Beethoven, 250 años después
El músico alemán, de cuyo nacimiento se cumple el 250 aniversario, se pasó la vida experimentando con una insatisfacción que se convirtió en su propia materia
28 enero, 2020 00:00“Este cuarteto suena como un compendio de la música de los próximos ciento cincuenta años, pues los sucesores de Beethoven han obtenido de él una infinita riqueza melódica, armónica y rítmica”. El pasado 20 de enero, el crítico Luis Gago señalaba esta frase de Chris Walton en el programa de mano del concierto que estábamos a punto de escuchar en el pequeño auditorio de la Beethoven-Haus de Bonn, que este año celebra el doscientos cincuenta aniversario del compositor ofreciendo toda su música de cámara en una serie de conciertos ideados por la violista Tabea Zimmermann y por el propio Gago. La frase de Walton hacía referencia al Cuarteto opus 130, uno de los últimos, que los Belcea se disponían a tocar tal y como en principio lo había pensado Beethoven, con la espectacular Grosse Fuge como Schlusssatz, como movimiento final.
La obra en cuestión fue estrenada en Viena por el cuarteto del orondo violinista Ignaz Schuppanzigh en marzo de 1826. Como ya estaba completamente sordo, Beethoven no asistió al concierto y esperó nervioso en una taberna a que acabara. Al terminar, los amigos fueron a buscarle y le contaron que el cuarteto había sido muy bien recibido y que incluso algunas de sus partes, a petición del público, habían tenido que tocarse dos veces. “¿Y la fuga?”, preguntó Beethoven. Los amigos se miraron entre ellos y le dijeron que no había sido bien recibida. Entonces Beethoven, en uno de sus habituales accesos de ira, gritó: “¡La fuga es lo único que deberían haber repetido! ¡Borregos! ¡Imbéciles!”. Luego, el editor Artaria terminó por convencer a Beethoven de que compusiera un final más amable y segregara la Gran Fuga como obra independiente.
A pesar de sus tribulaciones mercantiles, la Gran Fuga es el verdadero final del Cuarteto 130 y como tal fue restituido el otro día en una ejecución deslumbrante. Después de escuchar las maravillosas Variaciones Kakadu –que suenan a hombre maduro revisitando su infancia– y el segundo Trío del opus 70 con un conjunto en el que destacaba la extraordinaria violinista alemana Isabelle Faust, el cuarteto Belcea atacó el 130 con una intensidad a ratos difícil de soportar. Es casi imposible describir la música en su estado más intenso, puesto que el pensamiento viene siempre después, cuando el extraño estado de suspensión en el que nos encontrábamos ya se ha desvanecido, dejando un rastro intraducible de suprasignificados perdidos. El 130 –y de qué manera la Gran Fuga– se inscribe en lo que se conoce como el Spätstil de Beethoven, en su estilo tardío, una noción acuñada por Adorno no tanto para describir las obras finales de un artista –esa es la acepción banal– como el especial estado terminal en que un arte se manifiesta cuando su autor, a pesar de ser más dueño que nunca de su medio, se exilia del orden social establecido y alcanza una relación alienada con él, quedándose a solas con sus obsesiones y con la constelación de las influencias. En ese sentido, la decisión de tocar la Gran Fuga como movimiento final permitió devolverle a la obra toda la complejidad de su naturaleza tardía.
En 1826 a Beethoven le faltaba un año para morir y acababa de componer tanto la Novena Sinfonía como la Missa Solemnis y las Variaciones Diabelli que, junto a la Sonata 111, constituye su testamento pianístico. Su sordera había agravado su aislamiento y, como el Goya de las pinturas negras o el Hölderlin de los himnos finales, escritos en las fronteras de la locura, el compositor vivía en un mundo ya sólo mental, trabajando para sí mismo y para sus antecesores. No es extraño comprobar que en su obra tardía, Beethoven, después de haberse pasado la vida compitiendo con Haydn, Mozart o Clementi, vuelva a compositores como Bach, Händel o Palestrina, haciendo del final un principio.
Como dice Jan Swafford, la Gran Fuga es la respuesta de Beethoven al gigantesco El arte de la fuga de Bach, condensado en un solo movimiento. Hay una pulsión extenuante en esas obras últimas. La Novena parece querer postularse como summa y apoteosis del arte sinfónico, con esa irrupción final de la voz que es a su vez un regreso a los orígenes. La Missa Solemnis explora una nueva forma de música religiosa en un mundo ya sin Dios, haciendo del vacío su contenido y su condición espiritual extrema, como ocurre en el maravilloso Heiliger Dankgesang del tercer movimiento del Cuarteto 132, un canto de agradecimiento a la divinidad por su inexistencia en el que ya late, por ejemplo, el embrión de La pregunta sin respuesta de Charles Ives, que sigue siendo aún nuestra pregunta.
