Morricone y Williams, música de cine
Los dos grandes autores de bandas sonoras de películas, galardonados con el Premio Princesa de Asturias, han emancipado la música cinematográfica de las pantallas
16 junio, 2020 00:00La música vive en la frontera del sinsentido. Por eso, si aceptamos que John Williams acompaña a las películas y Ennio Morricone expresa el alma de los personajes entraremos en un terreno resbaladizo. La música siempre va más lejos y casi nunca sabemos el porqué. Antes íbamos al cine a disfrutar de relatos matizados por bandas sonoras, apeteciblemente poco ruidosas; ahora nos repantingamos en el sillón de un cuarto oscuro con pantalla grande para ver al contumaz Steven Spielberg entroncar con la tradición sinfónica vienesa de Williams, el gran compositor de La lista de Schindler. Si uno no se conforma, puede acudir a la fuerza incontenible de Morricone, un romano de 92 años, capaz del lujo magiar –Cinema Paradiso– o del torrente de Novecento. En ambos casos será indispensable admitir que la música oscila entre la naturaleza y la idea, algo que podríamos comparar con la poesía.
El Premio Princesa de Asturias de las Artes ha recaído sobre estos dos compositores que han transformado la música del cine, considerada un arte instrumental, en grandes composiciones sinfónicas. Sus partituras se han emancipado del arte que las creó para convertirse en piezas de repertorio lejos de las salas de proyección, como lo demostró Williams el pasado mes de enero, cuando dirigió a la Orquesta Sinfónica de Viena en un concierto de sus obras en la Sala Brahms el Musikverein, sometida a una rehabilitación digna de Mozart. Fue una respuesta simbólica de los melódicos frente al eco de la ciudad wagneriana de Bayreuth, construida por Luis II de Baviera. De los dos premiados, Morricone es el que expresa una ruptura más clara frente al repertorio tradicional. Su propuesta combina el sonido del grito o del silbato, por ejemplo, con prácticas interpretativas del pasado.
Cuando escuchamos música instrumental “estamos ante un texto en el que solo hay signos de puntuación” (Charles Rosen), pero cuando Morricone incluye en sus partituras el sonido de la naturaleza –el viento, la lluvia, el son opaco de las grandes llanuras del Oeste o el desgarro de una herida– rompe el mecanicismo de su propia narrativa. Su música resulta poco racional en línea con las sonatas de Beethoven a las que, por otra parte, nadie debería exigirles una lógica que vaya más allá de su coherencia interna. La obra del concertista italiano no es un producto de la imaginación; está pensada para adulterar las emociones; está hecha para desconectar la acción de su acompañamiento musical, como hizo Luis Buñuel al introducir en sus películas los tambores de su tierra (Calanda), el cacareo de las gallinas, el ruido de los trenes o el cierzo rasante del Moncayo. En Morricone todo tiene un fin y está lejos de la inspiración y de sus musas.
Si se lo hubiesen contado a los históricos directores de la edad dorada del cine, como John Ford o Hitchcock, no lo hubiesen creído. Ellos trabajaron con bandas sonoras subalternas, como el mismo George Cukor al que en su ancianidad se le permitió rodar el tenue lesbianismo de Candice Bergen y Jacqueline Bisset en Ricas y famosas, o fracasar olímpicamente en Justine (Anouk Aimée), la conocida primera parte de El cuarteto de Alejandría, de Durell. Con Williams y Morricone las cosas cambiaron. Cada uno a su manera habían llegado para establecer una barrera frente al estilo pompier y provinciano del cine que quiso ser popular para facilitar su difusión.
