La Europa cosmopolita
Orlando Figes aborda en un ensayo narrativo el espectacular despliegue económico que las letras y las artes conocieron en la Europa posterior al Congreso de Viena
16 junio, 2020 00:10“Mi objetivo es abordar Europa como un espacio de transferencias culturales, de traducciones e intercambios a través de las fronteras nacionales, a partir de los cuales surgiría una cultura europea, una síntesis internacional de formas, ideas y estilos artísticos que distinguiría a Europa del resto del mundo”. Orlando Figes cumple con creces el objetivo que se propone en la introducción de Los europeos (Taurus, 2020), un ensayo narrativo sobre la conformación de la cultura burguesa en la Europa del siglo XIX, atendiendo a las influencias que las distintas tradiciones fueron compartiendo hasta crear un ámbito artístico y comercial que logró superar los límites del Estado-nación. Figes es muy hábil a la hora de organizar su relato, pues elige como protagonistas a tres personajes que vivieron una peculiar y escandalosa historia de amor en la época y cuyas trayectorias encarnan el espíritu cosmopolita y transgresor de las artes de su tiempo.
Iván Turguéniev, el novelista ruso exiliado en París, se enamoró perdidamente de Pauline Viardot, una mezzosoprano y compositora de origen español, muy popular entonces, esposa de Louis Viardot, un crítico de arte, editor, traductor –por ejemplo del Quijote al francés– y periodista veinte años mayor que ella. A pesar de las maledicencias y de su descarado desafío a las convenciones morales, el ménage à trois funcionó muy bien, hasta el punto de que Pauline tuvo una hija de Turguéniev, secreto más o menos a voces en la sociedad del momento. A través de las tribulaciones amorosas y artísticas de los tres personajes –una historia que podría haber cautivado la imaginación de Henry James–, Figes va contando el espectacular despliegue económico que las letras y las artes fueron conociendo en la Europa posterior al Congreso de Viena, el periodo que Flaubert, uno de los grandes amigos de Turguéniev, definiría como “el siglo idiota”.
Ivan Turgenev retratado por en 1874 por Ilya Yefimovich Repin
Figes empieza construyendo su relato en torno al desarrollo del ferrocarril, que en pocos años puso en comunicación a las principales capitales europeas, incentivando las relaciones comerciales y creando un nuevo público, tanto en el ámbito de la ópera como en el mercado del libro o en el de la pintura. Las óperas más modestas y locales de un Rossini –un compositor maravilloso– quedaron desfasadas frente a la emergencia de la grand opera de un Meyerbeer –un verdadero pelmazo–, con efectos especiales, coros y ballets, el antecedente de Richard Wagner, a quien en estas páginas vemos abrirse paso a codazos en la escena de la época.
La consolidación del piano forte, por otra parte, estimuló la obra de Chopin o Schumann, al mismo tiempo que Mendelssohn recuperaba a Bach o Berlioz imitaba desesperadamente a Beethoven, sentando las bases del concierto moderno, gracias también al desarrollo de la orquesta sinfónica y a la entronización de la figura del director. En el campo de la literatura se creó el nuevo mundo de la edición, tal y como aún lo conocemos hoy en día. Después de la invención de la esfera pública en el siglo XVIII, el ferrocarril y los avances tecnológicos en materia de impresión y divulgación fomentaron la traducción de obras literarias en toda Europa, generando un primer estilo internacional y despertando la urgencia de una legislación eficaz en materia de derechos de autor.
La idea del canon occidental se fraguó entonces, gracias también a la creciente alfabetización de la ciudadanía. En el mundo de la pintura ocurrió algo parecido. Por una parte, la fotografía y la posibilidad de reproducción técnica revolucionaron tanto la forma de concebir la pintura como la manera de venderla. En 1855, por ejemplo, Courbet fue el primero en hacer una exposición individual de su obra, en una estructura temporal convenientemente situada frente a la entrada de la Exposición Universal en el Palais des Beaux-Arts, donde podía verse una gran retrospectiva de Delacroix y Ingres. La iniciativa de Courbet fue un fracaso económico pero supuso la invención de la muestra personal de artista que luego explotarían las vanguardias, con su apelación indisimulada al mercado y su promoción con estrategias de lo que acabaría siendo el marketing. En ese sentido, Los europeos es la historia de la creación y consolidación del mercado cultural, cuando el patrocinio estatal y aristocrático bajo el que todavía habían trabajado Mozart, Haydn, Reynolds y tantos otros artistas dio paso al negocio y la iniciativa privada.
Pauline Viardot retratada en 1840 por Ary Scheffer
Orlando Figes construye un relato coral, ágil, amable y muy ameno, saltando de Londres a Berlín, París, Milán, Madrid o San Petesburgo y haciendo aparecer, entorno al ménage Viardot, a los mejores cantantes, compositores, pintores, editores, escritores y pensadores del XIX, desde Tolstoi y Dostoievsky hasta Dickens, George Eliot, Henry James, Victor Hugo, Balzac, Verdi, Manet, Pardo Bazán, Clara Schumann o George Sand. Su visión de historiador es siempre luminosa y afirmativa, capaz de elaborar su estudio a través de la observación de pequeños detalles que hubieran encantado a Walter Benjamin, como cuando explica que los pintores de la escuela de Barbizon, muy influidos por Constable, pudieron dedicarse a pintar al aire libre gracias a la invención de los tubos blandos de estaño que permitían preservar la pintura y evitar que se secara, siendo comercializados en 1841 por Windsor & Newton, un fabricante londinense. O como cuando cuenta la transformación de la sala de conciertos, que pasó de tener asientos en los que se podía conversar sin que nadie tuviera que escuchar la música a disponer de filas formales en las que cualquier movimiento provocaba una ruidosa alternación. Todo el libro está lleno de estas minucias que van ilustrando acerca de la conformación de una nueva forma de producción y de consumo cultural.
