Serrat es un friso babélico, con sus magnates de la sopa de sobre, una política carcomida por la ambigüedad general y la vida carnal de la ciudad de siempre. Atendía a las ideas si tenían algo que ver con la existencia de sus personajes, pero no le interesaban los sistemas. Como escritor, aunque se atribuía la condición de vago, su método era la voluntad, hasta que el murmullo proletario de una antigua taberna del Carmelo se convertía en una suerte de “concerto grosso”. Una de ron para el capitán Flint.