Leila Guerriero: "Para escribir columnas no importa la edad, sino tener algo que decir"
La escritora argentina reflexiona sobre el género narrativo de la crónica y explica cómo se enfrenta al reto de reflejar su intimidad en los artículos de periódico
27 enero, 2020 00:00Leila Guerriero (Junín, 1967) es una de las periodistas dedicadas al género de la crónica más destacadas en lengua española. Títulos como Los suicidas del fin del mundo, Una historia sencilla y, más recientemente, Opus Gelber lo demuestran, así como diversos premios periodísticos, entre ellos el que lleva el nombre del escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán. Acaba de publicar Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide).
–De aquel relato que envió en 1992 al suplemento Página/30 a recibir el premio de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán han pasado muchas cosas en estos años.
–Sí, aunque no soy una persona que cuenta los años mirando hacia atrás y viendo cuánto tiempo ha transcurrido. Siempre tengo la sensación de que me falta mucho por hacer, de que todo está por comenzar. Puede que suene raro, pero tengo esta sensación, que es muy positiva y fresca. Obviamente, soy consciente de que a lo largo de estos años han cambiado las cosas, de que ya no escribo como antes, de que he hecho. Al principio solo publicaba en mi país y ahora se me leen en muchos lugares.
–¿Es una manera de no estancarse?
–Sin duda. Para mí es importante no quedarse quieta, no repetir la misma rutina. Trato de no repetirme, buscar desafíos, hacer cosas que me den un poco de susto, que me obliguen a preguntarme: “¿Podré?”. La autoexigencia es la única forma que conozco de enfrentarme al trabajo. Habrá quien esté más aposentado, quien dirá “ahora que he llegado hasta acá, puedo descansar”. Yo, sin embargo, estoy siempre doblando la apuesta.
–Mirando la edad de algunos articulistas considerados importantes se podría pensar que el columnismo es el género periodístico de la edad madura.
–No necesariamente. Pensando solo en mi país, Argentina, puedo citarte dos columnistas muy jóvenes, una colombiana y una argentina, que publican en periódicos nacionales. Me refiero a Mariana Enríquez y a Margarita García Robayo. Durante un tiempo, Margarita tenía una columna que era de una gran de ferocidad y de un talento increíble. Por lo que se refiere a Mariana, si no me equivoco, poco después de empezar a publicar comenzó a escribir una columna. No creo que el columnismo sea un género de madurez, si bien es cierto que, a lo mejor, en muchos casos los columnistas son personas mayores. Y esto tiene que ver no con el género en sí, sino con el prejuicio de los medios, que creen que no es adecuado dar una columna a alguien de veinticinco o treinta años. De hecho, creo que la columna es un género donde lo que importa no es la edad, sino tener algo que decir. Por supuesto, tener una trayectoria vital a las espaldas ayuda a tener más cosas que contar, pero no siempre es así. Hay que gente que con la edad se vuelve muy tonta.
–Sean o no columnistas.
–Sí, la gente en general. Hoy caminaba por Puerta del Sol y me encontré con dos personas mayores hablando; me acerqué para escuchar lo que decían. Su conversación era una retahíla de rigideces que no podés imaginar. Eso de que con la edad viene la sabiduría es bastante discutible, al menos en algunos casos. Eran dos personas mayores, pero tampoco mucho teniendo en cuenta de que hoy tener setenta u ochenta años no significa ser un carcamal.
–¿El columnismo es un género masculino?
–Por supuesto. En líneas generales, la columna de opinión se le suele dar a los varones como se solía poner a los varones, sin ningún motivo en concreto, en los jurados de los premios literarios o se les solía invitar a las ferias del libro, donde te encontrabas a cincuenta hombres frente a dos mujeres. Hasta hace poco era imposible, además, encontrar mujeres en los puestos de decisión de los diarios. Ahora, con los tiempos que corren, diría que todo el mundo está haciendo el esfuerzo de ir hacia un lugar de equidad, pero no está siendo fácil. Las mujeres venimos arrastrando la inercia de que llegamos más tarde que los varones a muchas cosas y esto tiene consecuencias en muchos ámbitos.
