El pasado es impredecible
Existen acciones sobre monumentos y recordatorios de hechos pasados que pretenden negar la verdad de lo que sucedió para reescribirla con mentiras útiles
1 marzo, 2020 00:00Sobre las condiciones en que los soldados republicanos combatieron en la batalla del Ebro, la más sangrienta de la Guerra Civil, que duró cuatro meses y donde perecieron entre 35 y 40.000 soldados, hablan con elocuencia, entre otros autores, George Orwell en Homenaje a Cataluña y Jorge Martínez Reverte en La batalla del Ebro. En esos, como en otros libros, se dibuja un panorama de caos, de desvalimiento y precariedad pavorosos, incluidas las divisiones en la dirección de la lucha entre comunistas y anarquistas, las condiciones en que combatían los republicanos, de extremo frío, la falta de formación bélica, las armas sin pertrechos, la escasez de alimentos, el recurso de los soldaditos en condiciones de sed extrema a la propia orina, el olor a cadáver flotando en el aire, la confusión terrorífica de las líneas o el pánico a ser fusilado por el enemigo en caso de caer en sus manos. Etcétera. El infierno en la tierra.
Recuerdo en el libro de Orwell el caso de los combatientes adolescentes que no eran de fiar porque, incapaces de afrontar con fuerza viril la responsabilidad en determinadas condiciones extremas, no podían evitar dormirse como niños mientras hacían guardia. Y en el libro de Reverte, cuyo padre combatió en esa batalla, los datos sobre las negociaciones estériles del PNV y de ERC con los franquistas, traicionando a su propio bando.
La voz de aquellos guerreros de 17, de 16 años o aún menos, enviados al frente en alpargatas, con una manta, un plato de latón, una cuchara y una cantimplora, se oye también en docenas de entrevistas con los supervivientes de la batalla del Ebro que a lo largo de los años ha mantenido el periodista Víctor Amela y reunido en el libro Nos robaron la juventud, editado por Joan Riambau para Plaza y Janés. Lleva ese título porque ésa es una frase recurrente en los veteranos entrevistados cuando ya eran ancianos: les robaron la juventud porque después de la derrota tuvieron que hacer además otro servicio militar de varios años, esta vez en el ejército vencedor. Es decir que desde los 16 a los 25 años estuvieron militarizados.
Hay una historia, una anécdota en el marasmo pavoroso de la guerra, que me ha llamado especialmente la atención en el libro de Amela: el combate en agosto de 1938 entre 200 requetés del tercio de Nuestra Señora de Monserrat (en el ejército franquista) que desde el cerro de Quatre Camins se lanzaron sin cobertura fusilera, artillera o de aviación, a la toma del de Punta Targa, a una distancia de 300 metros, defendido por republicanos. Iban los desdichados requetés al asalto de la trinchera enemiga con sus gorras rojas, que a campo descubierto les convertían en dianas perfectas, y cayeron como moscas. Fue una carnicería. La noche antes se les oía, desde la trinchera republicana, cantar el Virolai…
Después del fallido asalto el espacio entre los dos cerros quedó tan lleno de caídos que un comisario republicano –que luego a su vez murió en combate-- se apiadó y dio por megáfono una tregua de cuatro horas para que el enemigo recogiera a sus muertos y heridos.
En aquellos cerros, 30 años después, en 1968, una entidad carlista erigió a los requetés caídos dos monolitos con los nombres de los requetés muertos, en “record del seu exemple i sacrifici”.
Y otros 30 años después, en 2019, las juventudes de la CUP, los valerosos chicos de Arran, se presentaron de noche, armados con martillos y escoplos, en Quatre Camins y Punta Targa, y concienzudamente borraron de los monolitos los nombres de los caídos.
Y luego se jactaron de su hazaña.
¿Por qué, me pregunto, un gesto tan bajo, tan vil y tan revelador del odio que el nacionalismo ha alentado en el cerebro de mosquito de sus juventudes? Se me ocurre que esos nombres y apellidos de los caídos del Tercio de Montserrat son tan inconfundiblemente catalanes que contradicen la tesis de la seudohistoriografía que se enseña en las escuelas y universidades catalanas de que la Guerra Civil la libró el fascismo, o sea España, contra Cataluña. Era preciso borrar los nombres, demasiado reveladores, de aquellos desdichados combatientes.
Se me ocurre que esta actuación de las juventudes nacionalistas financiadas y alentadas por nuestro Govern encuentra su fiel imagen especular en la iniciativa del alcalde de Madrid en el cementerio de la Almudena; allí ha hecho retirar una placa “En memoria y reconocimiento a las cerca de 3.000 personas ejecutadas e inhumadas en esta necrópolis entre abril de 1939 y febrero de 1944”, y las placas de mármol con los nombres de los fusilados contra los muros de ese cementerio en la primera posguerra. El pasado se borra, claro está, en nombre de la paz, de la reconciliación, etc.
La intención de estas acciones impías no pretende tanto profanar los cementerios y mear sobre la tumba del adversario caído, como negar la verdad de lo que sucedió para reescribirla a gusto con mentiras útiles. Se ignora de momento cuál será la próxima mentira que nos contarán, ya que, según hemos visto, no solo el futuro es imprevisible, también el pasado lo es.