El mito de las dos escuelas
El escritor y profesor Andreu Navarra publica 'Devaluación continua', un informe urgente sobre la situación de profesores y alumnos en la educación secundaria
24 octubre, 2019 00:00Pareciera que el principal requisito para escribir un libro sobre educación con cierta repercusión social –leído por alguien más que los propios interesados– sea que su autor no trabaje como profesor. Como si la práctica directa de la profesión, la exposición diaria a altas dosis de radiación adolescente, nos incapacitara a los del rubro para poder reflexionar sobre la cuestión.
Los libros populares del género suelen estar divididos, por decirlo con el profesor Umberto Eco, entre apocalípticos e integrados. Los integrados los escriben exprofesores o pedagogos. Estilo Superman, buenrollistas, sus libros resultan ser una ristra de consejos facilones y populistas, editados con muchas fotos, letra de tipo extragrande y excusa filantrópica. Sus autores, por regla general, demonizan las clases magistrales en conferencias que suelen tener forma de clase magistral y abogan por una filosofía a medio camino entre las fabulillas bienitencionadas de Paulo Coelho y los falsos aforismos serigrafiados en las tazas de Mr.Wonderful.
Sabrán de qué estoy hablando. Aparecen sonrientes en las portadas de sus libros, nos miran por encima de los pupitres de sus aulas como un John Keating –aquel profesor carismático del El club de los poetas muertos interpretado por Robin Williams– cualquiera. Se dedican a fatigar auditorios, a recorrer miles y miles de kilómetros por todo el mundo, y echan de menos, dicen, su trabajo en las aulas. Repiten que les da pena ir de charleta Ted en acto publicitario alrededor del mundo, mientras son subvencionados por grupos empresariales o bancos.
Los escritos por los apocalípticos también tienen su público fiel. Letra pequeña, adjetivo afilado. A principios de siglo fue un fenómeno de ventas el libro Petita crònica d’un professor de secundària de Toni Sala y causó cierto revuelo mediático. Los libros escritos por apocalípticos aseguran –si hay suerte, en buena prosa– que en la actualidad estamos haciendo la peor educación posible y que las familias son malvadas y que la sociedad no nos entiende. Abogan por una vuelta al orden anterior –no precisan exáctamente cuál– donde todo era más fácil, ordenado y relevante.
La educación parece haber contraído una extraña enfermedad. Podemos convenir en llamarla el mito de las dos escuelas y es altamente contagiosa. A lo largo de los años la sociedad –y por lo tanto la escuela– parece haberse divido en dos. Simplificando mucho las cosas van más o menos así: el verdadero aprendizaje –el excelente, el significativo– viene solo de mano del dolor y el sacrificio. A la vez, también enuncia su contrario: si procuras ser feliz en el proceso de aprendizaje, no aprenderás más que pamplinas. Apañados vamos, ¿no? De la primera premisa se nutren películas como Whiplash, donde un profesor de música psicópata somete a un estudiante a un acoso intelectual y físico en toda regla para conseguir su excelencia. De la segunda estirpe, la que defiende que el único trabajo del profesor es que sus alumnos consigan sus sueños sonriendo, son Keating y la mayor parte de pedagogos constructivistas que nos dictan los programas escolares actuales.
La primera suele identificarse con la escuela privada y conservadora, la que levanta la ceja ante las nuevas tecnologías y considera que los proyectos y trabajos en grupo son una pérdida de tiempo. La otra se identifica con la escuela pública y progresista. Su lema es que lo primordial es colocar en el centro de la educación el bienestar del estudiante, pero crea dudas respecto al nivel conseguido.
Como todo mito, el de las dos escuelas tiene algo de tópico mentiroso y verdad intrínseca. Pero podríamos admitir que en cada centro escolar tenemos un tanto por ciento de una y de otra y cada uno de los profesores andamos con la dicotomía encima. Lo bueno de Devaluación continua de Andreu Navarra (Barcelona, 1981) es que es un libro escrito –excelentemente– por un profesor en activo y trata de superar esta barrera. No contiene recetas fáciles ni eslóganes corporativos de ninguna clase. Se construye mediante las observaciones del autor a pie de pupitre, sus lecturas de ensayos rigurosos que reflexionan al respecto y los ejemplos de algunas prácticas exitosas.
El paisaje, nada halagüeño, que describe Navarra es el siguiente: parece que la escuela que pretende la nueva pedagogía obedece a los dictados de una sociedad hiperconsumista y egocéntrica; más atenta a los desvelos hedonistas que a la práctica continuada del estudio. A años luz de la perseverancia que nos lleva a la excelencia y la conquista de la vocación. Para complicar la cosa, muchos progenitores están ausentes, ya por necesidad económica o ambición profesional, y calman su no presencia paterna comprándoles a sus hijos chucherías tecnológicas de última generación o riéndoles las faltas de disciplina.
El paisaje, nada halagüeño, que describe Navarra es el siguiente: parece que la escuela que pretende la
Muchos profesores, por su parte, se sienten ninguneados o sobrepasados. Cada vez menos escuchados por sus gobernantes y hastiados delante de una pedagogía facilista que degrada el nivel de los mejores. Pero el libro insiste en que no quiere ser exclusivamente de denuncia o apocalíptico, aunque es verdad que el título decanta un poco la balanza hacia la visión problemática. Navarra no se paraliza ante el diagnóstico. Propone brújula y camino. Suma la visión a la queja.
Su postura, cercana a los pensadores Gregorio Luri y Inger Envkist, propone una autonomía mayor de los centros, una bajada de ratio para poder dar respuestas a la diversidad creciente, un nuevo compromiso social que cuide y ponga límites a nuestros adolescentes, la complicidad de padres, profesores y alumnos en cuidar el esfuerzo y sus recompensas. Como ejemplo de éxito nos vale su propio desempeño, la empatía conseguida con sus diferentes alumnos, las risas y el aprendizaje, la concentración y la emoción, pueden y deben, ir de la mano. Ni Esparta, ni Disneylandia. El mito de las dos escuelas debería empezar a desmoronarse.