Sin haberlo calculado, los dos galardonados con el Princesa de Asturias han puesto en marcha una peculiar repetición de la llamada Querella de los Antiguos, iniciada hace más de tres siglos entre el italianizante melódico Jean-Philippe Rameau y los defensores de la tradición de la Académie Royale de Francia. En aquella polémica incesante entró de perfil el enciclopedista Diderot a través de su mejor libro, El sobrino de Rameau, un diálogo imaginario en el histórico Café Régence de París entre el pensador y el sobrino del músico, un joven atrabiliario que destacaba por su rupturismo frente a las convenciones sociales y la pasividad del arte. El siglo XVIII calentaba los motores del futuro gran cambio, que tendría lugar la noche del 14 de julio de 1789, en la Bastilla. Diderot destrozó intelectualmente a su virtual oponente, pero se dejó seducir por el famoso sobrino, hasta el punto de allanar su futuro al asegurar: “La indiferencia hace sabios, pero que la insensibilidad produce monstruos”.
El cine ha sido consciente de su enorme poder de convocatoria, pero ha pagado por ello el alto precio de esconder la calidad artística de sus genios musicales. Sin embargo, hoy, en la madurez del Séptimo Arte, sus mejores compositores esgrimen partituras a pelo en los exigentes auditorios de la Scala, el Covent Garden, el Mozarteum de Salzburgo o la Fenice veneciana. La música del Hollywood tradicional pudo emocionar o ser escuchada con melancolía, pero nunca fue recordada por encima de las cintas a las que acompañó. Este último salto les pertenece a Williams y Morricone, dos compositores desprovistos de la hojalatería heroica de los teatros. Dos concertistas maduros al final de sus respectivas carreras, hermanados por la idea de que la sinfonía debe sentirse impúdicamente, como un goce de los sentidos. Creadores puros, capaces de mitigar la inclinación al abismo de su propia libertad; dispuestos a evitar la prosodia o a la retórica sensibleras para edificar sus entregas sobre cimientos resistentes.
Morricone, aparentemente pegado al extravagante cruce entre el arpa, el silbato y la campana, se ganó a un público fiel musicalizando el western. Entró en el catálogo de las preferencias mayoritarias con El bueno, el feo y el malo, donde combina las guitarras eléctricas con dramáticos chillidos vocales que representan el aullido de los coyotes; y con otra cinta del mismo cesto, Por un Puñado de Dólares (1964). John Williams pasó brevemente en el género del Oeste con The Missouri Breaks (1976), aportando música de verdad, aunque entendida en su momento como un simple anexo de los jóvenes protagonistas, Marlon Brando y Jack Nicholson; en esta cinta, rodada hace 50 años, mandan las guitarras, la armónica y la percusión, pero el compositor va deslizando lentamente una sinfonía creciente de decenas de instrumentos, con final inesperado.
Williams anunciaba así el cambio de tercio. Gracias a su rigor ha llegado a ser el narrador musical más sofisticado del cine, capaz de usar melodías aparentemente simples, pero de gran complejidad, para subrayar los matices de las historias que cuenta el celuloide. Donde lo dejaron los clásicos del Hollywood de los años 30, como Max Steiner o Erich Korngold, es donde germinó la semilla de Williams. Suele decirse que modernizó las clásicas bandas con aportaciones originales de músicos como Bartok, Aaron Copland o John Adams. En su caso, la sujeción del compositor mide el rigor de su ejecución. La composición no es un mundo de invención desbordada; la partitura se debe a la medida de la exactitud porque busca la belleza de los teoremas. El músico norteamericano lo ha explicado más de una vez: “Cuando más renuncia el compositor a sí mismo, más se libera de sus cadenas”.
Cuando, de la mano de Sergio Leone, Morricone llegó al western para quedarse, Williams apenas lo sorbía. Acababa entonces la hegemonía secular de Centauros del desierto (The Searchers, estrenada en 1956), inmerecidamente señalada como el mejor western de todos los tiempos, acompañada, eso sí, de una partitura conmovedora de Steiner. Este último fue el autor celebradísimo de la banda sonora de Lo que viento se llevó, de rutilante éxito, pero lacrimal absoluto, compendio del error que comete la música cuando quiere acompasar una noche de vino y rosas o ilustrar la madrugada atropellada de un amante furtivo.
