Caricatura titulada 'La Vérité' (1897), publicada en 'Le Grelot', que representa el papel de los intelectuales franceses en política

Caricatura titulada 'La Vérité' (1897), publicada en 'Le Grelot', que representa el papel de los intelectuales franceses en política

Letras

Juzgar después de leer

Sólo si asumimos que el problema de la representación es tan literario como moral dejaremos sin argumentos a quienes imponen las obras por sus buenas intenciones

26 junio, 2020 00:10

Entre los lectores de libros y los interesados por los comentarios de libros parece cundir la impresión de que al periodismo cultural y a la crítica a veces les interesa más el tema del libro, su valor histórico o moral que las cualidades estéticas de la obra literaria. Si entendemos que el problema radica en juzgar a priori una novela por las intenciones expresadas por el autor, estoy de acuerdo en el reproche, pero si de lo que se trata es de insistir en separar esos valores histórico-morales de los literarios creo que nos metemos en un terreno pantanoso a causa de un grave error de percepción

¿No es igual de malo juzgar un libro a priori por las bondades de su tema que por las supuesta originalidad literaria que su autor autoproclama? ¿Y cuántas veces el comentarista de libros no se deja arrastrar o influir por lo que el escritor dice sobre sus intenciones como si fuesen consecuciones? Como el artículo se me complica después (este es el último párrafo que he escrito) y me he esforzado bastante por ser lo mas cuidadoso y escrupuloso posible me permitirán de entrada ser algo más contundente: no creo que pueda existir un lector capaz de leer sin atender a las cuestiones morales-históricas que plantea una obra contemporánea sobre un asunto que le afecta.

Parece un esfuerzo sobrehumano leer una novela de Cercas, Chirbes o Almudena Grandes sobre la Guerra Civil o la Transición sin juzgar o por lo menos opinar sobre las ideas políticas allí de vertidas, de la misma manera que uno pasa las reflexiones de Proust sobre los celos o de Tolstoi sobre el matrimonio por filtros que no son exclusivamente consideraciones de estilo. Y si algún lector lograse el milagro de suspender el juicio sobre los asuntos históricos-políticos-morales que las novelas abordan, estarían leyendo contra las intenciones de unos autores que se han preocupado y esforzado por decir lo que querían decir sobre estos asuntos, tantas veces desagradables y comprometedores. ¿O alguien puede creerse que se elija un asunto como el caso Dreyfus como sustentáculo de frases bellas y otros logros estéticos

Balzac

El escritor francés Honoré de Balzac

Es más: ¿no descansan los valores literarios (diálogos, descripciones, ideas, personajes, estilo...) sobre la trama política, moral o histórica? ¿Cómo va a poder separarse taxativamente una cosa de la otra? Un lector de Balzac puede no tomar partido a favor o en contra de Napoleón, pero, ¿se estará enterando de algo si omite que la acción militar y política del general trazó una frontera que dividía la historia contemporánea al novelista en dos temperaturas morales distintas, en dos mundos antagónicos? Es complicado imaginar a un lector coetáneo a Balzac que hubiese pasado por las mismas experiencias que no juzgase literariamente la moral, la política y los nervios históricos entreverados en el relato. Mientras leemos podemos reconocer pasajes que brillan con una intensidad más político-histórico-moral que otros, pero se trata de una distinción teórica, en la práctica no podemos separar las dos dimensiones sin destruir el texto. 

La cuestión se complica todavía más si tenemos en cuenta otra característica singularísima y esquiva de los temas histórico-político-morales (los susceptibles de que el lector tome partido pues coinciden con asuntos sobre los que tiene una opinión, cuando no unas filias y unas fobias, ya formadas), y es que, aunque siempre están allí, no siempre los vemos. Aparecen y desaparecen ante la mirada del lector según la época. En ocasiones se vuelven invisibles después de haber estado mucho tiempo visibles, y en otras se manifiestan después de años sin que nadie reparase en ellas. En el primer supuesto opera el desgaste del tiempo, en el segundo se impone un ajuste de la lente.