Por supuesto, Los europeos es también la historia de la mercancía como fetiche, con las diversas exposiciones universales creando ese gusto burgués internacional que se fue consolidando al mismo tiempo que se creaba el moderno comercio de libros, el canon operístico que aún se escucha en los grandes teatros de todo el mundo o el turismo cultural que entonces empezó a invadir museos y a visitar las casas de los grandes escritores europeos, de acuerdo con esa idea de la Weltliteratur acuñada por Goethe y consagrada por los principales editores en sus nuevas colecciones de grandes obras, asequibles para todos los usuarios del ferrocarril.
En realidad, Figes ha puesto al alcance del gran público y con una mirada cenital lo que fue la materia de estudio de Walter Benjamin en sus últimos años, cuando sacó a Baudelaire del panteón de los clásicos para tratar de entender las convulsiones sociales, políticas y estéticas de su propio tiempo. Para Benjamin, el París del Segundo Imperio había sido la capital del siglo XIX y algo así como un laboratorio de lo que luego sería el dominio capitalista mundial, con el flâneur convertido en hombre-anuncio, prefiguración del actual internauta. La ciudad de los pasajes, con su fastuosa exhibición de cuerpos y mercancías, fue en efecto el antecedente del escaparate universal en el que ha acabado convirtiéndose el mundo entero, regido por la publicidad. Hablando de los cambios que produjo en la sociedad y en el individuo la invención de la fotografía, Figes trae a colación una cita de Baudelaire que nos sirve, hoy en día más que nunca, para mirarnos en el espejo: “A partir de ese momento, nuestra aborrecible sociedad se apresuró a contemplar, como Narciso, su trivial imagen sobre una placa metálica. Una suerte de locura, un fanatismo extraordinario se apoderó de estos nuevos adoradores del sol”.
Louis Viardot retratado por Émile Lasalle en 1840
Quizá nada ilustre tanto el prestigio y la popularidad que la idea de la alta cultura había adquirido a finales del XIX como los funerales de algunos de sus principales protagonistas. Tanto Turguéniev en 1883 como Victor Hugo en 1885 o Giuseppe Verdi en 1901 fueron enterrados con honores de Estado y acompañados por el fervor de un duelo multitudinario. Para entonces, la peste del nacionalismo ya había empezado a extenderse, por ejemplo en el Imperio austrohúngaro, precisamente como reacción a esa cultura internacional y cosmopolita que algunos veían como una amenaza a la supervivencia de las esencias patrias. Ya sabemos cómo terminó esa suspicacia, primero en la matanza de la guerra de trincheras y luego en los hornos crematorios, una prueba más de la inquietante y recurrente pulsión destructiva que ha definido a Europa a lo largo de la historia.
Además de ser una lectura entretenida, Los europeos sirve para hacerse una serie de consideraciones. Es indudable que esa nueva cultura mainstream, burguesa, secularizada y democrática, ejerció una influencia aglutinadora en toda Europa, creando una ciudadanía supranacional para las clases medias y altas a través del comercio del gusto. Cada vez que las naciones europeas se han replegado a sus fronteras, como parece ocurrir cíclicamente, el resultado ha sido catastrófico. El propio Orlando Figes se nacionalizó alemán como protesta contra el Brexit. Antes que una unión económica, Europa es sobre todo una tradición cultural, mucho más antigua y compleja que la que se cartografía en Los europeos, con capitales tan diversas como Atenas, Jerusalén o Roma. Es imposible referirse a ningún autor relevante, ya sea Cervantes, Goya, Goethe o Bach sin desplegar todo un espectro de referencias diseminadas en las diversas corrientes que conforman el acervo común de Europa, que por otra parte ha acogido a todos los que han pedido sumarse a su genealogía. Para decirlo con Shakespeare, “there is magic in the web of it”.
Hay, por otra parte, una historia soterrada que apenas asoma en el libro de Figes y que tiene que ver con la atrofia de esa idea de alta cultura que en el siglo XX terminaría siendo la cultura de masas. Tanto en su poesía como en sus ensayos, Baudelaire detectó todos y cada uno de los síntomas que iban a conformar un mundo sin espíritu, ya sólo ocupado por el cuerpo. Flaubert, por su lado, se propuso componer al final de su vida una gran enciclopedia de la estupidez burguesa en el inacabado y cada vez más necesario Bouvard y Pécuchet (1881). “Siempre he intentado vivir en una torre de marfil”, escribió Flaubert a Turguéniev, “pero un mar de mierda golpea ahora contra sus muros”.
La desternillante y enternecedora tentativa de Bouvard y Pécuchet, dos jubilados ociosos, por acceder al saber universal podría verse como una metáfora de la ilusión de conocimiento demótico que se creó en ese nuevo gran mercado europeo que tan bien describe Figes. Henry James, por último, se asomó fascinado a esa Europa descollante desde su Estados Unidos natal, tratando de abrirse camino con los mismos medios y en los mismos escenarios que sus maestros y sus contemporáneos para al final darse de bruces contra los límites de ese gusto. En sus últimos años, ningún editor se atrevió a seguir publicando por entregas sus novelas, que cada vez eran más oscuras y especulativas. Baudelaire, Flaubert y James, personajes secundarios de Los europeos, estaban ensayando una nueva forma de transitar por el mundo moderno que en el siglo XX constituiría un precedente inexcusable.