–Sus columnas no se inscriben exactamente en el género de la opinión. Pueden leerse como pequeños relatos.
–De todas las columnas que he escrito las únicas que se pueden definir como ficción son las que pertenecen a la serie Instrucciones. Cuando empecé a escribir columnas no me enfrentaba a un género nuevo, puesto que desde hacía años publicaba en la revista Sábado una columna con periodicidad y había escrito para El País puntualmente sobre Argentina o América Latina. La obligación de tener algo que decir cada semana y escribir en formato breve en un diario como El País me provocó vértigo hasta que entendí que si me proponían como firma era porque les gustaba lo que hacía. No hago opinión política ni tampoco económica: mis textos tienen que ver con cuestiones sociales o culturales. En la medida en que iba escribiendo fui encontrando el modo y el lugar desde donde hablar para hacer columnas más íntimas. Y no me refiero a escribir sobre mi intimidad, sino sobre la intimidad de la experiencia humana. Encontré un terreno que me gustó explorar, hallando además una buena respuesta por parte de los lectores. Escribiendo descubrí qué quería hacer, sobre qué quería escribir, qué territorios quería explorar. Nunca me impusieron nada. Me dijeron que escribiera lo que quisiera y lo que yo quería era potenciar mi singularidad, que era lo que verdaderamente podía ofrecer.
–Usted escribe desde un yo que no deja de ser una construcción literaria.
–Siempre hay una construcción de ese yo público, cuyo grado de exposición controlo por completo. Nunca expongo algo que no quiera. Pero, más allá de esto, hay un grado genuino y honesto en mis columnas. No invento que tengo un estado de ánimo determinado para hablar, pongamos por caso, de la desazón de un domingo por la tarde. Es muy difícil impostar una cosa así. Por otro lado, este yo es sumamente esquivo: estoy y desaparezco. Antes de que podás ver dónde está el sujeto, éste ya salió de escena. Cada columna es la construcción de ese yo como si fuera un flash de luz sobre un fondo oscuro que, de vez en cuando se ilumina, pero solo en parte, nunca se termina de ver el mapa completo de la pared. Esto es lo que me permite, por un lado, exponerme y, por el otro lado, mantenerme completamente oculta.
–Ese yo esquivo es propio de la crónica. ¿Cuánto le debe el yo ausente de las columnas al yo ausente de las crónicas?
–Le debe mucho. Creo que esconder el yo desde el que se habla es un ejercicio que a mí me viene de escribir crónicas, donde siempre tengo claro que mi deber como periodista es contar la historia del otro. Es algo que también aplico a las columnas. De hecho, cuando hablo de mí misma lo hago para contar una experiencia que excede a lo que me pasa a mí; mi objetivo es hablar de un sentimiento universal con el que muchos podemos empatizar. En la crónica pasa exactamente lo mismo. Hay que tener claro que lo que importa es la historia del otro y, por tanto, aun cuando por necesidad narrativa he tenido que aparecer he tratado de mostrarme como un personaje velado, fantasmal. Este es un músculo que tengo muy entrenado, diría que tengo como un pudor natural. No me cuesta hacer desaparecer el yo o convertirlo en una presencial fantasmal.
–Susan Sontag decía que no importaba su opinión, sino la historia que podía contar.
–De la opinión lo que menos me interesa es que se convierta un género para que alguien levante el dedito de la moral o de la autoridad. No me interesa ofrecerle al lector una visión del mundo determinada. No escribo para imponerle al lector nada. Me interesa más generar dudas, sobresaltos o rechazo. La opinión puede ser interesante, evidentemente, pero nunca como imposición. No me interesan como lectora esos columnistas que escriben desde podio y con un imperativo moral y, por tanto, como escritora no me interesa replicar su gesto.