Detengámonos en el primer supuesto. Es muy extraña la obra (novela, pieza dramática, epopeya... da igual) que no transporte una carga de tema histórico sobre la que el escritor adopta una postura (o por lo menos una disposición, implícita en la misma disposición con la que se aborda el asunto, incluso en el tono) que de manera casi inevitable provoca una reacción en el lector de su tiempo. Dos ejemplos: el trato que Eurípides adopta a favor de una representación humana de los troyanos (y del que se infiere una crítica al extensionismo griego) y el problema de la sucesión dinástica en Shakespeare, que en ocasiones roza la justificación del regicidio. 

Imagen de Shakespeare del 'First folio'.

Imagen de Shakespeare del First folio

Tenemos que imaginar las ampollas que levantaría Eurípides en los nacionalistas de su tiempo, pero existe una documentación muy extensa de las reacciones contrarias que Ricardo II o Hamlet provocaron en los lectores franceses y españoles ilustrados, que adaptaron y recortaron sus obras movidos por el escándalo hacia unos asuntos (políticos, históricos y morales) que hoy dejan indiferente al lector. 

A medida que el tiempo pasa por una obra (o si se prefiere: a medida que la fecha de composición se aleja del día que el lector se decide a abrir el libro) se ocultan las claves que permiten la interpretación de las polémicas de época, la participación afectiva. Pero esta sustracción no significa que el lector actual se libre de lo moral y se quede a solas con los ansiados valores estéticos, que este contexto suele ser el placer del adjetivo bien elegido, o alguna otra nimiedad así. 

Nada de eso, la compasión ante los vencidos o la intuición de que el derecho dinástico se sustenta sobre un crimen de sangre siguen proyectando ideas (la compasión hacia los vencidos y los excesos de los vencedores; una legitimidad sustentada en el crimen) que nos fuerzan a tomar posiciones morales y políticas, que nos recuerdan que somos seres sociales leyendo textos que remiten a la intersección del individuo con la sociedad (aunque los individuos sean imaginarios, y la sociedad esté literariamente alterada o condensada).

El nervio moral que subyace al tema sobrevive a la erosión de las circunstancias que permitían implicarse y reaccionar de manera personal. Lo curioso es que da igual si la escritura es afable o cruel, sufrida o cínica, da igual si opera a favor de las convenciones éticas del momento o pretende disolverlas: el mero despliegue de estos problemas complejos nos empujan a preguntarnos si el mundo es así y si queremos que el mundo siga siendo así, preguntas que nos interpelan desde la literatura. El lector que logre avanzar por las obras de Eurípides o las de Shakespeare sin mancharse de los debates morales que allí se plantean habrá alcanzado un grado de papanatismo adánico que invita al vértigo. 

Virginia Woolf at Monk's house

Virginia Woolf en Monk's House

Detengámonos ahora en el segundo supuesto, que no parece tanto obra del desgaste del tiempo, como a la irrupción de un conjunto de preocupaciones (morales, históricas, sociales) que ponen de manifiesto aspectos de la obra que los lectores precedentes habían pasado por alto, y que obligan a una relectura, cuando no a una reconsideración. Así la toma de conciencia de las mujeres sobre su papel secundario en la historia conlleva que cobren conciencia de cómo han sido representadas en la tradición literaria, lo que pasaba por ser un transporte natural de la naturaleza humana se revela como un constructo artificial reflejo de una forma de poder y control interesado. Cuando Virginia Woolf lamenta la empobrecedora idea sobre las posibilidades vitales y artísticas a las que puede aspirar una mujer que se desprende de la poesía de Christina Rossetti es casi imposible separar lo literario de lo político. Lo mismo sucede con la representación de la homosexualidad, de la clase trabajadora o de las minorías étnicas. 

Estás revisiones –insisto– se ponen en marcha gracias al despertador de movimientos políticos e históricos, pero no pueden desgajarse de lo literario pues afectan a un problema literario central: el de la representación. Toda representación (en la medida que la vida, ni siquiera toda la agitación vital comprendida en una de sus secciones, no cabe en una obra de arte) supone una suerte de violencia sobre lo representado: ya sea uno mismo, un grupo afín, una clase social, una aspiración, una facultad (los celos, la envidia...), una época o un proyecto colectivo. El problema es endiablado porque una representación tanto es mala cuando pretende abarcar demasiado y pierde intensidad, como cuando se adscribe por comodidad al tópico, en este segundo caso porque la visión que nos ofrece sobre el mundo perderá inevitablemente complejidad. 

