Danzar con la muerte
El escritor René Crevel, surrealista francés y hombre de vida convulsa, relata una particular historia de las sexualidades malditas en su novela 'La muerte difícil'
19 febrero, 2020 00:00"El libro más importante para conocer la esencia de la juventud europea tras la Gran Guerra". Así lo define su amigo Klaus Mann, hijo del célebre escritor, de nombre Thomas, y víctima de esa desesperación que llevó a tantos artistas al suicidio a mediados del siglo XX. La editorial El Paseo, dirigida por David G. Romero, presenta una traducción impecable y sensiblemente contextualizada de La muerte difícil, una suerte de epitafio de René Crevel, si no el más brillante, sí el más representativo de la generación de intelectuales que vivieron al límite y decidieron el momento exacto de su muerte. Mientras que en Mann, igual que Zweig o en Pavese, el entorno marca la razones de una muerte voluntaria, el caso de Crevel se asemeja más a la consecuencia del riesgo de vivir por encima de la posibilidades emocionales que supuso el surrealismo y el compromiso político comunista. Ahora sabemos que era un cóctel Molotov, ideológicamente hablando, y nunca mejor dicho.
Poco sabemos de Crevel, por su muerte temprana –a los 34 años– y la incompresible sordera con que desde España hemos tratado el capital novelístico, sobre todo, de nuestro país vecino, Francia, rendidos a las oleadas anglosajonas y subyugados por la, por otra parte indiscutible, maestría de los escritores norteamericanos que una gran parte de los autores actuales tienen como referencia. Sin embargo, poco o nada se entiende de lo que vino luego, el Holocausto y la devastadora Segunda Guerra Mundial, sin acercarse al ambiente social y anímico de esos creadores que previeron el desastre hasta el punto de no querer vivir para contarlo: el propio Mann, Klaus, también se suicidaría.
Esta edición, además, da una vuelta de tuerca a la recuperación de una novela brillante y atractiva por sí misma e incorpora un prólogo de Salvador Dalí, nuestro surrealista de cabecera, al que no se termina de perdonar su adaptación entusiasta a la dictadura de Franco. El genial pintor ampurdanés describe en el prefacio la personalidad arrolladora y herida de Crevel y la fascinación que tanto él como Gala, ¡oh la Musa por antonomasia!, sintieron por ese adorable joven que desde el primer momento parecía querer danzar con la muerte.
En el momento en que la pareja, tan dada a la alucinaciones y los excesos, conoce a Crevel éste aún no había roto, (lo hizo varias veces) con la escuela del surrealismo a la que el mismo Dalí pertenecía, ni se había destrozado el corazón intentando compaginar su apuesta por el arte más revolucionario con el compromiso comunista que a los jóvenes intelectuales franceses les pareció la gran y definitiva ruptura con el Orden (en mayúsculas), y de la que luego, antes o después, casi todos abominaron.
Prefiere Dalí ahondar en la sensualidad desesperada de Crevel desde la mirada de Gala (que en nuestra memoria se parece cada vez más a la Yoko Ono que los muy fan de Lennon presentan como Gran Manipuladora y Sacerdotisa de la inmolación del genio), y esa ambivalencia sexual que la antes amante de Elouard percibía en el escritor. De hecho en esta reedición se nos presenta Crevel como un brillante escritor bisexual, que más que una categorización parece querer explicar la misma esencia de la novela y del protagonista, Pierre Dumont, un juguete roto de la idea de vivir peligrosamente.
Escrita en 1926, debería haber sido el libro de cabecera de todo el movimiento malditista tras el Mayo del 68. Hasta el aspecto de los principales protagonistas, Pierre, Diane y el artista norteamericano Arthur Bruggle, coincide con lo que podría ser una portada de The Who en su famoso álbum My Generation. En lugar de peyote o psicotrópicos, los jóvenes de La muerte difícil abusan esmeradamente del alcohol y los opiáceos, viven en buhardillas desangeladas y vuelven de cuando en vez al nido materno, la casa burguesa de sus madres, tan similares a las que volvían los incendiarios del Mayo francés, según les reprocharía Pier Paolo Pasolini.
Antes del genocidio judio, antes del dolor y las crisis morales y económicas de la Europa del siglo XX, en los primeros y balbuceantes años, René Crevel es capaz de hacer un retrato fidelísimo de una fractura que, aún hoy, marca los ánimos morales y estéticos del siglo actual: El sexo libre en contradicción con los celos, esa constante en nuestro constructo emotivo-cultural, la emancipación económica, en tensión con la comodidad de quien ha nacido en una familia sin riesgos financieros, la creación como liberación de cánones clásicos, elementos todos que marcan cualquier momento de cambio o advenimiento de algo nuevo, la muerte de un paradigma y el dolor del parto de lo que está por nacer.
Ese es el contexto de esta novela que abriga la atractiva historia de un joven artista que, en el París de los felices años veinte, vive frenéticamente una sexualidad que lo mancilla (decimos homosexuales, pero decíamos sodomitas), y a la que no quiere resistirse, y la amistad con una mujer que está dispuesta a aceptarlo como es, con tal de amarlo y guardarlo para sí. No es un triángulo extraño: la historia está plagada de esos tríos consentidos y hasta felices; está el caso de Edith Wharton o Gide, sin ir más lejos, pero Crevel pone en la conciencia del protagonista Pierre, el sentimiento de culpa por el sacrificio que Diane cumple al amar a quien no puede corresponderle. y jamás la hará chillar de placer.
Es verdaderamente inédita en aquel momento esa reivindicación de la sexualidad femenina dos años antes de que El Amante de Lady Chatterley escandalizara a toda Europa (D, H Laurence no la pudo ver publicada en su país hasta 1960). El tercero en discordia de esta novela, y no por casualidad, es norteamericano: un músico seductor y amoral que sirve de cuña implacable para hacer trizas el orden, educado y cortés, de esa vieja Europa que se rompía desde el mismo corazón de Montmartre.
No faltan las madres, esas madres devoradoras y guardianas de la familia como concepto y fortaleza, más que amantes, protectoras de sus crías. Madres que representan la norma, no madres hogar. sino madres-cárcel, madres que se ven como víctimas y actúan de verdugos de los hijos descarriados. Mujeres solas a las que sus maridos han traicionado (muriéndose o enloqueciendo, ¡qué imperdonable descortesía!) y que, no sin cierta dosis de misoginia, sirven a René Crevel para presentarlas como auténticas liberticidas.
Más que oportuna recuperación literaria, pues, y no solo por su significado, sino por la deliciosa lectura que supone La muerte difícil, auténticamente pionera de una narrativa de dipsómanos y politoxicómanos geniales que tan de moda puso Malcolm Lowry, otro que no sobrevivió para saborear las mieles del éxito. Porque, nunca mejor dicho, prefirieron bebérselo.