–¿Prefiere pensar el texto como un diálogo?
–No pienso mucho en estos términos cuando escribo. Me preocupo de que el texto sea claro, de que se entienda, de que no genere confusión o, si la genera, sea porque yo lo he querido. En este sentido, sí que tengo presente de que alguien va a ser el receptor de cuanto escribo, pero no sé hasta qué punto se puede hablar de diálogo. Si tengo que pensar en un lector, pienso en el editor al que le tengo que presentar el texto. No soy muy contemplativa, sé que hay cosas que escribo que pueden molestar, sé que hay cosas que no interesan para nada a determinados lectores o con las que no estarán de acuerdo. Sin embargo, cuando se escribe, una no puede estar pendiente en todas las posibles lecturas que tienen sus textos. De lo único que creo que una se debe preocupar es que el texto diga lo que se quiere decir.
–¿Entiende que la escritura, sobre todo la periodística, nunca debe ser complaciente?
–Sin duda. Al respecto hay una frase muy bonita de Foster Wallace que dice: “El objetivo de la buena ficción es la de darle calma a los perturbados y perturbar a los que están tranquilos”. Acuerdo ciento por ciento con esta frase.
–En Instrucciones cuenta su devoción por Lorrie Moore y Georges Perec.
–Lorrie Moore es mi escritora favorita, junto a Foster Wallace. Ambos me resultan inspiradores, conmovedores, trágicos, divertidos, terribles, oscuros y luminosos; lo tienen todo. Detrás de las Instrucciones, evidentemente, está Perec, pero también le deben mucho a Lorrie Moore y a su libro Autoayuda. Para mí es un referente. El resto de las columnas les deben cosas a muchos otros autores.
–¿El Perec en Tentativa de agotar un lugar parisino tiene que ver con su intento de agotar a través de la escritura la realidad que narra?
–Perec me resulta fascinante. En algunas de mis columnas me interesó plantear los experimentos que Perec llevaba a cabo cuando, a través de la escritura, trata de agotar una plaza de París. Me interesó trasladar estos experimentos formales a las columnas y narrar la banalidad aparente. En Instrucciones parece que no pasa nada y, de pronto, sucede algo terrible. En esas enumeraciones maravillosas de Perec hay mucho de esto: narrar la aparente nada tras la cual se esconde algo muy significativo. Es muy difícil llevar a cabo este tipo de experimentos con lo cotidiano, de ahí mi fascinación por Perec y por su manera de observar.
–Ha escrito un artículo sobre Piglia donde habla sobre hasta qué punto las columnas y el diario literario comparten ese deseo de captar el instante de un día.
–Las columnas, a veces, juegan ese papel de contar un día en la vida. Así se titula el último de los maravillosos diarios de Piglia. Las columnas intentan dejar registro. En este sentido sí se puede establecer una relación entre ambos géneros. Pero creo que este es el único elemento que tienen en común, pues un diario escrito con el estilo de una columna periodística sería agotador y sumamente impostado.
–Pavese escribió: “Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado”.
–Sí. Cuando escribes estás encendido de la misma manera que lo estás cuando observas o eres testigo de algo que no te deja indiferente. Después, cuando has terminado de escribir o cuando ese suceso ya ha pasado, te quedas vacío como un fusil que acaba de disparar, pero que ya está listo para volverse a cargar. Hay algo de esta frase de Pavese, ese carácter de urgencia, que envuelve el acto de escritura. La satisfacción plena llega cuando eres consciente de que has escrito y has dado en el blanco.
–¿Cómo ha influido la poesía a la hora de pensar su escritura?
