Juan Marsé, en una imagen de archivo / EP

Juan Marsé, en una imagen de archivo / EP

Letras

El fotógrafo de mi ciudad

Juan Marsé no quería pavonearse entre escritores y parecía una especie de intruso que hubiera preferido quedarse en casa

27 julio, 2020 00:00

Ahora que mis delitos ya han prescrito, puedo confesar que, durante una época, a principios de los años 70, cuando iba a la facultad de Periodismo de Bellaterra (digo que iba, no que aprendiera nada útil, y cada vez con menor frecuencia a lo largo de la, digamos, carrera), cogí la mala costumbre de robar libros en el ya desaparecido Drugstore del Paseo de Gracia. Era un delito común entre amigos y conocidos, pero mi carrera criminal duró muy poco, pues al miedo a que me pillaran se unían ciertos escrúpulos morales de los que se burlaban mis compadres más encallecidos. Uno de los pocos libros que sustraje durante mi breve experiencia delictiva fue Últimas tardes con Teresa (1966), del gran Juan Marsé (Barcelona, 1933 – 2020). Me gustó mucho, aún conservo el ejemplar y hasta participé en la adaptación cinematográfica de 1984, dirigida por Gonzalo Herralde y producida por Pepón Coromina. En su momento pensé que era mi primer paso como guionista cinematográfico y que ahí había encontrado un filón profesional, pero en realidad no fue más que un favor que me hicieron dos amigos, Gonzalo y Pepón, sin que Marsé me vetara (aunque me consta que manifestó ciertas dudas acerca de que un pardillo de 27 años pudiera entender realmente el mundo que se retrataba en su novela).

Aunque no cayeron más encargos después de aquél (y mi participación en el guion fue mínima), aún recuerdo emocionado las tardes que pasé con Gonzalo en casa de Marsé, que solía recibirnos ataviado con una camiseta imperio y un pantalón de pijama y observarnos con cara de estar dudando seriamente de haber caído en las mejores manos posibles. Yo, en mi condición de mindundi, intentaba caerle bien, como siempre he hecho con las personas que admiro, y él bastante hacía soportándome y nutriéndome de cervezas (el pobre Gonzalo pagó en sus carnes el hecho de que yo descubriera sobre la marcha que una secuencia es una unidad de tiempo y de lugar). A veces, aparecía Joaquina, la mujer del escritor, pero por regla general se hacía oír a un volumen notable desde algún rincón de la casa. Para mí, todo aquello era un sueño: un pringado como yo, echando las tardes con un director joven y ya reputado y con un novelista buenísimo que me había ayudado a entender mejor mi propia ciudad.

Juan Marsé, novelista barcelonés, en una imagen de archivo / EFE

Juan Marsé, novelista barcelonés, en una imagen de archivo / EFE

 

Mentiría si dijese que trabé una gran amistad con Marsé, pero siempre se mostró cordial conmigo cuando me lo fui cruzando por diferentes lugares a lo largo de los años. Decía un amigo mío que Marsé, en las fiestas, no parecía un invitado como los demás, sino el fontanero que había venido a hacer una chapuza en la casa y luego se había colado en el jolgorio para beber gratis y mirar a las posibles tías buenas que hubiera por allí. El comentario no era en absoluto despectivo y se basaba en la habitual pinta de desplazado que lucía el escritor en tales circunstancias, con la mirada enfocada hacia el suelo, las manos en los bolsillos y una actitud general que te permitía intuir que tal vez preferiría estar en su casa, con la camiseta imperio y el pantalón del pijama. En un mundo de pavos reales y sobraos como el de la literatura, Marsé se movía con una normalidad, una bonhomía y una lúcida actitud de intruso (aunque fuese mucho mejor que la mayoría de colegas a los que saludaba): era verlo y venirte a la cabeza la célebre canción Stranger in Paradise. Aunque la fiesta de turno nada tuviera que ver con el paraíso y el extraño fuese, en el fondo, el tipo más normal y mentalmente más sano del improvisado cónclave.

Cuando Marsé murió, hacía años que la ciudad de la que hablaba en sus libros había desaparecido. Fue como si el carpintero falleciera no sin antes haber desmontado sus propios decorados. Como todas las personas decentes que mueren últimamente en Barcelona, tuvo que aguantar (aunque ya no se enterara de nada) los comentarios mezquinos de algunos lazis estúpidos y llenos de odio que, desde Twitter, le afeaban la conducta por haber escrito toda su obra en la lengua del enemigo. Previamente, le sucedió algo parecido a Rosa Maria Sardà, otro estupendo ser humano. Y le sucederá al próximo fiambre glorioso que no comulgara en vida con las chorradas de los independentistas: ésta es la Cataluña que empezamos a fabricar en 1980 con Jordi Pujol. Y los insultos a los difuntos, meros gajes del oficio de la decencia.

Y ahora que lo pienso, nunca me atreví a confesarle al gran Marsé que me había leído Últimas tardes con Teresa gratis total. Ni que me colé en su adaptación cinematográfica sin haber tenido el detalle de aportar ni un céntimo a sus derechos de autor. Qué vergüenza, Dios mío. Menos mal que yo, en el fondo, no estaba hecho para el mundo del crimen.