En el momento de relevar a los concertistas de los grandes espacios abiertos tronando bajos los cascotes de los caballos, Williams demostró que era un artista contemporáneo capaz de compaginar a los solistas sofisticados con el equilibrio general de un montón de instrumentos. Medio siglo después sus bandas sonoras son las más reconocibles del cine y tienen calidad suficiente para sobrevivir y deleitar en las salas de conciertos de medio mundo. Nunca se arrepintió de haber musicalizado a George Lucas de la galardonadísima Star Wars, ni de películas como Tiburón o E.T; menos de haber compuesto Superman, Indiana Jones, Parque Jurásico, Memorias de una geisha o las tres primeras películas de la serie Harry Potter. Es el compositor vivo más interpretado; “el Mozart actual”, como le llama el venezolano Gustavo Dudamel, director de la Filarmónica de Los Ángeles, que estos días ha eclipsado al mundo llegando con su música, desde su domicilio de México, a millones de personas en hogares de todo el planeta, durante el periodo de confinamiento de la pandemia.
Williams se ha hecho merecedor de cinco estatuillas del Oscar y cuenta con 52 nominaciones. Se esmeró en la histórica toma de posesión de Obama en 2009 y el expresidente le otorgó la Medalla Nacional de las Artes. Obama y Williams acabaron galvanizando un dúo difícil de olvidar en tiempos como los actuales, dominados por el regreso del odio racial.
A lo largo de la última centuria, el cine ha usado la música para inmortalizar imágenes inolvidables. La sombra del ala del sombrero de Humphrey Bogard no sería lo que es en el momento de la despedida en el aeropuerto de Casablanca sin las notas de As time goes by, convertida en banda sonora sin estridencias. Mal que les pese a los puristas del concierto de cámara, del cine han salido las notas de nuestro tiempo que han acabado conquistando auditorios lejos de los neones de la Paramount. Morricone es, hoy por hoy, el compositor europeo más destacado; ha trabajado con intérpretes como el violoncelista Yo-Yo Ma y el violinista Itzhak Perlman.
En La Misión, ganadora en Cannes de la Palma de Oro, la música de Morricone encajó con el gran espectáculo de las cataratas de Iguazú, limítrofe entre Paraguay, Brasil (estado federal de Paraná) y Argentina y con el experimento de las reducciones jesuíticas. Al final de la cinta el drama del genocidio guaraní tiene lugar en un víacrucis musical –con Jeremy Irons portando un enorme crucifijo y el pecador arrepentido, Robert de Niro, con un trabuco entre las manos– bajo la mirada etrusca de Fernando VI y la indiferencia de su esposa portuguesa, Bárbara de Braganza.
Su pereza ante lo grandilocuente encajó con un cine aparentemente alternativo. En la última cúspide de su carrera, el romano probó las mieles de Quentin Tarantino, en Los odiosos ocho, con un sabor narrativo más brusco que provocativo, pero dotado de una divertida matanza final. Fue un bombón para Morricone, el compositor que nunca defrauda, aunque este Tarantino estaba ya lejos de su maestría, 25 años después de Reservoir Dogs. Hace dos años, al cumplir los 90, el compositor utilizó la gira The Final Concerts World Tour para despedirse definitivamente de los escenarios; cuando quiso hacer el balance de su adiós, había recorrido más de cuarenta ciudades y cubierto medio centenar de conciertos.
Morricone y Williams recuperan para el mundo de la música el Premio Princesa de las Artes, que no se había concedido a esta disciplina desde 2011, cuando fue distinguido Ricardo Mutti. Fundar cinematecas equivale a construir graneros públicos, del mismo modo que “dragar puertos es fecundar la hermosura de las playas” (Memorias de Adriano). El cine reflexiona acerca del poder, la amistad, el amor, la vida o la muerte. Abre interrogantes sin respuesta; formula preguntas que necesitan su ayuda para abarcar lo no evidente. Pero la música impone estrictas obligaciones; no es una abstracción sino el dragaminas de los puertos que limpia las aguas. El concierto sinfónico, teatralización de la partitura, es un estado de ánimo celebrado por figuras como Williams y Morricone. Ambos saben que el concertista paga siempre este tributo: el gancho del primer compás.