Escuchando el otro día el concierto, uno podía notar cómo la violinista primera, la rumana Corina Belcea, soportaba el peso de toda la interpretación, en un combate físico contra lo imposible, doblegándose y volviéndose a levantar. Después de la elegíaca e inagotable Cavatina, a la que Beethoven no podía referirse sin llorar, empezó de golpe la Gran Fuga, casi como un desacato. Al igual que le ocurriría a Bruckner con su última sinfonía, ese movimiento levantó en su época la sospecha de que Beethoven estaba loco. Como en el segundo movimiento de la Sonata 111, hay algo ahí que no se oye y que parece ser la finalidad última de toda la fuga, que avanza, retrocede, propone su disolución, resurge y apunta hacia un ámbito donde ya no hay propiamente arte sino renuncia, como Próspero rompiendo su vara y hundiendo su libro en el último acto de La tempestad. La compositora Sofía Gubaidulina dijo en una ocasión que muchas veces no puede traducir en notas todo lo que oye. Y esa es la impresión que uno tiene escuchando la Gran Fuga. Su desafío es casi intolerable y se evidencia incluso en la tortura física a la que se ven obligados a someterse los intérpretes, retorcidos bajo el peso de una música que acaba por ahogar pero en la que también, como en el ojo de un huracán, hay un momento en que se abre un claro donde el oído se transforma en visión. Los viejos, en efecto, deberían ser exploradores.
A la mañana siguiente, aún bajo el impacto del concierto, un grupo de amigos visitamos la gran exposición que sobre Beethoven se ha inaugurado este año en el Bundeskunsthalle y donde pudimos ver partituras originales, sus cuadernos de conversación, retratos, máscaras, grabados de Goya, cartas, los restos, en definitiva, de su paso difícil por el mundo, acompañado todo por audiciones de sus obras más relevantes. No por sabidos dejan de impresionar los detalles de su tremenda vida. Sordo antes de los treinta años, siempre enfermo de múltiples dolencias gástricas y hepáticas, bastante alcoholizado, una y otra vez rechazado por las jóvenes de las que se enamoraba, sórdido en su vida doméstica, al final cliente de burdeles que detestaba, misántropo, iracundo, desaliñado, hermano de un par de idiotas, tutor de un sobrino insolente. No hay en su biografía ni un solo momento de tregua.
En lo artístico, su caso es mucho más extremo de lo que hoy en día nos permite comprender su mitificación. En realidad, Beethoven se pasó la vida experimentando, con una insatisfacción sintomática que al final se convirtió en su propia materia. Nunca tuvo el genio dramático de Mozart, aunque su Fidelio fue a la postre una ópera a ratos extraordinaria. Intimidado por los ejemplos de Bach, Händel y Haydn en el género, no consiguió sentirse seguro componiendo música religiosa hasta que lo hizo de acuerdo con su personal descreimiento. Como tantos de su generación, creyó ver en la Revolución Francesa y luego en Napoleón el principio de una nueva era de redención social que pronto demostró su brutalidad sangrienta. La marcha fúnebre de su Tercera Sinfonía no es sino un réquiem profano por las montones de cadáveres de una guerra infinita y sin sentido. Y la sexta constituye en realidad una despedida de la naturaleza que evoca, mientras que la utopía coral del último movimiento de la novena intenta desplazar a La creación de Haydn con una alabanza de nuestra condición efímera.
Como explicó tantas veces Leonard Bernstein y denunció otras tantas Celibidache, Beethoven no es un gran melodista ni un gran instrumentista ni un gran orquestador ni un gran contrapuntista, pero al final la forma con que ensambla todos sus desperfectos es exacta e inevitable, precisamente porque, a diferencia de sus antecesores, tuvo que inventar un lenguaje nuevo para una nueva forma de oír el mundo. Su imperfección es la misma de Hölderlin en sus himnos tardíos, cuando la métrica se resquebraja y permite que resuene la angustia de vivir en un mundo ya inhabitable. Como Shakespeare, Beethoven agotó todas las posibilidades interpretativas de este mundo, componiendo a ras de tierra y formulando al final una extraña trascendencia laica que no espera nada salvo la celebración de su fugacidad. A diferencia de Shakespeare, sin embargo, Beethoven vivió una época en que el arte se infectó de teoría para empezar a destruirse. En ese sentido, es exacta la observación de Chris Walton sobre todo lo que contiene la Gran Fuga. Por momentos el oído anticipa la mejor música del siglo XX. Y de todo lo que aún nos queda por vivir.