–Leo bastante poesía, es un género que me interesa porque te afina el oído para la prosa y te enseña economía de recursos. Con la poesía aprendes la humildad, pues para decir una cosa los poetas necesitan dos versos, mientras que los prosistas nos desgañitamos durante diez páginas. Algunas de las columnas que he escrito han surgido de algún verso o las he escrito solo para citar unos determinados versos. Incluso cuando no aparece, mis columnas están muy congestionadas de poesía. Para mí la poesía es una especie de motor.
–En su columna “Escribir”, la poesía contamina su prosa.
–A veces, hay un lirismo buscado. Otras veces opto por una parquedad que, a su manera, también puede ser lírica. Creo que el estilo de la columna, en parte por su extensión, favorece que se pueda introducir un elemento poético, algo que no admite la crónica, que resultaría empalagosa. Lo que se dice no se puede separar de cómo se dice, por tanto, si estás escribiendo acerca del acto de escribir, para que el lector entienda todas las connotaciones de la escritura y la implicación que exige, quizá no sea mala idea insuflarle al texto un cierto lirismo. Releyendo las columnas organizadas en mi libro creo que el lirismo de algunas potencia el de otras, incluso se potencia ahí donde el estilo es muy descarnado y seco.
–En alguna ocasión usted ha señalado que a la hora de escribir le gusta incorporar a sus textos expresiones provenientes de distintas variantes del castellano.
–El español es el idioma en el que hablo y escribo y hay palabras que me gustan más en su variante colombiana, chilena o castellana. Al viajar, practico a menudo las distintas variantes del español y hago míos determinados términos, que no sólo no me resultan ajenos, sino que a veces prefiero a su versión argentina. Me gusta más la palabra “autobús” que “colectivo”, que me resulta antipática, puesto que la relaciono con las fuerzas paramilitares de Venezuela. Hay palabras que me resultan simpáticas en otra variante del español que no es la mía y las uso sin problema. Lo que tengo claro es que jamás haría una naturalización del idioma al estilo CNN. Me preocupa que los textos se entiendan. Lo único que hago cuando utilizo un término que, en un país no se va a entender, es contextualizarlo de tal manera que se comprenda.
–A la pregunta sobre sus intereses, en más de una ocasión ha contestado que, como periodista, le interesan los márgenes. ¿Qué entiende Leila Guerriero por márgenes?
–Los márgenes son todo aquello que no está en el centro y, por tanto, hablar de márgenes es apelar a muchas cosas: los lados más sórdidos de la realidad o el poder. No hay que olvidar, que el poder está en los márgenes. El poder está falsamente en el centro, nunca se deja mirar de cerca. La crónica, lo que llamamos el periodismo narrativo, es un género marginal en tanto en cuanto no es un género masivo. El periodismo de investigación o el político tienen más tirón que la crónica.
–La crónica es un género de largo aliento por su extensión y por la investigación que requiere. La columna es lo contrario: concisión y brevedad. ¿Cómo se mueve entre ambos géneros?
–No creas que las columnas no requieren investigación. Obviamente, no puedo dedicar un mes a escribir una sola columna, pero si de pronto quiero escribir sobre el juicio a un obispo acusado de pedofilia, o sobre el juicio de la manada, necesito informarme: ocupo muchas horas leyendo lo que se ha publicado, recorto artículos, busco libros de referencia en la biblioteca. Algunas columnas me han requerido varios días de trabajo, a pesar de que, al final, lo que queda son veinticinco líneas. Cuando trato temas complejos, quiero estar documentada, quiero que todo lo que afirmo esté sustentado de tal manera que la columna esté blindada ante mis propios prejuicios o ante la posibilidad de no haberme dado cuenta de determinados elementos importantes. Dicho esto, los temas sobre los que me interesa escribir se trasvasan de un género a otro, de la crónica a la columna, de la larga a la cortísima distancia. En las columnas hay temas sobre los que vuelvo una y otra vez. Aunque puede ser que en las crónicas estos temas no se traten de forma tan explícita como en las columnas, mi mirada es la misma. Mi mirada sobre el mundo está en todos los textos que escribo.