En ocasiones la fuerza del personaje deriva de la injusticia de la representación (allí están los judíos de Dickens y de Shakespeare), pero en la mayoría de casos se necesita ser un fanático de los valores artísticos para no percibir que una representación de las mujeres como criaturas inmaduras y lloronas, de los homosexuales como enfermos y de los afroamericanos como cenutrios incapaces de aprender incide muy directamente sobre el juicio literario que podamos hacer sobre las obras donde nos encontramos con estos tópicos. Allí donde aparecen la obra se adscribe a una simplificación del mundo que la novela, por ejemplo, no puede permitirse.

'El sueño de Dickens' (1875) / ROBERT WILLIAM BUSS

'El sueño de Dickens' (1875) / ROBERT WILLIAM BUSS

Leemos para ampliar nuestra visión y los recursos de nuestra inteligencia, no para revolcarnos en la estupidez y la presbicia.  ¿No le exigimos a un escritor que nos diga la verdad sobre los celos, la moral o la enfermedad?¿Cómo no vamos a exigirle que se prive de decir bobadas sobre la homosexualidad, la clase trabajadora o las mujeres?La clave del asunto aquí es la conveniencia de integrar estas exigencias sobre la representación como nuevos ingredientes artísticos a considerar, en plano de igualdad con los diálogos, las reflexiones existenciales, la construcción psicológica o las descripciones, que también están comprometidas moralmente a expresar cierta verdad (todo lo alterada e intensificada que se quiera) sobre el mundo. ¿Qué lector admite bobadas sobre estos aspectos por muy bella que suene la prosa?

Edward Said advertía que al cobrar conciencia de que las representaciones de Oriente y los orientales muchas obras occidentales son tendenciosas, inefectivas y perezosas, ya no podemos olvidarnos ni reconocer la desidia en estos aspectos, de la misma manera que advertimos a la primera cuando un diálogo es pobre o una descripción es perezosa. Al integrar el problema de la representación como un ingrediente artístico más, conjuramos un riesgo que el propio Said reconocía: el de despreciar Oliver Twist o El mercader de Venecia y sustituirlas por otras donde la representación de los judíos sea menos tópica, aunque el libro sea un desastre en todo lo demás. De hecho, al integrar los aspectos morales entre el resto de destrezas artísticas nos apropiamos de un criterio para rechazar las buenas intenciones como un elemento de juicio válido: un exceso de adanismo en la representación también empobrece la visión de la vida que nos ofrece la obra de arte. 

Homenot Juan Benet /FARRUQOJuan Benet, visto por Farruqo

Juan Benet, visto por Farruqo

Al tratar la representación de las minorías y las identidades sociales (o de algunas circunstancias políticas e históricas) como un ingrediente literario-moral más, que pesa en el juicio, pero no lo determina, disfrutamos de las ventajas de la flexibilidad. Podemos reconocer la torpeza de Dickens en la representación de Fagin, sin renunciar a Oliver Twist o la ceguera de Austen ante la situación de los colonos de las que sus hacendados rurales extraían las fortunas que sostienen sus ociosas vidas sin desdeñar sus novelas.

De manera parecida, no expurgamos de la biblioteca a un autor cuando entre unos cuentos méritos no terminan de convencernos sus diálogos, se nos hacen largas sus descripciones o nos escama su visión sobre la Guerra civil (como me ocurre con el cainismo de Juan Benet), aspectos sobre los que podemos redoblar las críticas. Solo si aceptamos que el problema de la representación es tan literario como moral podremos desembarazarnos de la corriente pelma que pretende imponer las obras por sus buenas intenciones, dispondremos de un criterio para decirles: “Espérese usted, hagamos con esto como con cualquier otra cosa, juzguemos después de leer”.